La esclava de azul (26 page)

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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

—Prefiero ser azotada antes que incinerada —aseguró.

—Toda la culpa es mía —reconocí— por hacerte salir del lagar. Era prácticamente imposible que consiguieses una copia de la tablilla.

—Copié la tablilla —anunció la cémpsica—. Con la uña, en cinco hojas de parra mientras limpiaba el despacho de Tóculo. Contiene restas y divisiones.

—¿Con qué unidad?

—La cifra inicial es de cincuenta talentos.

—¡Es la prueba! —exclamé jubiloso— ¿Dónde escondiste esas hojas? —Baiasca bajó de nuevo la vista hacia un punto de su túnica, coincidente con el extremo del esternón.

—No sabía que me iban a atar —justificó. Me rasqué la nuca, algo confundido por la situación.

—Supongo que no tendré más remedio que cogerla —planteé. La cémpsica no contestó, pero me pareció que había enrojecido levemente. Y en ese momento llegó desde el exterior la voz de Tóculo, en animada conversación con un incógnito acompañante.

Cualquier hombre en mi situación habría oscilado entre dos apetencias contrapuestas: la de acometer gallardamente, en defensa de Baiasca, a Tóculo y a su tropel de matones a sueldo, al estilo de Teseo, Jasón y demás héroes de mi tierra, y la de escapar a toda velocidad por la tentadora puerta trasera del establo. Ocultarse entre las vacas y aguardar acontecimientos resultaba una vía intermedia, no tan épica como la primera pero por el momento mucho más práctica.

El esclavo en jefe abrió la puerta y dejó pasar a su amo. Y tras Tóculo, ante mi sorpresa, surgió la multicolor sinfonía de los pendientes dorados, las barbas negras y los ropajes encarnados de mi amigo el sirio, que respondía a su anfitrión:

—Esta noche estaré ocupado, pero mañana Zohak ajustará cuentas con ella. Y puedes estar tranquilo; nuestro dios guarda bien sus secretos.

No puedo negar que le miré con cierto agrado. No respondía en absoluto a mi ideal humano, pero cuando se aguarda al verdugo, con su látigo de nueve colas, o a un asesino profesional armado con un puñal curvo, el nivel de exigencia se atenúa considerablemente. Tóculo preguntó:

—¿Es ésta la esclava que buscabas? —su visitante dio una vuelta entera en torno a Baiasca, que había vuelto a mirar al suelo.

—La misma que viste y, según veo, no calza —respondió el sirio, llevando su bastón a los tobillos de la cémpsica. Con su contera plateada le obligó a levantar alternativamente los dos pies y a continuación la barbilla, repitiendo con bastante menos delicadeza mi acción anterior. Cerré el puño en un gesto reflejo, ante la indiferencia de la vaca que me cobijaba. El barbudo concluyó su examen y dictaminó—: No parece muy bien conservada.

—¡Nada de eso! —se apresuró a intervenir Tóculo—. Sólo necesita un pequeño descanso.

—Quítale esas cadenas —Tóculo chasqueó los dedos y su esclavo en jefe abrió los grilletes. Baiasca bajó los brazos y contuvo un suspiro de alivio— ¡Mira cómo le has dejado las muñecas! —recalcó el oriental—. Acabas de desvalorizarla en un talento como mínimo.

—Con un poco de ungüento no quedará la menor señal —se defendió el usurero—. Además, siempre puedes ponerle pulseras para bailar.

—De todas formas —dijo el sirio— me la quedo. Estoy seguro de que con unas cuantas lecciones y el trato adecuado será una de las estrellas de mi conjunto —estas palabras obraron en mí como un resorte. Que Baiasca fuera flagelada me parecía muy mal, que el asesino la pretendiera trocear peor todavía, pero que aquel montón de grasa y pelos intentase llevársela a Antioquía superaba el límite de lo tolerable.

—¡Un momento! —exclamé, todavía parcialmente oculto por la vaca. Los tres hombres se volvieron hacia el rumiante con la sorpresa imaginable— Baiasca es mi esclava y Tóculo solamente la tiene en prenda —continué, avanzando entre los animales como si aquél fuese el recorrido de mi paseo diario—. No puede venderla.

—¡El exquiriente! —se pasmó el sirio—. Verdaderamente, la gente de su profesión aparece en los lugares más imprevisibles.

—¿Qué hace aquí ese sujeto? —bramó Tóculo, mientras el esclavo echaba mano al arma oculta en su cinto. Empezaba a dudar si mi airada reacción había sido algo intempestiva cuando el barbudo planteó:

—¿Es cierto lo que dice? —comprendí que, aparte de sus defectos, aquel hombre era un neutral, cuya mágica presencia obligaría a Tóculo a refrenar sus instintos de hematófago.

—Es totalmente falso —respondió el usurero, sacando un pergamino encintado de su faltriquera—. Aquí tengo la orden del pretor autorizando la enajenación, a condición de que el precio sea descontado de la deuda del difunto Alcímenes. Dame los cinco talentos y la esclava es tuya —la cifra me dejó boquiabierto.

—¿Cinco talentos? —me asombré— ¿Por una esclava?

—Ya te dije que para mi conjunto de baile no compro baratijas —explicó el oriental. Recordé la recompensa ofrecida por César.

—Yo te pagaré ese precio —propuse a Tóculo—. Sólo debes esperar a que cierta persona regrese a la ciudad.

—Muy interesante —saboreó el detestable crisódulo—. Tráeme los talentos en cuanto los cobres. Con los cinco que recibo por tu esclava, ya sólo me deberás quince —el cálculo era lo bastante exacto, matemática y legalmente, como para que mi ira se desinflase súbitamente. Hice un gesto resignado en dirección a Baiasca, mientras el sirio entregaba las piezas de oro.

—¿Y el acto de mancipado? —preguntó.

—No es necesario ese formulismo. Va contenido en la orden del pretor —por la expresión del asiático resultó evidente que sabía de derecho civil romano lo mismo que yo. El usurero volvió a hacer una seña y su esclavo en jefe se alejó hacia el patio, conduciendo a la cémpsica por el codo—. Y ahora —continuó nuestro anfitrión— concluidos nuestros fructíferos tratos, te rogaría que me dejases a solas con Diomedes. Tenemos muchas cuestiones que discutir —me pegué al barbudo, decidido a no ser separado de él sino por una intervención quirúrgica.

—Acompañaré a nuestro amigo hasta Roma —informé—. Los dos vamos a la fiesta de Cornelio Balbo y a estas horas del atardecer es peligroso viajar solo por los arrabales.

—Me parece muy bien —apoyó el sirio—. Verás cómo te entusiasman mis bailarinas. Comprenderás que a tu ex-esclava le aguarda un magnífico porvenir —echamos a andar hacia su biga, cogidos del brazo como dos camaradas de centuria. Tóculo nos seguía con gesto compungido, a semejanza del lobo que ve alejarse el cordero. Creí oportuno introducir nuevos temas de contacto.

—Por otro lado, también tú y yo tenemos negocios pendientes. He encontrado a tu sobrina —por alguna extraña razón, la noticia provocó en el hombre la imitación de un rebuzno.

—¿Mi sobrina? ¿A estas horas? —se pasmó, reincidiendo en su carcajada. Tóculo participaba de su hilaridad, afeando con una sonrisa su habitual expresión de perro de presa.

—No comprendo —protesté, picado en mi amor propio.

—Para cobrar las tarifas que tú exiges hay que ser mucho más rápido —fue toda la respuesta del barbudo—. Cuando vuelvas a ver a mi sobrina dale recuerdos de mi parte.

El carro del sirio aguardaba en medio del patio. Baiasca estaba de pie tras él, con las muñecas atadas por una correa a su barra trasera. Su comprador dibujó un ademán de impaciencia.

—¿Pero es que creen que me la voy a llevar andando hasta Roma? —se indignó—. Explica a esos estúpidos que mis bailarinas trabajan con los pies. Si tardo dos días más en encontrarla no me habría servido ni para tocar el sistro —sus palabras me recordaron un enigma pendiente.

—¿Cómo has dado con su paradero? —me interesé, mientras los siervos aupaban a Baiasca sobre el vehículo y enrollaban la correa en torno al madero.

—Esta mañana he preguntado por ella en tu consultorio y tu otra ayudante me lo explicó. ¿Dónde está tu carro? —tardé unos instantes en contestar, anonadado por la ligereza de Marcia.

—Detrás de aquellos árboles —respondí.

—Uno de mis caballos cojea levemente, de modo que me alcanzarás por el camino.

—Te acompañaré al pescante hasta mi biga —ofrecí. Mis planes para el futuro abarcaban muchas posibilidades, pero no la de quedarme solo en aquella factoría.

—Como quieras —asintió el barbudo, un tanto perplejo ante mi sociabilidad.

Y así, poco después, mi vehículo rodaba tranquilamente tras el del sirio y su presa, sin que sicario alguno hubiese perturbado la paz rural del crepúsculo ni la hondura de mis meditaciones, sorprendentemente ajenas a Tóculo y sus secuaces.

Por lo que se refiere a Baiasca, que bailase en Antioquía constituía un mal menor, considerando lo cerca que había estado de remar en la laguna Estigia. No obstante, me resultaba más amargo de lo previsible perder a una esclava de sus características, seguramente la mejor ayudante que encontraría en mi recién comenzada carrera. Traté de consolarme pensando que el Mare Nostrum apenas si es para un buen griego poco más que un charco salado y que en las muchas vueltas que da la vida terminaríamos por encontrarnos otra vez, pero la verdad es que no lo conseguí más que a medias.

En cuanto a Marcia, su candidez al revelar al sirio lo que yo había callado en su presencia merecía, sin duda alguna, un enérgico tirón de orejas. Había otra posibilidad y era que, movida por algún indescifrable designio de la mente femenina, no hubiese actuado tan inocentemente. De un modo u otro, en la mañana siguiente charlaríamos largo y tendido sobre el tema.

Por el momento la cémpsica se bamboleaba con los traqueteos del carro del sirio, de espaldas al sentido de la marcha, con la vista prendida en la testuz de uno de los caballos de mi tiro. Le guiñé un ojo dos o tres veces, tratando de animarla, pero creo que ni siquiera se dio cuenta.

Tras una de las curvas surgieron los harapos de Odiseo, que se metió en la cuneta para no ser arrollado. Baiasca salió de su ensimismamiento y miró fijamente hacia sus ojos vacuos, pero no llegó a decirle nada y el hombre, apoyado en el bastón nudoso, continuó su camino hacia la factoría de Tóculo.

La carretera serpenteaba por las pendientes del Janículo, mientras el sol poniente teñía de rojo la cima chata de la colina. La cémpsica sonrió por primera vez, como si acabase de reparar en mi presencia, miró hacia el lugar que ocupaba la copia de la tablilla y abrió sus manos, atadas a la barra transversal, pidiendo paciencia. Respondí girando un dedo en el aire, en señal de que ya hablaríamos en la villa de Cornelio Balbo.

Dos siervos uniformados abrieron la verja de un suntuoso jardín, a cuyo lado el del difunto Elio Manlio resultaba poco más que un huerto de coles, y avanzamos por un laberinto de parterres floridos, fuentes acadias y setos recortados. Mis caballos olisquearon el cuidado césped que rodeaba los arriates, recordándome que, absorto en mis investigaciones, no les había dado de comer desde la tarde anterior. Detuve su marcha para dejar pasar a un carruaje en sentido contrario y, sin aguardar al toque de fajina, se lanzaron a mordisquear los tallos tiernos. Sin duda su disciplina militar empezaba a relajarse tras tantos días de permiso.

Seguí el carro del sirio hasta el patio situado frente a las cuadras, en un lateral de la helénica edificación. Más de cincuenta literas se alineaban sobre el empedrado, bajo la vigilancia de sus porteadores. El oriental desanudó la correa de Baiasca del madero y ayudó a descender a la cémpsica. Ésta llevó sus manos al escote de la túnica y fingió estirarlo hacia su cuello. Tras lo cual se dejó conducir hacia las dependencias del servicio. Pasó junto a mi biga sin mirarme y, bajando los brazos hacia el suelo, dejó caer las hojas de parra y las pisó disimuladamente.

Me apresuré a saltar del pescante para recogerlas. Un esclavo de aspecto tímido se interpuso entre el tesoro y yo.

—¿Eres el tragafuegos? —fue su desconcertante pregunta. Lo negué muy convencido.

—Me daría ardor de estómago —aseguré.

—¿Qué sabes hacer? —el tema me pareció algo genérico.

—Explícame qué quieres que haga y te diré si está a mi alcance —ofrecí con cierta impaciencia. A través de las pantorrillas del hombre vislumbraba los pámpanos doblados y empezaba a temer que una ráfaga de viento los alejara. El esclavo se rascó la nuca.

—¿No eres una de las atracciones de la fiesta?

—Mis pretensiones son mucho más modestas. Solamente soy uno de los invitados —el siervo se mostró consternado por su error.

—Discúlpame —solicitó con la cabeza gacha—. Como he visto que eras forastero... —apenas si atendí sus explicaciones, absorto en el aterrador espectáculo que acababa de descubrir a sus espaldas.

—¡Maldito animal! —mascullé, haciéndole a un lado. El hombre aumentó su encogimiento.

—Ya te he dicho que lo siento —tartamudeó, mientras yo me abalanzaba sobre el caballo de la izquierda. La dañina bestia ingería en aquellos momentos, con evidente fruición, la última de las hojas de parra. Introduje la mano entre sus belfos y, a costa de ser babeado por el cuadrúpedo, conseguí rescatar un diminuto fragmento. Era todo lo que quedaba de mi prueba decisiva.

El esclavo reanudó el interrogatorio, indiferente ante mi congoja.

—¿El filósofo epicúreo? —tanteó.

—Soy el exquiriente, al menos en estos momentos —respondí—. Aunque, además de matar a un caballo, estoy a punto de cambiar de oficio.

—Sígueme. La mayoría de los invitados está ya en el comedor.

Extendí en mi palma los restos del pámpano. Sobre su superficie verde, trazado por la fina uña de Baiasca, se leía: «Oca exq. ath. —"occisor exquirientis atheniense", según todos los indicios— cien denarios». Le precedía un tres subrayado, indicativo sin duda de que Baiasca, con su innato sentido del orden, había numerado las hojas antes de guardarlas. No supe qué resultaba más desolador, si la inutilidad de sus esfuerzos o lo barato que aquel repugnante tacaño había contratado mi muerte.

Seguí al criado hasta el comedor de Cornelio Balbo. Era una amplia estancia adornada con mosaicos, entre cuyas piedras coloreadas centauros, sátiros, faunos y silenos corrían tras un ejército de náyades, nereidas y oreadas con las poco edificantes intenciones que cabe suponer. Los invitados se recostaban en los triclinios, unas tumbonas de tres plazas anchas y alargadas, en una postura que resultaba casi acrobática para el sencillo acto de comer. A su alrededor iba y venía la servidumbre, en un continuo trasiego de bandejas, repletas de manjares insólitos en su forma y color, y de copas doradas. Un efebo tristón pulsaba un salterio en el centro de la sala y varios jóvenes patricios, rápidamente ambientados en el bullicio de la fiesta, iniciaban su lapidación con cáscaras de almejas.

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