La esclava de azul (30 page)

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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

—Te llevaré a casa en mi biga —ofrecí en tono conciliador—. No te conviene andar por la calle con ese resfriado —omito la expresión con que replicó, totalmente inadecuada a su edad y sexo. Baste decir que hubiera hecho desmayarse a Catón el censor. Tras lo cual me dio la espalda, con un airoso vuelo de su peplo, y empezó a alejarse hacia la puerta Querquetulana. A punto de doblar la esquina se volvió:

—Todo ha sido por Baiasca, ¿verdad? —planteó—. No me puedes perdonar que contribuyera a alejarla —no se me había ocurrido, pero constituía una excusa excelente. Marcia se mordió los labios ante mi gesto afirmativo—. Intentaba que aprendieses a discurrir por ti solo. Pero ni Minerva podría conseguirlo de un adoquín como tú —y sin aguardar respuesta se perdió velozmente por la calle transversal.

No puede decirse que quien subió al pescante y empuñó las bridas fuese un exquiriente animoso, pletórico de optimismo ante la fase final de sus investigaciones. Dos ayudantes perdidas en dos días suponían sin duda una marca negativa en los anales de la profesión, especialmente lastimosa si se consideraba que la suma de ambas, con sus cualidades y sus defectillos, habría dado lugar a la auxiliar perfecta del investigador. Para aumentar mi zozobra una voz interior me reprochaba, con duras palabras, que en la despedida de Marcia mi desconocimiento de la psicología femenina había alcanzado el nivel de la agnosia.

Traté de concentrarme en mis recientes descubrimientos, mientras los caballos trotaban hacia la vía Nomentana. Por el momento podía considerarse probada la culpabilidad de Livisa y Laurencio, vengadores de consuno de la infamia de Noviodunum. Era obvio que el actor había encargado la estatua en Creta, con su revestimiento de yeso, mientras que la viuda había preparado el terreno para su colocación en el dormitorio. Elio Manlio había colaborado a su propia perdición, persuadido por su cónyuge, contratando a la compañía de Laurencio para su fiesta de cumpleaños.

El actor, oculto entre bastidores durante la representación, había tenido tiempo sobrado de acceder a la alcoba, con el duplicado de la llave que le procuró su aliada, y lijar la capa de yeso hasta hacer surgir la amenazadora efigie de Némesis. Manchó profusamente las paredes de sangre, que sin duda llevaba en algún odre, recogió los restos de polvo y abrió la ventana para ventilar la habitación.

En este punto, momentos antes de la muerte de Elio Manlio, la trama empezaba a espesárseme. Y de pronto, como un arco iris que irrumpe entre los nimbos, surgió la explicación perfecta. Laurencio estaba en la habitación, oculto tras la puerta. La dramática actitud de Livisa, sollozando de rodillas sobre el cadáver, había captado la atención general, impidiendo que nadie reparase en él durante un instante, el suficiente para que se mezclase entre los espectadores y uniese su modulado acento profesional al espantado coro del drama.

Detuve la biga frente a la verja que rodeaba el jardín de Elio Manlio. Cocleo transitaba por las proximidades de su puerta, entre porteros y mastines. Mi presencia no le produjo el menor extremo de gozo.

—Mitis y Livisa no están en la casa —anunció, sin abrir la cancela—. Y no creo que Marco Manlio esté de humor para recibirte —la noticia suponía un pequeño contratiempo.

—También quería hablar contigo —el liberto se acomodó al otro lado de los barrotes en actitud de oyente. Discurrí el método de sonsacarle la información sin dar demasiadas pistas, adopté un gesto de preocupación y susurré—: La investigación progresa por mal camino para ti —Cocleo fijó en mí uno de sus ojos.

—¿De qué estás hablando? —se sorprendió.

—He interrogado, uno por uno, a todos los que subieron por las escaleras tras oír el grito de Elio Manlio. Nadie recuerda haberte visto —mi interlocutor se encogió de hombros.

—La escena fue muy rápida —explicó—. Todo el mundo se levantó de su asiento y corrió hacia el dormitorio de mi señor y hubo una cierta confusión por las escaleras. Pero hay como mínimo tres personas que pueden atestiguar mi presencia. Manlio Turmo, que me apartó de un codazo para que no manchase su clámide nueva; Mitis, a quien di la mano para que no cayera tras un tropezón; y el jefe de los actores, que me sacudió por los hombros, mientras Livisa buscaba la llave del dormitorio, preguntándome si no tenía un duplicado.

—¿Laurencio? —precisé, con la decepción que cabe imaginar.

—Creo que así se llama.

—Abre la puerta de todas formas —le conminé. No debía descartar la posibilidad de que el bisojo mintiera interesadamente, tal vez sobornado por los culpables conforme a sus antecedentes de corruptibilidad. He de hacer la misma pregunta a Marco Manlio —Codeo sonrió aviesamente.

—Un hombre que acaba de perder cien talentos no suele estar de humor para estas nimiedades. Lo más probable es que decida soltarte los perros.

—¿Dónde ha perdido ese dinero?

—El ateniense que le ganó la apuesta en el hipódromo ha venido a jugar la revancha con los dados. Se acaba de marchar, tras multiplicar por cinco sus ganancias, y Marco Manlio vaga por la villa pidiendo venganza a la diosa Némesis —narró Cocleo. La mención de mi misterioso compatriota me sobresaltó.

—¿El ateniense? ¿Ya se ha ido?

—Terminaba de despedirle cuando has llegado. Por allí va todavía, junto al templo de Quirino —me volví hacia el punto indicado. El cuidado peinado de Mopso destacaba entre las cabezas de los transeúntes.

—Cuídame la biga —ordené a Cocleo—. Esta vez no se me escapará —y ante los atónitos —y erráticos— ojos del liberto me lancé a toda la velocidad de mis piernas hacia las escalinatas del templo.

Admito que, en pleno frenesí de mi carrera, seguía siendo para mí una incógnita qué haría con el poeta tras darle alcance. Obviando el hecho de que medía más que yo, con una anchura de hombros muy respetable, Mopso no había cometido ningún delito y mi conducta derribándole al suelo y asiéndole por el cuello habría producido cierta perplejidad entre los viandantes. Mi único proyecto claro era, no obstante, el de no desperdiciar aquella oportunidad de ajustar cuentas con quien me espió en la taberna del Foro, trató después de sonsacar a Baiasca, acababa de arruinar a Marco Manlio y osaba presentarse en mi casa, en plena noche, haciéndose pasar por mi hermano.

Estaría a unos cincuenta pasos cuando volvió la cabeza y al punto aceleró la marcha hasta doblar por una calleja transversal, a la que abrían las ventanas de la hostería del templo. Me deslicé a codazos entre los visitantes que se agolpaban en su puerta y accedí a una plazoleta desierta, de la que salían otras tres vías.

Me detuve y resoplé desorientado. Elegí al azar la situada a la derecha y reanudé la carrera. A la segunda zancada choqué frontalmente con una sólida y harapienta figura, adornada, según pude comprobar al tiempo que musitaba una disculpa, por unas espantables barbas pelirrojas. La calle enfilaba en línea recta diez o doce manzanas, sin rastro alguno del fugitivo.

—No está bien atropellar a un ciego —protestó Odiseo, reincidiendo en su detestable costumbre de palpar la cara del interlocutor—. ¡El exquiriente ateniense! —se asombró—. ¿Qué haces tan lejos del Janículo?

—Perseguía a un sospechoso —expliqué—. Pero temo que se me ha vuelto a escapar —el mendigo apoyó su zarpa en mi hombro.

—Esta es una mañana triste para los dos —comentó— .Tú has perdido a tu sospechoso, yo he perdido a una amiga.

—Lo siento mucho —manifesté, antes de comprender que se refería a Baiasca.

—Sentémonos en las escaleras del templo —propuso Odiseo, con su incurable acento tracio—. Quiero que me cuentes quién se la ha llevado y qué destino le aguarda —iba a decirle que tenía otras ocupaciones más urgentes, pero me contuve. El hombre parecía sinceramente afectado y no era humano negarle el consuelo. De modo que le serví de gula hasta la escalinata y nos acomodamos en uno de sus rellanos—. En la factoría de Tóculo me dijeron que la había comprado un sirio —expuso.

—Embarca hoy mismo hacia Antioquía —amplié—. Pero no debes preocuparte por ella. Su amo la va a destinar a una ocupación muy respetable y sus compañeras, las mujeres-serpiente, son unas artistas extraordinarias —el rostro del tracio se ensombreció aún más.

—¿Qué es una mujer-serpiente? —indagó.

—Las bailarinas del sirio se visten de culebras para actuar.

—¿Con muchas escamas?

—Por lo que vi anoche debían de encontrarse en la época de la muda —admití de mala gana.

—¡Cómo me habría gustado despedirme de ella! —suspiró el mendigo—. Baiasca significaba mucho para mí —traté de animarle.

—Tal vez estés a tiempo de hacerlo —comuniqué—. Antes de emprender viaje el sirio debía visitar a una sobrina. Es posible que el resto de la expedición aguarde todavía en casa de Cornelio Balbo.

—¿La misma sobrina que te encargó localizar, a cambio de medio talento? —preguntó el tracio. Hasta ese momento había profesado una admiración sin límites a la discreción de Baiasca. Empezaba a comprobar que también ella podía hablar más de la cuenta.

—No me pagó el medio talento —aclaré, antes de que el mendigo pidiese una participación—. Cuando le encontré en la factoría de Tóculo dijo que ya no necesitaba mi información.

—Es extraño —señaló el pelirrojo. Iba a decirle que, aún sin contar con Baiasca y Marcia, podía pasar muy bien sin comentarle mis problemas, pero él se anticipó—: ¿Qué más dijo?

—Habló de un tal Zohak, que por lo visto había de encargarse de su sobrina.

—Debo saber las palabras exactas —reclamó el mendigo, con cierta brusquedad. Le dirigí una mirada ofendida antes de recordar que no podía verme.

—Dijo: «Nuestro dios guarda bien sus secretos» —Odiseo se incorporó de un brinco.

—¿Dónde tienes tu biga? —planteó, sin vestigio alguno de acento tracio.

—En la villa de Elio Manlio —contesté—. Pero... —el hombre se había despojado de la venda que cubría uno de sus ojos y se estaba arrancando la costra rojiza del otro.

—Vamos al templo de Ishtar —urgió—. No hay que perder ni un instante —temo que mi expresión resultase indigna de un exquiriente astuto. Parpadeé dos o tres veces y pregunté:

—¿Quién eres tú exactamente? —hizo un ademán de impaciencia antes de responder:

—¿Quién voy a ser, hombre? Tu tío Alcímenes.

Fue una suerte que la noticia me sorprendiera sentado en las escaleras. Caer hacia atrás a plomo podía haber sido una reacción muy humana, pero no una manera digna de celebrar aquel reencuentro familiar.

La necesidad de una explicación era más acuciante que nunca. Pero no resultaba fácil reclamarla de quien galopaba como un gamo hacia la verja de Elio Manlio, esquivando a los transeúntes con el estilo de un jugador de harpástum. Pese a la diferencia de edad y mis esfuerzos por darle caza, cuando llegué junto a la biga ya mi tío estaba subido a su pescante y empuñaba las riendas con mano firme.

—Agárrate fuerte —fue su única recomendación. Y al momento la tralla chasqueó y los caballos dieron un brinco hacia adelante, como si les hubiesen dado la salida en los Ludi Magni.

Hasta aquel instante y salvo el desagradable incidente de las hojas de parra me habían parecido dos animales pacíficos y más bien cachazudos, sumamente conscientes de su cercana edad de retiro. Allí estaban sin embargo, bajo la conducción de mi tío, sacudiendo sus ancas como si, transportados a años más felices, persiguiesen alegremente a algún desventurado teutón por las riberas del Elba. Me así como pude mientras Alcímenes, sorteando literas, carromatos y palanquines, daba su primera lección práctica sobre el comportamiento de un exquiriente con prisas, reduciendo mis experiencias con Antonio a poco más que un paseo en el carro del lechero.

Irrumpimos como un tornado en el corazón del Celio, dejando a nuestras espaldas una estela de frenazos y maldiciones. Los caballos pararon en seco a la puerta del templo de Ishtar y mi tío, sin aguardar a que el vehículo se detuviera, saltó atléticamente del pescante.

Entramos en el jardincito de Proelia. En esta ocasión el sonriente esclavo Marcelo no acudió a recibirnos. La puerta de la cripta estaba abierta.

—¡Por aquí! —conminó mi tío. Dimos otras diez zancadas y nos asomamos al interior del templo.

La estatua de Ishtar, hierática y misteriosa, seguía dominando el recinto. A sus pies crepitaban los rescoldos del brasero mágico. La estantería había sido volcada y los útiles de trabajo de la hechicera, incluido el enigmático frasco del líquido verde, habían rodado por el suelo. Marcelo yacía entre sus fragmentos, dibujando su sonrisa de mofletudo sobre una herida escalofriante, que le rebanaba el cuello de oreja a oreja.

Alcímenes completó un minucioso recorrido por la cripta. Al fin se detuvo y dictaminó:

—Excelente. Excelente —repitió. Parecía de un humor inmejorable.

—No veo qué es excelente —protesté.

—Temía que hubiesen sacrificado a Proelia aquí mismo. Por fortuna han preferido llevarla prisionera a Siria y ahora podremos contar con ella como testigo de cargo contra Tóculo.

—¿Quién se la ha llevado?

—El dios Zohak. O más bien sus representantes en el Lacio, es decir, el sirio y sus mujeres-serpiente.

—No comprendo.

—Los griegos conocemos al dedillo la biografía de nuestros dioses y héroes, pero a veces nos convendría estudiar algo sobre religiones extranjeras. Zohak es una antiquísima divinidad de origen persa, muy poco simpática por cierto, a la que todavía se adora en algunos templos de Oriente. Su emblema son las serpientes, que según la leyenda nacen continuamente de sus hombros, y se alimenta de cerebros humanos. Cabe suponer que el pretendido sirio es uno de los ministros de su culto, las bailarinas de que me hablabas sus sacerdotisas y que su danza forma parte de las ceremonias previas a la extracción del cerebro de la víctima.

—¿Qué hacen en Roma?

—Aprovechando la gira, ganan buenos talentos con sus actuaciones y compran esclavas nuevas, como Baiasca, para renovar su elenco. Pero aseguraría que la finalidad principal del viaje era localizar a Proelia.

—¿Para qué?

—Para darle muerte, con toda probabilidad mediante un suplicio terrible, por el gravísimo pecado de desertar del templo de Zohak, en el que ejercía de vidente, y huir con un extranjero.

—Según el sirio sólo trataba de comunicarle la muerte de su madre —opuse. Alcímenes señaló el cadáver de Marcelo.

—Tiene un curioso estilo de dar el pésame —comentó—. A título de consuelo debo confesarte que, sin más guía que las explicaciones de Baiasca, también yo di por buena la historia de la estatuilla de la madre agonizante. Sólo cuando has hablado de Zohak lo he visto todo claro —pese a las muchas y graves cuestiones pendientes con mi tío, la mención de Baiasca me produjo un sobresalto de alarma.

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