La esclava de azul (21 page)

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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

Tras un nuevo trayecto de larga distancia, bordeando el Tíber durante un buen tramo, detuve el carro frente al circo Flaminio a espaldas del todavía inconcluso pórtico de Pompeyo. Confié los caballos a un vigilante y ayudé a descender a Baiasca, que con el pelo recogido, el peplo blanco de Marcia y sus sandalias había adquirido cierto aspecto —que ni a ella ni a mí nos acababa de convencer— de ciudadana romana.

Al contemplar las inmensas gradas, casi despobladas en aquellos momentos, no pude evitar un silbido admirativo.

—No es nada comparado con el circo Máximo —comentó la cémpsica—. En los Ludi Magni han llegado a juntarse cuatrocientas mil personas. Por cierto, empiezan pasado mañana.

—¿Has estado alguna vez?

—Acompañé a Alcímenes algún año. Él iba siempre y acostumbraba a ganar en las apuestas. Entendía de casi todo, pero los caballos eran su verdadera especialidad. Nada más verlos galopar adivinaba qué tiro ganaría.

—Allí está Marco Manlio —le corté, señalando hacia un grupo de patricios, sentados en la tribuna sobre las caballerizas. Aunque fuera difícil precisar la causa, la admiración de Baiasca hacia mi tío me resultaba más irritante que halagadora. En una de las gradas cercanas se distinguía la rechoncha silueta de Cocleo—. Y por aquí ronda su esclavo, convenientemente alejado del amo. Voy a aprovechar esta oportunidad.

La cémpsica hizo un gesto afirmativo y buscó asiento a la sombra de la tribuna. Pensé que tras las experiencias con Marcia resultaba tranquilizador contar con una ayudante de quien uno podía desentenderse por un rato, con la seguridad de que no la vería correr por la arena al pescante de una cuadriga.

Codeo no experimentó sorpresa alguna al verme llegar y acodarme a su lado sobre la barandilla.

—¿Qué tal va el festival? —pregunté.

—Terminó hace dos horas —respondió el bisojo—. Este es el entrenamiento de las cuadrigas que participarán en los Ludi Magni.

—Un hombre polifacético —elogié—. Experto en finanzas, en teatro, en carreras de caballo... Mucha gente querría tener un esclavo como tú —Codeo levantó la vista hacia mí, lo que dada su estatura constituía su forma habitual de mirar a alguien.

—Liberto —me corrigió—. He sido manumitido esta mañana. Y no sé a qué te refieres con lo del teatro. No entiendo una palabra de arte.

—Es curioso. Alguien me dijo que eras un gran aficionado y que habías asesorado a tu amo en la elección de la obra para celebrar su cumpleaños —Codeo bizqueó un poco más de lo que solía antes de sorprenderse:

—¿Yo? Si antes de aquella noche alguien me hubiera preguntado qué son las Euménides habría contestado que una marca de aceitunas áticas.

—¿Quién seleccionó entonces la tragedia?

—No lo sé. Sólo puedo decirte que nada más empezar la representación, cuando el corifeo anuncia la muerte de la reina y su amante, mi amo se volvió hacía mí y preguntó: «¿Pero quién ha elegido esta tontería? Yo quería algo alegre».

—Así pues, eres lego en teatro.

—Por completo.

—Hay quien dice que también en finanzas —el hombre sonrió con cierto cinismo.

—Mis cuentas han sido íntegramente aprobadas por el heredero.

—Según algunos, obrando en interés propio.

—Espero que Turmo y Livisa te hayan contado la historia entera. Sólo se trataba de pequeños anticipos con los que, como esclavo fiel, intentaba suplir el escaso amor paternal de mi amo, en interés del honor de la familia Manlia.

—Muy ejemplar. Pero no sé si a Elio le habría entusiasmado tu iniciativa. Si el día del crimen hubiese descubierto el fraude, o estuviese a punto de hacerlo, no hay duda de que la intervención de Némesis habría sido muy oportuna para ti.

—Pensaba que un exquiriente acreditado no se dejaría llevar tan fácilmente hacia una pista falsa —aseguró Codeo—. Ya que hablas de Némesis, ¿te has parado a meditar sobre la identidad con la que entró en la villa?

—¿Venus Afrodita? —planteé.

—La diosa del amor. Pero traía consigo la desgracia para Elio Manlio. ¿Me comprendes?

—¿Tiene que ver con los pichones y la paloma? —recordé. El liberto hizo un gesto de asentimiento—. ¿Hablas de Turmo y Livisa?

—Mi amo y su segunda esposa se llevaban muchos años. Demasiados para una feliz convivencia conyugal. Él estaba cansado, enfermo y roído por los remordimientos. Ella es una joven llena de vida. Y para empeorar las cosas media un sobrino de su edad, guapo y vestido a la última moda de Atenas, que desde su misma llegada la corteja del modo más descarado. ¿No parece evidente que sobra alguien en este terceto?

—En mis visitas a la villa he advertido cierta galantería en Turmo. Pero Livisa no le ha correspondido en absoluto.

—Ésa es la imagen que ha dado siempre. Pero las mujeres saben fingir muy bien en esos temas. No me extrañaría saber que Turmo y ella habían sido amantes antes incluso de la boda con Elio Manlio.

—¿Por qué?

—Mi amo me mandó hacer algunas indagaciones con la servidumbre de los Cornelios. Pese a la diferencia entre ambos, Livisa era un poco mayor para la edad en que se suelen casar las patricias y Elio temía que padeciera algún defecto que hubiese impedido su matrimonio. Los criados me hablaron de un misterioso pretendiente, del que nadie supo jamás nombre ni condición, pero por cuya causa Livisa rehusó durante varios años todas las ofertas de enlace.

—¿Y por qué un noviazgo con Turmo iba a ser secreto? También él es patricio.

—Yo no soy exquiriente —opuso Codeo—. Averígualo tú.

Una voz conocida tronó tras de mí, interrumpiendo la conversación.

—Me alegra verte en el hipódromo —dijo Publio Antonio, golpeando mi espalda con su rudeza habitual—. Sólo te falta aficionarte a las termas y acabarás, siendo un verdadero romano.

—¿Qué haces por aquí?

—Tras el fracaso con la adúltera no me conviene aparecer por el Foro en algunas semanas, hasta que se olvide el pequeño asunto de las Lupercales. Entretanto aprovecho el tiempo examinando el material para los Ludi Magni. Tengo que recuperar los dos mil denarios que me costó el accidente de Siderobros —se me aproximó y dijo en tono confidencial:— Si quieres duplicar tu capital, inviértelo en el tiro de los verdes. Son aquellos alazanes que están doblando el mojón. Absolutamente imbatibles.

—Tengo algún motivo para desconfiar de la limpieza de las apuestas en Roma —afirmé.

—Ni la conjuración de Catilina haría perder a los verdes este año. Por cierto, ¿no es aquella Baiasca? ¿Qué hace en la tribuna de los patricios? —levanté la vista con sorpresa. La esclava estaba sentada al lado de Marco Manlio, que charlaba animadamente con ella. Le hice una seña discreta y, tras una breve despedida, bajó las gradas hasta reunirse con nosotros.

—No he podido evitarlo —se excusó—. Me vieron sola y me hicieron un sitio en la tribuna. Espero que no lleguen a enterarse de lo que soy.

—¿Qué te contaba Marco Manlio?

—Hablaba de caballos. Por lo visto le entusiasman. Me estaba elogiando el tiro de los verdes y aseguraba que está dispuesto a jugarse por ellos hasta la aldaba de su casa.

—Ese hombre sabe lo que dice —apoyó Antonio—. Pero tú, ¿no estabas presa en la factoría de Tóculo?

—Hoy es su día libre —intervine, advirtiendo que Cocleo, aprovechando la interrupción, se había reunido con su amo y cuchicheaba a la oreja de éste—. Y creo que nos conviene irnos pronto. Temo que Baiasca está perdiendo su prestigio entre el patriciado local.

—Tengo mi biga ahí fuera. Puedo llevaros adonde queráis.

—Mis caballos no ganarán nunca los Ludi Magni, pero estoy seguro de que Baiasca prefiere viajar con ellos —afirmé. Y la cémpsica se apresuró a confirmarlo con la mirada.

La tarde estaba mediada cuando regresamos a la plaza de Pomona. La esclava se dirigió hacia el aljibe, con la intención de asearse un poco antes de regresar a la factoría, y yo entré en el consultorio y estrené una tablilla de cera con la transcripción de todos los datos acumulados sobre el misterio de la estatua asesina.

Los releía por tercera vez cuando llamaron a la puerta de la calle. Se oyeron los pasos de Baiasca, el chasquido de la cerradura al abrirse y el retorno de la cémpsica, que informó:

—Es un alejandrino que quiere verte. Dice que trae noticias muy importantes sobre Cleopatra y su hermana.

—Dile que pase. Y entretanto lee despacio esta tablilla. Tal vez entre los dos saquemos algo claro.

Mientras Baiasca se alejaba me asaltó un inquietante pensamiento. En teoría sólo Julio César, el centurión Araneo y yo conocíamos la verdadera naturaleza de mi misión en la villa de las egipcias. Me lancé al pasillo y apunto estuve de arrollar al chambelán Oiqueneo, que con una sonrisa de oreja a oreja se aprestaba a entrar en mi despacho.

—Pasaba por aquí y pensé que tal vez pudiera darte un par de ideas para tu obra —saludó—. Pero antes debes resolverme una incógnita.

—¿Cuál?

—No dudo de tu condición de literato. Pero dime, ¿seguro que escribes tragedias o más bien eres un cuentista?

—Creo que será mejor hablar claro —admití—. ¿Cómo me has encontrado?

—Si no quieres que te sigan tan fácilmente cuando abandones un lugar deberás buscar unos caballos más rápidos. Desde que saliste de la villa Juliana he ido recibiendo noticias detalladas sobre cada uno de tus movimientos, con intervalos periódicos de una hora —sonrió triunfalmente, complacido por la suficiencia de sus métodos, y agregó: — Los romanos creen que para dominar el mundo bastan unas cuantas legiones. ¡Qué inmenso error! Es mucho más importante un buen sistema de información. Y en estas sutilezas les llevamos quinientos años. Confieso que tu plan, o el de César, podía haberme engañado, pero ser chambelán de una reina como Cleopatra enseña a desconfiar hasta de las mariposas del jardín.

—¿Qué tiene que ver César en esto? —me defendí. Oiqueneo volvió a su expresión autosuficiente.

—Llegaste con su jefe de pretorianos, te fuiste en una de sus bigas y estuviste preguntando sobre el atentado contra él. ¿Quién puede haberte contratado? Has tenido suerte de que sea yo quien descubra la superchería. A Cleopatra no le gusta nada que le engañen y puede ser muy, pero que muy peligrosa en estos casos. No lo olvides —mi túnica veraniega dejaba una amplia abertura en el cuello, pero estuve a punto de pasar el dedo por su perímetro, buscando más holgura.

—Supongamos que tus cabalas sean ciertas. ¿Dónde quieres ir a parar?

—Quiero que unamos nuestros esfuerzos —propuso el chambelán.

—No comprendo.

—Tú eres ateniense; yo alejandrino. Cada uno de nosotros cree pertenecer al pueblo más listo de la tierra y, por nuestras respectivas profesiones, es obvio que nos consideramos integrantes de su élite intelectual. A ti te paga César, yo respondo de la vida de Cleopatra y la otra noche alguien disparó una jabalina contra la cama que ocupaban los dos. Pienso que una estrecha colaboración resulta absolutamente necesaria.

—¿Qué tipo de colaboración?

—Intercambiemos nuestros conocimientos particulares sobre la situación —medité unos instantes sobre la oferta del chambelán. Como bien decía, nuestros objetivos eran comunes. Por otro lado, dado lo poco que sabía del tema, era dudoso que pudiese salir perjudicado del trueque.

—Sea —asentí—. Pero ten en cuenta que puedes equivocarte sobre quién me paga y que no te diré si se trata de César, su esposa Calpurnia, sus enemigos republicanos o tu propia reina Cleopatra —Oiqueneo volvió a sonreír, como encantado de aquel juego.

—Y yo no te descubriré. Palabra de alejandrino.

—Preferiría una garantía más sólida —deseé—. Pero de momento me conformo.

Durante los minutos siguientes narré al chambelán mis conversaciones con Araneo, Arsínoe, las damas de la reina y el propio Julio César sobre los acontecimientos nocturnos. Aunque escuchó con toda atención, pareció algo decepcionado por los resultados.

—¿Es todo? —planteó.

—Sólo ha sido mi primera visita. Ahora empieza tú.

—Las versiones que he oído coinciden con las tuyas. Solamente puedo aportar una pequeña corrección.

—¿En qué punto?

—Tueris te dijo que Eos y ella dormían pacíficamente hasta que oyeron el grito; que salieron juntas a la terraza y que una vez allí primero Cleopatra y después yo nos reunimos con ellas, ¿no es así?

—Exactamente.

—Cuando llegué a la terraza solamente César, Cleopatra y Tueris estaban en ella. Eos apareció a los pocos momentos, desde el interior de la habitación.

—Entraría a buscar un chal —aventuré.

—Es posible; o un pañuelo para protegerse el pelo. Al menos cubría su cabeza con uno en aquellos momentos. No hay que olvidar que estaba lloviendo.

—No parece una pista muy decisiva —objeté.

—Por sí sola no. Pero yo me incliné un momento hacia el suelo, para guarecer en un rincón la lámpara que llevaba, y pude comprobar un hecho curioso en una mujer que acababa de levantarse de la cama.

—¿Qué hecho?

—Eos tenía los pies manchados de barro —filosofé unos instantes sobre aquella novedad.

—Pero ella no puede ser la agresora. Es más alta y delgada que Arsínoe y sus rasgos son completamente distintos. César nunca las habría confundido.

—Estoy seguro —afirmó enigmáticamente Oiqueneo.

—¿Y qué?

—Tampoco yo sé más. Pero creo que con los elementos de juicio de que disponemos un astuto exquiriente ateniense y un sagaz chambelán alejandrino deben ser capaces de elaborar una conclusión —asentí, en un disimulado gesto de indiferencia, mientras cavilaba desesperadamente en busca de la solución. Oiqueneo agregó: — Deberías volver a la villa mañana. Tal vez tenga una sorpresa para ti. Y ahora no quiero interrumpirte más. Sé que para los exquirientes de tu prestigio cada instante de su tiempo vale su peso en oro. ¿Acudirás? —planteó, levantándose de su asiento.

—Haré todo lo posible —aseguré vagamente, mientras el chambelán se alejaba por el pasillo.

Baiasca no estaba en la casa. Pensé que se hallaría en el porche, como de costumbre, en una de sus conversaciones con el mendigo Odiseo y salí en su busca. La encontré apoyada en una de las paredes del templo de Pomona, en animada charla. Pero su interlocutor no era el tracio pelirrojo, sino un hombre de cuidada barba cana que identifiqué al punto como Mopso, el poeta ateniense de la taberna del Foro. Me aproximé a la carrera, pero al momento el individuo dio media vuelta y dobló la esquina del templo, con tal celeridad que cuando llegué junto a la cémpsica su rastro se había perdido entre las callejas del Janículo. Me volví furioso hacia Baiasca, que lucía una de sus expresiones más inocentes.

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