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Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

La divina comedia (23 page)

que arriba está, al amor tal se apresura

corno a un lúcido cuerpo viene el rayo.

Tanto se da cuanto encuentra de ardor;

y al aumentarse así la caridad,

sobre ella crece la eterna virtud.

Y así cuanta más gente ama allá arriba,

hay allí más amor, y más se ama,

y unos y otros son como los espejos.

Y si lo que te digo no te sacia,

verás a Beatriz que plenamente

este o cualquier deseo ha de quitarte.

Procura pues que pronto se te extingan,

como han sido ya dos, las cinco heridas

que cicatrizan al estar contrito.»

Cuando decir quería: «Me aplacaste»,

me vi llegado al círculo de arriba,

y me hizo callar la vista ansiosa.

Allí me pareció en una visión

estática de súbito estar puesto,

y ver muchas personas en un templo;

y una mujer decía en los umbrales,

con dulce gesto maternal: «Oh hijo,

¿por qué has obrado esto con nosotros?

Tu padre y yo angustiados estuvimos

buscándote.» Y como ella se callara,

se me borró lo que veía antes.

Después me vino otra, con el agua

que en sus mejillas el dolor destila,

que un gran despecho hacia otros nos provoca

diciendo: «Si eres sir de la ciudad,

por cuyo nombre dioses contendieron,

y donde toda ciencia resplandece,

véngate de esos brazos atrevidos

que a mi hija abrazaron, Pisistrato.»

Y el Señor, que benigno parecía,

le respondía con templado rostro:

«¿Qué haremos a quien males nos desea,

si a aquellos que nos aman condenarnos?»

Luego vi gente ardiendo en fuego de ira,

a pedradas matando a un jovencito,

gritando: «Martiriza, martiriza»,

y al joven inclinarse, por la muerte

que le apesadumbraba, hacia la tierra,

mas sus ojos alzaba siempre al cielo,

pidiendo al alto Sir, en guerra tanta,

que perdonase a sus perseguidores,

con ese aspecto que a piedad nos mueve.

Cuando volvió mi alma hacia las cosas

que son, fuera de ella, verdaderas,

supe que mis errores no eran falsos.

Mi guía entonces, que me contemplaba

como a aquel que del sueño se despierta,

dijo: «¿Qué tienes que te tambaleas,

y has caminado más de media legua

con los ojos cerrados, dando tumbos,

a guisa de quien turban sueño o vino?»

«Oh dulce padre mío, si me escuchas

te contaré —le dije lo que he visto,

cuando las piernas me fueron tan flojas.»

Y él dijo: «Si cien máscaras tuvieses

sobre el rostro, cerrados no tendría

tus pensamientos, aun los más pequeños.

Es lo que viste para que no excuses

al agua de la paz abrir el pecho,

que de la eterna fuente se derrama.

No pregunté "qué tienes", como hiciera

quien mira, sin ver nada, con los ojos,

cuando desanimado el cuerpo yace;

mas pregunté para animar tus pasos

tal conviene avivar al perezoso,

que tardo emplea al despertar su tiempo.»

Por el ocaso andábamos, mirando

hasta donde alcanzaba nuestra vista

contra la luz radiante y vespertina.

Y vimos poco a poco una humareda

venir hacia nosotros, cual la noche;

ni un sitio había para resguardarnos:

el aire puro nos quitó y la vista.

CANTO XVI

Negror de infierno y de noche privada

de estrella alguna, bajo un pobre cielo,

hasta el sumo de nubes tenebroso,

tan denso velo no tendió en mi rostro

como aquel humo que nos envolvió,

y nunca sentí tan áspero pelo.

No podía siquiera abrir los ojos

por lo que, sabia y fiel, la escolta mía

vino hacia mí ofreciéndome su hombro.

Como el ciego que va tras de su guía

para que no se pierda ni tropiece

en obstáculo alguno, o tal vez muera,

andaba por el aire amargo y sucio,

escuchando a Virgilio aconsejarme:

«Ten cuidado y de mí no te separes».

Oía voces como que implorasen

la paz y la clemencia del Cordero

de Dios que borra todos los pecados.

Agnus Deí, era, pues, como empezaban

todos a un tiempo y en el mismo modo,

y en completa concordia parecían.

«Maestro, lo que oigo ¿son espíritus?»

le dije. Y él a mí: «Bien lo pensaste;

de la iracundia van soltando el nudo.»

«¿Quién eres tú que cortas nuestro humo,

y de nosotros hablas como si

aún midieses el tiempo por calendas?»

Esto por una voz fue preguntado;

«Contéstale —me dijo mi maestro—

y si hay subida por aquí pregunta.»

«Oh, criatura —le dije que te limpias

para volver hermosa a quien te hizo,

maravillas oirás si me acompañas.»

«Cuanto me es permitido he de seguirte;

y si vernos el humo no nos deja,

nos mantendrá cercanos el oírnos.»

Entonces comencé: «Con este rostro

que destruye la muerte, voy arriba,

y he llegado hasta aquí desde el infierno.

Y si Dios en su gracia me ha tomado,

tanto que quiere que su corte vea

de modo inusitado en estos tiempos,

no me ocultes quién fuiste antes de muerto;

dímelo, y dime si el camino es éste;

y tus palabras sean nuestra escolta.»

«Yo fui lombardo y Marco me llamaban;

del mundo supe, y amé esa virtud

a la que nadie tiende ya su arco.

Para subir camina siempre recto»

Me respondió y dijo luego: «Te pido

que por mí implores cuando estés arriba.»

«Por mi fe —yo le dije— te prometo

que haré lo que me pides; mas me estalla

dentro una duda, y tengo que aclararla.

Era antes simple y ahora se ha hecho doble

con tus palabras, que me dan certeza

de lo otro, con la cual las relaciono.

El mundo por completo está desierto

de cualquiera virtud, como tú dices,

y de maldad cubierto y agravado;

mas la razón te pido que me digas,

tal que la vea y que la enserle a otros;

que a la tierra o al cielo lo atribuyen.»

Un gran suspiro que acabó en un ¡ay!

lanzó primero; y luego dijo: «Herrnano,

el mundo es ciego, y tú de él has venido.

Cualquier causa achacáis los que estáis vivos

al cielo, igual que si moviese todas

las cosas él obligatoriamente.

Destruido sería así en vosotros

el libre arbitrio, y no sería justo

dar la alegría al bien, y al mal dar luto.

El cielo inicia vuestros movimientos;

no digo todos, mas aunque lo diga,

una luz para el bien o el mal os dieron,

Y libre voluntad; que si se cansa

en el primer combate contra el cielo,

luego lo vence si bien se sustenta.

A mayor fuerza y a mejor natura

libres estáis sujetos; y ella cría

vuestra mente, en que el cielo nada puede.

Y por esto, si el mundo os descamina,

la causa que buscáis está en vosotros:

y verdaderamente he de explicártelo:

De la mano de Aquél que la acaricia,

aun antes de existir, cual la muchacha

que llorando y riendo juguetea,

sale sencilla el alma y nada sabe,

salvo que, obra de un gozoso artista,

gustosa vuelve a aquello que la alegra.

Primero saborea el bien pequeño;

aquí se engaña y corre detrás de él,

si no tuerce su amor freno ni guía.

Y es necesario el freno de las leyes;

y es necesario un rey, que al menos vea

de la ciudad auténtica la torre.

Hay leyes, pero ¿quién las administra?

Nadie, pues su pastor acaso rumie,

mas no tiene partida la pezuña;

y la gente, que sabe que su guía

sólo tiende a aquel bien del que ella come,

pace de aquel, y no busca otra cosa.

Bien puedes ver que la mala conducta

es la razón que al mundo ha condenado,

y no vuestra natura corrompida.

Solía Roma, que hizo bueno el mundo,

tener dos soles que una y otra senda,

la humana y la divina, les mostraban.

Uno a otro apagó; y está la espada

junto al báculo; y una y otro unidos

forzosamente, marchan mal las cosas;

porque juntos no temen uno al otro:

Si no me crees, recuerda las espigas,

pues distingue las hierbas la simiente.

En la tierra que riegan Po y Adige,

valor y cortesía se encontraban,

antes de entrar en liza Federico.

Ahora puede cruzar sin miedo alguno

cualquiera que dejase, por vergüenza,

de acercarse a los buenos o de hablarlos.

Tres viejos hay aún con quien reprende

a la nueva la antigua edad, y tardo

Dios les parece en que con él les llame:

Corrado de Palazzo, el buen Gherardo,

y Guido de Castel, mejor llamado

el sencillo lombardo, a la francesa.

Puedes decir que la Iglesia de Roma,

por confundir en ella dos poderes

ella y su carga en el fango se ensucian.»

«Oh Marco mío —dije— bien hablaste;

y ahora discierno por qué de la herencia

los hijos de Leví privados fueron.

Más qué Gherardo es ése que, por sabio,

dices, quedó de aquella raza extinta

corno reproche del siglo salvaje?»

«Me engañan tus palabras o me tientan,

—me respondió— pues, hablando toscano,

del buen Gherardo nunca hayas oído.

Por ningún otro nombre le conozco,

si de Gaya, su hija, no lo saco.

Quedad con Dios, pues más no os acompaño

Ved el albor, que irradia por el humo

ya clareando; debo retirarme

(allí está el ángel) antes que me vea.»

De este modo se fue y no quiso oírme.

CANTO XVII

Acuérdate, lector, si es que en los Alpes

te sorprendió la niebla, y no veías

sino como los topos por la piel,

cómo, cuando los húmedos y espesos

vapores se dispersan ya, la esfera

del sol por ellos entra débilmente;

y tu imaginación será ligera

en alcanzar a ver cómo de nuevo

contemplé el sol, que estaba ya en su ocaso.

Mis pasos a los fieles del maestro

emparejando, fuera de tal nube

salí a los rayos muertos ya en lo bajo.

Oh fantasía que le sacas tantas

veces de sí, que el hombre nada advierte,

aunque suenen en torno mil trompetas,

¿si no son los sentidos, quién te mueve?

Una luz que en cielo se conforma,

por sí o por el Querer que aquí la empuja.

De la impiedad de aquella que se hizo

el ave que en cantar más nos deleita,

a mi imaginación vino la huella;

y entonces tanto se encerró mi mente

en si misma, que nada le llegaba

del exterior que recibir pudiese.

Luego llovió en mi fantasía uno

crucificado, fiero y desdeñoso

en su apariencia, y así se moría;

alrededor estaba el gran Asuero,

Ester su esposa, Mardoqueo el justo,

tan íntegro en sus obras y palabras.

Y como se rompiera aquella imagen

por ella misma, igual que una burbuja

a la que falta el agua que la hizo,

surgió de mi visión una muchacha

llorando, y dijo: «Oh reina, ¿por qué airada

te quisiste matar? Ahora estás muerta

por no querer perder a tu Lavinia;

¡Y me has perdido! soy la que lamento

antes, madre, los tuyos, que otros males.»

Como se rompe el sueño de repente

cuando hiere en los ojos la luz nueva,

que aún antes de morir roto se agita;

así mi imaginar cayó por tierra

en cuanto que una luz hirió en mis ojos,

mucho mayor de la que se acostumbra.

Yo me volví para mirar qué fuese,

cuando una voz me dijo: «Aquí se sube»,

que me apartó de otro cualquier intento;

y tan prestas las ganas se me hicieron

para mirar quién era el que me hablaba,

que no cejara hasta no contemplarlo.

Mas como al sol que ciega nuestra vista

y por sobrado vela su figura,

me faltaban así mis facultades.

«Es un divino espíritu que muestra

el camino de arriba sin pedirlo,

y él a sí mismo con su luz esconde.

Nos hace igual que un hombre hace consigo;

que quien se hace rogar, viendo un deseo,

su negativa con maldad prepara.

A tal invitación el paso unamos;

procuremos subir antes que venga

la noche y hasta el alba no se pueda.»

Así dijo mi guía, y yo con él

nos dirigimos hacia la escalera;

y cuando estuve en el primer peldaño,

sentí cerca de mí que un ala el rostro

me abanicaba y escuché: «Beati

pacifici, que están sin mala ira.»

Estaban ya tan altos los postreros

rayos de los que va detrás la noche,

que en torno aparecían las estrellas.

«¡Oh, por qué me abandonas, valor mío!»

—decía para mí, porque sentía

la fuerza de las piernas flaqueartne.

Ya donde más no subía llegamos

la escalera, y allí nos detuvimos,

como la nave que ha llegado al puerto.

Puse atención un poco, por si oía

alguna cosa en este nuevo círculo;

luego al maestro me volví y le dije:

«Mi dulce padre, dime, ¿qué pecado

se purga en este círculo? Si quedos

están los pies, no lo estén las palabras.»

Y él me dijo: «El amor del bien, escaso

de sus deberes, aquí se repara;

aquí se arregla el remo perezoso.

Y para que lo entiendas aún más claro,

vuelve hacia mí la mente, y sacarás

algún buen fruto de nuestra dernora.»

Ni el Creador ni la criatura, nunca

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