La esclava de azul (18 page)

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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

—Está bien —asentí—. Cuando tenga un rato libre te acompañaré a su casa. De momento puedes empezar por venir conmigo, siempre que te quites esa capa de polvos y te vistas de manera que no nos apedreen la biga.

—Llevo mis ropas aquí —indicó Marcia, mostrando su atadijo—. Sólo necesitaré un poco de agua y un sitio para mudarme —le indiqué la dirección del patio y ya se alejaba cuando la aldaba de la puerta sonó otra vez—. Yo iré. Es tarea de una ayudante.

—Ve a cambiarte —le ordené—. Si es un cliente no quiero que salga corriendo al verte.

Al otro lado de la puerta aguardaba un hombre vestido de rojo escarlata, adornado con pendientes de oro y una copiosa barba negra, todo ello tan llamativo que llegué a sospechar si se trataría de un nuevo disfraz de Marcia. Por fortuna, antes de que le tirara de las barbas, pude identificarle como el sirio que días atrás trató de comprar a Baiasca.

—No puedo venderte a mi esclava. Ya no está aquí. Me la arrebataron y no tengo la menor idea de dónde puede hallarse —mentí en forma preventiva.

—¡Qué lástima! Habría hecho de ella una gran bailarina. En realidad —añadió en tono humilde el barbudo— venía a ti como cliente —le miré con algo más de simpatía.

—Vamos al consultorio —ofrecí. El sirio me siguió, depositó sus carnes sobre la silla y tras los preámbulos habituales sobre la dificultad del caso y los inmejorables informes recibidos inició su exposición:

—Mi hermana falleció en Antioquía el mes pasado. En sus últimos momentos me mandó llamar y me encomendó su joya más preciada, una estatuilla de oro que ha pertenecido a las mujeres de la familia desde hace más de quinientos años, para que la entregase a su única hija. Quiero que me ayudes a encontrarla.

—¿Dónde se perdió?

—Era sacerdotisa en un templo de Elat, a orillas del desierto. Hace seis años traicionó sus votos y huyó con un visitante romano.

—¿Sabes el nombre del seductor?

—El seductor murió de vuelta a Roma. Su familia no ha vuelto a tener noticias de mi sobrina.

—Descríbemela con detalle.

—Se llama Nelodelnir, pero suponemos que habrá cambiado de nombre. Tiene unos treinta años, es rubia, no muy grande... Más o menos así —precisó el barbudo, extendiendo su palma a la altura de mis narices—. Cuando se pone tacones crece.

—Es de suponer. Pero en un simple paseo por Roma puedo encontrar más de mil mujeres con esas características.

—Además es vidente.

—Esto sí puede ser una pista. ¿Qué tipo de vidente?

—Atendía el oráculo del templo de Elat y leía el porvenir en el fuego sagrado.

Faltó muy poco para que sin más tardanza remitiera a mi barbudo visitante al templo de Ishtar, en la colina del Celio. Habría efectuado una concluyente exhibición sin levantarme de la silla. Pero no es éste el modo de obrar de un celoso exquiriente. Debía cerciorarme primero de que la coincidencia en la descripción no obedecía a una suma de casualidades.

—La buscaré —decidí.

—Tienes dos días —urgió el sirio—. Embarco pasado mañana y tal vez no regrese a Roma en varios años.

—Es suficiente tiempo.

—No le digas que ha muerto su madre. Prefiero darle en persona la triste noticia. Ni siquiera debe saber que la estoy buscando. Pensaría que quiero reprocharle su conducta y quizás escaparía antes de que pudiese verla.

—En ese caso, ¿cómo podré estar seguro de que se trata de tu sobrina?

—Tiene una pequeña cicatriz aquí, tras el flequillo —y se llevó los dedos a la parte superior de la frente—. Cuando la encuentres notifícamelo inmediatamente. Ya sabes, en casa de Cornelio Balbo. Te pagaré medio talento por tu trabajo. Y no dejes de avisarme si localizas a tu esclava. Mi oferta sigue en pie.

Conforme a mi deber de cortés anfitrión me incorporé y abrí la puerta para dar salida al oriental. Lo debí de hacer silenciosamente, porque Marcia, con la oreja pegada al marco, quedó inclinada ante nosotros en postura muy poco airosa.

—¿No te interesa otra bailarina? —ofrecí al barbudo, indignado—. Te dejo ésta mucho más barata —el hombre la examinó y movió negativamente la cabeza.

—Muchas gracias, pero no servirla para mi conjunto —declinó—. Demasiado llenita.

—¿Qué hacías ahí espiando? —le recriminé apenas salió el sirio.

—Para aprender tu oficio necesito verte en acción —se defendió—. ¿Por dónde vas a empezar a buscar a la vidente?

—Por donde me conduzca mi instinto profesional —aseguré—. Pero antes debo resolver otros casos pendientes. De momento vamos a «Las lágrimas de Pan».

—Suena a algo apasionante.

—Es una taberna del Foro —le desilusioné—. Tengo que hablar con un portero del anfiteatro llamado Euríalo.

—¿Qué crimen ha cometido?

—No tratamos solamente con criminales. Debo averiguar quién le ordenó que dejase entrar a un mendigo epirota en el último festival y qué hizo éste dentro del anfiteatro.

—No me parece muy emocionante.

—Nuestro trabajo exige también tareas rutinarias.

Pese a mis protestas Marcia insistió en llevar consigo un atadijo con su disfraz, alegando que nadie sabe nunca cuándo necesitará la ayuda de una misteriosa dama egipcia. Poco después ocupaba la trasera de mi biga, recogida en las cuadras de Antonio, y enfilaba conmigo la dirección del Foro.

—Pensaba que los exquirientes tenían mejores carros —deploró—. ¿Qué hacéis cuando el malvado va en una biga más rápida?

—Esperamos a encontrarlo otra vez a pie.

—A la marcha de estos caballos debe ocurrir casi siempre.

«Las lágrimas de Pan» resultó ser una ruin edificación de las que afeaban los laterales del Foro, por cuya puerta entraba y salía una clientela cuya catadura me decidió, recordando a los mendigos del Aventino, a dejar mi bolsa en manos de Marcia.

—Vas a cumplir tu primera misión —anuncié solemnemente a la muchacha.

—¿Qué debo hacer? —se apresuró a preguntarme.

—Cuidar del carro mientras estoy ahí dentro —manifesté ante su decepción—. Espero que te comportes a la altura de las circunstancias.

Lo temprano de la hora hacía presagiar una escasa afluencia de parroquianos en el interior de la taberna. Apenas entré pude comprobar que, a juzgar por su aspecto, los clientes que la llenaban más bien debían de ser los de la noche anterior, que todavía no habían terminado sus libaciones. Me aproximé al tabernero, fácilmente identificable por lo sucio de su mandil, y le pregunté por el portero Euríalo, sin hacerme entender entre el tumulto del establecimiento.

—¿Qué quieres beber? —voceó, interpretando erróneamente mi tentativa. Miré sin ningún entusiasmo las diversas barricas apiladas, en absoluto adecuadas para aquella hora de la mañana. No obstante, pedir un tazón de leche habría constituido una provocación en aquel antro.

—Una jarra de resina —decidí. Aun a costa de revolverme el estómago mi propósito era pasar lo más desapercibido posible.

—Puedes sentarte aquí —me indicó un sujeto fornido, con el rostro adornado por una cuidada barba cana—. También yo estoy bebiendo resina.

Acepté la invitación, seguro de haber dado con mi hombre. Tres datos avalaban esta presunción: el digno porte del barbudo, a la altura de un coterráneo de Pericles y Solón; el puro acento ateniense con que regaló mis oídos; y el hecho fundamental de que nadie en su sano juicio pediría resina, nuestro horrible vino nacional, picado y amedicinado, si no estuviese movido por un fuerte anhelo patriótico.

—¿De verdad te gusta este brebaje? —planteé.

—Al principio me daba arcadas —confesó—. Pero era una manera de recordar la patria como otra cualquiera y he terminado por acostumbrarme.

—Acostumbrémonos juntos —ofrecí—. También yo vengo de„ Atenas —como impulsado por un resorte el hombre se me abalanzó y me estrechó con fuerza entre sus brazos.

—¡Un compatriota! —exhaló—. ¡Hacía meses que no topaba con uno!

—Si los estrujas de esa manera no creo que se atrevan a venir.

—Disculpa, pero no he podido contener mi emoción —adoptó un tono declamatorio y continuó—: Hace treinta años que salí de la Hélade y todavía, cuando entorno los ojos, creo estar paseando entre los olivos plateados, a la sombra del Himeto.

—Yo también los echo de menos —asentí.

—Cuando miro al horizonte, imagino las fuertes líneas de nuestra Acrópolis, recortadas contra el limpio cielo del Ática —suspiré al unísono con el barbudo, mientras éste proseguía:— En mis sueños veo los mármoles del Areópago, refulgentes al sol...

—Las aguas espumosas del Censo, saltando entre peñascales —agregué.

—El remanso azul del Pireo, erizado de velas blancas... —decidí cortar aquella enumeración. Un par de recuerdos más y habríamos terminado hombro con hombro, cantando a dúo el himno de las Panateneas. Era el momento de entrar en materia.

—Tú eres Euríalo, portero del anfiteatro —expuse.

—¿Yo? —se sorprendió mi compañero de nostalgias—. Soy Mopso, poeta retirado.

—Entonces ¿qué hago yo aquí perdiendo el tiempo contigo? —me indigné. Mientras pronunciaba estas palabras un hombrecillo enjuto cayó sobre mí como una tromba y, antes de que pudiera impedírselo, me estampó un sonoro beso en la frente.

—Soy Euríalo, ateniense como vosotros —proclamó con entusiasmo, mientras yo limpiaba la superficie afectada con el borde de mi túnica—. Y os habéis olvidado de los bosques del Licabeto. También son muy bonitos.

—¡Por Atenas! —brindó Mopso, anticipándose inteligentemente al intento del portero por reincidir en el ósculo.

—¡Por Atenas! —repetimos, chocando las jarras de resina. Mis compatriotas las apuraron, mientras yo mojaba los labios con disimulo. Y tras tan patriótico preámbulo tomamos asiento y me dispuse a iniciar la investigación.

—Mi amigo te estaba buscando —indicó el poeta a Euríalo.

—Solamente quería hacerte una pregunta —aclaré—. Algo relativo a tu trabajo en el anfiteatro.

—Será un placer ayudar a un paisano —afirmó el portero con voz pastosa, prueba evidente de que no era aquélla la primera resina que deslizaba por sus fauces.

—En el anfiteatro no se permite la entrada de mendigos —empecé.

—Claro que no. No tienen dinero para apostar, molestan a los vecinos y terminan llevándose sus bolsas.

—En el festival de hace tres días tú dejaste pasar a uno.

—¡No es cierto! —saltó mi decadente compatriota —. Soy un buen portero y cumplo estrictamente las reglas.

—Dos testigos vieron entrar por tu puerta a un mendigo llamado Poreo —aseguré—. Sólo quiero saber quién te ordenó que le dieras paso.

—¿Un epirota? ¿Con los ojos así —y abrió desmesuradamente los suyos— y la nariz ganchuda? No era un mendigo. Era un noble excéntrico, que se disfrazó para mantener el incógnito.

—Explícame eso —urgí. Por primera vez experimentaba la embriagadora sensación de estar sobre una pista segura.

—Poco después me sustituyeron en la puerta, porque me dolía terriblemente una muela, y al pasar por un patio interior le vi con una clámide bordada, repartiendo monedas de oro a los corredores de apuestas. Además, ¿desde cuándo el dueño del anfiteatro se preocupa por un mendigo? El fue en persona quien me ordenó que le dejase pasar —me incorporé, casi de un salto. Así pues, el mendigo del Aventino y el rico apostador eran la misma persona.

—¿Dónde está ahora ese dueño?

—Supongo que en su despacho del anfiteatro. ¿Qué quieres de él?

—Nos veremos en mejor ocasión y charlaremos del Ática —indiqué al portero y al poeta, que durante nuestra conversación había permanecido ausente, como recordando plateados olivares y mármoles fulgentes—. Tengo un poco de prisa. —Mopso agitó distraídamente una mano, mientras Euríalo me seguía.

—Espero que no me descubrirás —me pidió, mientras yo liquidaba la cuenta de la resina—. No sé lo que buscas, pero tengo el presentimiento de que al dueño del anfiteatro no le gustaría haberme oído.

—Sé proteger a un compatriota —aseguré, entregando dos sextercios al portero—. Para que tu amigo y tú sigáis brindando un poco más —ofrecí.

—¿Mi amigo? —se sorprendió—. No había visto a ese sujeto en mi vida. Pero puedo brindar conmigo mismo dos veces —añadió, recogiendo las monedas. Miré hacia la mesa que habíamos ocupado. El poeta se había esfumado. Le busqué con la vista por todo el antro y, un tanto perplejo, regresé en busca de mi biga.

Marcia, subida al pescante, parecía estar dando una conferencia a una docena de curiosos congregados en torno al vehículo, que me lanzaron miradas recriminatorias y hasta algún insulto mascullado por lo bajo cuando me reuní con ella y empuñé las riendas. La muchacha se había sujetado las muñecas a la barra trasera con el cordón de su túnica.

—¿Se puede saber a qué jugabas? —le requerí severamente, mientras deshacía los nudos.

—Les he convencido de que soy una cautiva germana, recién traída del Rhin en carro militar, y les estaba recitando el monólogo de la Andrómaca de Eurípides —aclaró—. Se han conmovido mucho y estaban a punto de iniciar una colecta para rescatarme.

—¿No puedes parar quieta un momento sin llamar la atención? —meditó la respuesta unos instantes y reconoció:

—Supongo que no. ¿Dónde vamos ahora?

—Al anfiteatro. Tengo que hablar con el dueño.

—¿Sobre qué?

—Los casos de un exquiriente son muy reservados —eludí—.

—Espero que esta vez no me harás guardar la biga.

—Prefiero que me acompañes antes que te dediques a convencer a los porteros de que eres Helena de Troya.

Encomendamos el carro a uno de los sirvientes del anfiteatro y nos dirigimos hacia la puerta del recinto. Una mano se desplomó sobre mi hombro, produciéndome el efecto de que un saco de tierra había caldo desde el tercer piso.

—¿Qué tal la investigación? —tartamudeó Alyx el númida. Por primera vez pude responder sinceramente:

—Por muy buen camino.

—¡Excelente! ¿Qué has descubierto?

—Te lo explicaré todo cuando culmine las pesquisas —prometí—. De momento necesito hablar con el dueño del anfiteatro.

—¿Con ese buitre carroñero? ¡Eh, tú! —voceó al portero—. Acompaña a este caballero a ver a Timoleón. Dile que es un exquiriente que investiga la muerte de Siderobros y tiene que hacerle unas preguntas —esta proclama de mis intenciones fue lanzada a grito pelado, antes de que pudiera advertir al gladiador que los procedimientos de mi oficio eran algo más sutiles y discretos que los del suyo. Ante lo irremediable del caso opté por seguir al portero, mientras Marcia, a la que presenté como mi nueva ayudante, quedaba en compañía del númida.

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