Read La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
—¿Cómo enviaremos los títulos a Sacramento? —preguntó Roy.
—Mañana llega la diligencia. Bernie los depositará en el registro de Sacramento.
—¿Se los confiarás a él? —preguntó King.
—Sí. Es hombre de toda mi confianza. Y, además, lo bastante inteligente para comprender lo que debe hacerse.
—¿Por qué no va uno de nosotros? —preguntó un campesino.
—Porque no llegaría vivo a Sacramento —replicó Burwell—. Keno Kinkaid le haría matar y le quitaría los documentos. Y lo mismo sucedería si enviáramos a varios hombres a caballo. Keno ha tomado ya precauciones, y ni un jinete podrá cruzar la Sierra Mariposa.
—Creo que tienes razón —dijo King.
Burwell había abierto su caja de caudales y de ella sacó un paquete envuelto en un trozo de tela de algodón. Dentro se encontraban los viejos títulos de propiedad extendidos por el virrey de Nueva España a favor de los franciscanos, y otros, más recientes, extendidos por el Registro de Tierras de Monterrey.
*****
Lin Rawlins se arregló las patillas y el bigote, y antes de tenderse entre la paja, desató el revólver que había sujetado a uno de los postes, de forma que apuntase hacia la puerta. Un cordel iba desde el gatillo del viejo revólver hacia la puerta, después de dar varias vueltas por el poste y por un gancho situado junto a la puerta, de forma que al ser ésta abierta se produjera un disparo automático del revólver.
—No ha estado mal —sonrió Lin Rawlins. Luego, tendiéndose entre la paja, no tardó ni dos minutos en quedar profundamente dormido.
Potentes y claras se oyeron las notas del clarín que hacía sonar el conductor de la diligencia. Burwell, apoyado en la pared de ladrillos del parador, se apartó de allí dirigiendo la mirada hacia el Sur. Al mismo tiempo aseguróse de que el paquete de documentos continuaba en su bolsillo.
—Llega puntual, ¿no? —preguntó Lin Rawlins, que estaba junto al tabernero.
—Sí. Ayer le metió usted un buen susto a Pedro. Por poco le perfora la cabeza.
—No sabía que fuese él. Como usted me aseguró que ninguna persona decente iría al pajar, yo creí que disparaba contra alguien que no era decente.
—Me olvidé de Pedro —respondió Burwell, que seguía buscando con la mirada el penacho de polvo que anunciaba el paso de la diligencia… Por fin lo descubrió y ya no hizo el menor caso al minero, que lo observaba todo con gran curiosidad.
Balanceándose como un barco en tormentoso mar, entre chirridos y ludidos, envuelta en el polvo que levantaban las cuatro ruedas, y, especialmente, los cascos de los cuatro caballos, la diligencia 165 se detuvo ante el parador de San Antonio Abad. Durante muchos años aquel parador había sido el único edificio habitado en aquel paraje.
Bernie, el conductor, apoyó el pie en el freno y lo empujó a fondo, a la vez que tiraba de las riendas. Los caballos resbalaron sobre sus cascos, en tanto que los gruesos patines de los frenos inmovilizaban las ruedas y la caja del coche, del llamado tipo Concordia, oscilaba violentamente sobre sus muelles y ballestas.
Los que esperaban frente al parador corrieron hacia el vehículo. Mientras unos desenganchaban el tiro, los otros traían cuatro caballos de refresco.
—Hola, Bernie —saludó Burwell—. ¿Buen viaje?
—Pudo haber sido peor —replicó el conductor—. Mucho polvo y malos caminos.
En aquel instante se abrió la portezuela del carruaje y una mujer descendió de él. Un murmullo de asombro brotó de todos los labios. No se había visto nunca en San Antonio Abad una mujer como aquélla. Los hombres quedaron embobados durante varios minutos, y sólo cuando la pasajera hubo entrado en el parador se oyeron algunos comentarios acerca del traje, del cuerpo y de la hermosura de aquella desconocida.
—Llevando dentro del coche a una mujer semejante, no comprendo cómo pudiste llegar —dijo uno, dirigiéndose al conductor.
—Estuve un par de veces a punto de despeñarme —respondió Bernie—. Por fortuna los caballos no entienden de belleza femenina.
—Si yo hubiera sido el conductor, detengo la diligencia en mitad del desierto y… —al llegar allí, Lin Rawlins guiñó violentamente un ojo y abrió la boca, terminando luego—: ¡Ya os podéis imaginar lo que hubiera pasado en mitad del desierto!
Los mozos de cuadra desengancharon los caballos y los condujeron hacia el establo. Otros dos empleados engrasaron los ejes de las ruedas, limpiando antes la negra masa de grasa y polvo.
Entretanto, Lin Rawlins había entrado en el parador. La viajera habíase sentado a una mesa, después de encargar un refresco. Acercándose a ella, Lin saludó:
—¿Cómo le fue el viaje, señorita…?
—Me llamo Olive Winton, señor…
—Lin Rawlins. —Y en voz más baja, el buscador de oro agregó—: Yo fui quien le trajo a Keno Kinkaid la más hermosa pepita de oro que han visto los siglos.
—Ya entiendo —respondió Olive Winton—. Ahora tenga la bondad de levantarse de esa silla.
—Pero… señorita.
—Me molesta la compañía. ¿Entiende?
—¿Es que quiere que me marche?
—Eso es lo que la señorita está queriendo —dijo Keno Kinkaid, acercándose a la viajera y alargando la mano hacia Lin Rawlins, quien, sin esperar a que la mano le alcanzase, se puso en pie y batióse en retirada.
—¿La ha ofendido ese viejo, señorita Winton? —preguntó Kinkaid, mirando atentamente a Olive Winton.
—No —sonrió la mujer. Y con una sonrisa, agregó—: Los hombres nunca me ofenden, señor… ¿cómo dijo que se llamaba?
—Keno Kinkaid. Y soy el amo y señor de San Antonio Abad. De manera que… ¿nunca le ofenden los hombres?
—Nunca, señor Kinkaid.
—¿Y qué conclusión debo sacar de eso?
—Ninguna conclusión que no sea lógica. ¿Puede decirme dónde me sería posible encontrar alojamiento para pasar unos días aquí?
—¿Qué imán la ha traído hasta nosotros?
—El oro. ¿No es cierto que abunda muchísimo?
—Aún no —replicó Kinkaid, cuya mirada iba a través de la ventana hasta lo que ocurría en la diligencia—. Pero lo habrá pronto. Yo le buscaré un alojamiento, si usted me da permiso para ello.
Pero estas últimas palabras las pronunció Kinkaid maquinalmente, ya que toda su atención estaba fija en Burwell y en Bemie. Éste acababa de recibir un paquetito de manos del tabernero y escuchaba las instrucciones que Burwell le daba.
—Es para el registro de tierras de Sacramento —explicaba el tabernero en voz baja que sólo Bernie podía oírle—. En cuanto llegues mañana, por la mañana, corres a depositarlo allí. Ya saben lo que han de hacer. Si se perdieran estos documentos, perderíamos nuestros derechos a estas tierras.
—No tenga miedo, Burwell. Los entregaré.
—Ve prevenido. Kinkaid puede intentar impedirte que llegues.
—Puede intentarlo; pero no lo conseguirá. Funny y yo no somos fáciles de dominar.
Al pronunciar el nombre de Funny, Bernie indicó con un movimiento de cabeza al guarda que le acompañaba.
—Buen viaje, pues —deseó Burwell—. No me atrevo a acompañaros porque Kinkaid comprendería la verdad. No sospechará que te he confiado los documentos.
La confianza de Burwell hubiera sufrido un rudo golpe de haber visto cómo en aquel momento Kinkaid abandonaba la habitación en que se encontraba Olive Winton y, dirigiéndose a los establos, hablaba en voz baja con uno de los mozos. Cuando regresó al parador, el otro hombre montó en uno de los caballos y dirigióse hacia la lejana Sierra Mariposa.
—Si quiere, ahora la acompañaré al alojamiento que usted necesita —dijo Kinkaid a Olive.
—Me gusta que mis alojamientos sean solitarios —advirtió la mujer.
—Pensé que le gustaría un lugar animado.
—Para vivir, no. Para distraerme, sí…
—¿Y no puede vivir y distraerse a la vez?
—No se puede estar corriendo continuamente, señor Kinkaid. Hay que descansar. Y para descansar no hay lugar mejor que un sitio solitario, lejos de todo tumulto.
—Me parece que no la entiendo. ¿No dijo que venía en busca de oro?
—Dije que me atraía el oro. Esperaré a que lo descubran.
—¿Y si ya estuviera descubierto? —murmuró Kinkaid.
—¿No ha dicho que aún no lo estaba?
—Es usted muy hermosa, señorita Winton. ¿Me permitiría visitarle algún día?
—De día puede visitarme tantas veces como lo desee.
—Es usted muy rara.
—¿Por qué?
—Porque… porque lo es.
—En ese caso debo de ser rara. ¿Dónde está el alojamiento que me ofrece?
—Tenga la bondad de acompañarme. Es una casa en bastante buen estado. La ocupó una joven…
—¿Y qué fue de esa joven?
—Dos hombres se enamoraron de ella, y como no se podían poner de acuerdo acerca de quién debía ser el único amor de la muchacha, y comprendieron que acabarían matándose por ella, acordaron eliminar el objeto de la discordia.
—¿La mataron?
—Sí.
—¡Qué salvajes!
—A ellos los ahorcamos y la paz volvió a todos los hogares.
—Si la mataron en la casa no pienso vivir en ella —advirtió Olive Winton.
—No. La mataron en plena calle y ya no la llevamos a su casa. Fue conducida directamente al cementerio.
—En ese caso, aceptaré.
—¿Me permite ofrecerle el brazo?
—Muchas gracias.
Cuando Olive y Kinkaid salieron de la sala, la diligencia se estaba poniendo en marcha. Habían sido soltados los frenos y se oyó el batir de los cascos de los caballos, el ludir de los arneses, el tintineo de las campanillas y cascabeles, así como de las cadenas, y los gritos de los que despedían a la diligencia que, sin ningún pasajero, sólo con algunas mercancías y el correo, emprendía el viaje hacia Sacramento.
Burwell y Lin Rawlins quedaron en el polvoriento patio del parador, siguiendo con la mirada la marcha de la diligencia que, en línea recta, dirigíase hacia el antiguo camino que coronaba la Sierra Mariposa por el Paso de los Caballeros.
—No está tranquilo, ¿verdad? —preguntó Lin a Burwell.
Éste sobresaltóse y, haciendo un esfuerzo, replicó:
—¿Por qué no he de estar tranquilo?
—Eso usted debe saberlo; pero la verdad es que no parece tranquilo.
—¡Bah! No diga tonterías. Adiós.
Burwell abandonó el parador de la diligencia, marchando hacia su taberna. Estaba intranquilo. ¿No habría cometido una locura al enviar los documentos por un medio tan poco seguro? Claro que a veces los medios menos seguros resultan los mejores.
*****
Bernie y Funny observaban atentamente el terreno que les rodeaba. No llevaban oro ni dinero; pero el conductor sabía la importancia que tenían los documentos que le confiara Burwell. Por ello había guardado su revólver en la caña de una de sus botas, de manera que pudiese empuñarlo en seguida, si llegaba a ser necesario.
Funny acariciaba pensativo el cañón de su rifle, buscando con la mirada un blanco propicio.
Estaban ascendiendo hacia el Paso de los Caballeros, y desde allí aún podían ver las ruinas de la misión de San Antonio Abad y el pueblecito que había ido creciendo cerca de ellas.
El Paso de los Caballeros era un amplio desfiladero entre las cumbres más elevadas de la Sierra Mariposa, en el punto donde ésta era más alta. Medía un par de kilómetros de longitud y desde su salida el camino era llano, pues iba bordeando las laderas de las otras alturas, en paulatino descenso hacia Sacramento.
Casi desde el momento en que la cuesta se terminó para dar comienzo al terreno llano, Bernie presintió lo que iba a ocurrir. Su mano derecha permaneció cerca de la culata de su revólver, en tanto que sus ojos escrutaban el terreno circundante, poblado de abundantes matorrales y raquíticos pinos.
También Funny amartilló su rifle.
La diligencia siguió avanzando, cruzó el puente de tablas que se encontraba en el centro del Paso de los Caballeros y llegó al otro lado. Aún recorrió cien metros antes de que una voz ordenase, desde detrás de unas rocas:
—¡Alto!
Bernie hizo restallar el látigo sobre las cabezas de los cuatro caballos, intentando seguir adelante. Al mismo tiempo Funny disparó contra el lugar de donde había llegado la voz.
La respuesta fue una descarga cerrada que partió de varios rifles estratégicamente situados.
*****
Ted Sloan, jefe del parador número 97, se paseaba nerviosamente por el patio. Tres horas de retraso eran demasiadas horas. Ninguno de los conductores de la línea era capaz de entretenerse tanto. Suponiendo que hubiese ocurrido un accidente, no podía ser tan grave que hubiera impedido al conductor o al guarda montar en uno de los caballos y presentarse allí en busca de auxilio. En los muchos años que él llevaba en aquel puesto, jamás había ocurrido un retraso semejante. Por ello, sin esperar ya más, Ted Sloan hizo ensillar su caballo y partió al galope hacia el Paso de los Caballeros. Soplaba un suave vientecito que removía el polvo de la carretera; pero que no llegaba a levantarlo en alto ni impedía ver que dicha carretera estaba completamente vacía.
Ted Sloan llegó al paso, cruzó el puente de tablas, alcanzó el comienzo de la bajada hacia San Antonio Abad y, como no existía desvío alguno, ni atajo, ni lugar donde la diligencia pudiera haberse escondido, siguió hacia San Antonio Abad para preguntar allí el motivo de que la diligencia no hubiera salido aquel día.
La noticia cayó como una bomba en San Antonio Abad.
¡La diligencia 165 había desaparecido entre San Antonio y el puesto de relevo número 97!
—¿Cómo es posible que haya desaparecido? —preguntó Burwell—. Estará por algún sitio…
—No, Bur, no —replicó Sloan—. Cuando digo que ha desaparecido es que ha desaparecido. Si hubiera soplado un poco más de viento, diría que la diligencia voló hacia Sacramento; pero el aire apenas se notaba en el Paso de los Caballeros. He recorrido todo el camino y sé lo que digo. La diligencia no está. Ha desaparecido de la superficie de la tierra. No sé dónde está ni cómo ha podido llegar al sitio donde se encuentre. Y, además, han desaparecido dos hombres y cuatro caballos.
—Por lo tanto es imposible que hayan desaparecido —replicó Burwell.
—Pueden estar entre los árboles —dijo Rawlins.
—No hay ninguno lo bastante grueso para ocultar a un hombre derecho —replicó Sloan—. Y, mucho menos, a una diligencia.