—Vas a ver el lugar del atentado —me susurró Araneo—. Comprobarás que hay dos habitaciones que dan a la terraza. En la primera duermen las damas, en la segunda la reina. Bueno, y a veces César, ya sabes. Arsínoe debió de escalar hasta la terraza, abrió la puerta, disparó la jabalina y saltó desde la balaustrada. Después se perdió en la noche.
En efecto, sobre el mosaico de colores que pavimentaba la terraza se entreabrían dos hojas de madera, que ocultaban el interior de las alcobas. Me aproximé a la balaustrada y miré hacia abajo. El salto hasta la hierba del jardín era asequible. Más allá estaba la fuente del tritón, los arriates terrosos y el barracón de la guardia.
Cleopatra se había recostado en una tumbona y sus damas nos invitaron a instalarnos como ellas en los asientos de cuero dispuestos en círculo. El sicario sentó rudamente a la cautiva en el suelo y sujetó la cadena del cuello a una pata de la mesa. Tras lo cual se situó junto a la balaustrada, cruzó los brazos y abandonó otra vez el mundo de los vivos.
Reparé en un hombre pálido y enjuto, con inconfundibles rasgos helénicos, que aguardaba en un rincón de la terraza y al momento deduje que debía tratarse del escultor. Así lo revelaban, para el ojo escrutador de un exquiriente, el escoplo y la lija que sostenía en sus manos y el bloque de mármol situado a su espalda. De su piedra blanca emergía la figura de la reina, en postura sedente, enarbolando olímpicamente su cetro. De rodillas a su lado, con la vista baja y encadenada hasta las cejas, se hallaba su hermana Arsínoe. Un simpático grupo familiar, sin duda destinado a enriquecer la colección de recuerdos de la dinastía Lágida.
Tueris dio unas palmadas y varias bandejas empezaron a cimbrear en torno nuestro, mecidas por unas esclavas negras surgidas de la nada. Contenían unos bocaditos de exóticos color y forma. Dos efebos portacopas se sumaron a la reunión y escanciaron la oscura malvasía. Cleopatra llevó el vaso a sus labios e inició el amistoso convite, mientras su hermana, sentada en el suelo, miraba con expresión ausente hacia el horizonte.
—Hoy no posaremos —comunicó al escultor—. Tengo un invitado. ¿Por dónde quieres que empiece, ateniense? La guerra civil egipcia fue algo muy sutil y muy complicado como para resumirlo entre dos sorbos de malvasía —tomé de la bandeja lo que resultó ser un pescadito seco, quizás nilótico, envuelto en una hoja de parra, y contesté:
—La guerra civil será muy secundaria en mi obra, una simple referencia casi intemporal. Los conflictos que encierra una tragedia deben ser universales, válidos para cualquier tiempo y lugar, como las pasiones humanas —yo mismo estaba asombrado de cómo estaba interpretando mi papel de intelectual. Pensé que era una lástima que Baiasca no pudiera verme.
—Quieres, en definitiva, que te exprese los sentimientos propios de quien ha triunfado en la lucha, ciñe la corona y ve ahora a su rival, a su hermana de sangre, encadenada y abatida a sus pies. ¿No es así? —resumió Cleopatra.
—Me parece una síntesis muy completa de mis propósitos —asentí galantemente.
—La respuesta se contiene en una sola palabra —empezó la reina, con un brillo de animación en sus ojos—. La felicidad. Una felicidad plena y consciente, propia de quien ha conseguido lo que ansiaba. ¿Te gustaría que la explicase más detalladamente?
—Sería un honor —la egipcia enderezó su postura. El tema era evidentemente de su agrado.
—El placer y la riqueza son para la mayoría de las personas un deseo inaccesible, perseguido toda la vida para que sólo algunos, con más suerte, puedan rozarlos entre los dedos. El común de los mortales sueña con montañas de oro, lagunas de perlas movedizas; esclavas de piel suave y cintura ondulante, mesas llenas de frutos de mar, vinos exóticos o aves especiadas. Para nosotros, los lágidas, riqueza y placer aguardan en la cuna, entre sábanas de seda y sonajeros de plata, y nos acompañan toda la vida, tan dócilmente como una sombra, en cuantía superior a la que jamás podremos gozar. Por eso no consiguen colmarnos. Nuestro verdadero anhelo es otro y por él respiramos, nos movemos y, llegado el momento, peleamos hasta la muerte —el parlamento de Cleopatra había ido aumentado progresivamente su énfasis. Se detuvo, mojó los labios en la malvasía y con un tono repentinamente quedo aclaró—: Me estoy refiriendo al poder.
Pensé que la pausa concedida por la reina requería una frase cortesana, aprobatoria de su inspirada perorata, y sin duda hubiera seleccionado una satisfactoria de no haber tenido la boca llena por otro pescadito emparrado. Cuando acabé de deglutirlo ya la egipcia continuaba:
—Necesitamos el poder, inmediato e ilimitado. Por eso mientras el rey vive organizamos rebeliones o conspiramos preparando la sucesión; cuando muere los herederos nos arrojamos unos contra otros, sabiendo que quien haga la primera sangre tendrá más posibilidades de conseguir el triunfo. Bien, ahora el poder es mío. Tuve que aliarme con los romanos, pero lo habría hecho con las furias del Averno si se hubiesen ofrecido. No es un poder tan pleno como yo querría, pues está comprimido por las mismas legiones romanas que me ayudaron, pero tiempo habrá de subsanar estos pequeños defectos. Y, sobre todo, es la recompensa a una difícil lucha, en la que arriesgué la fortuna, la libertad y la vida. Por eso ahora el premio me parece más sabroso.
Durante esta parrafada Arsínoe, que rectificaba continuamente su postura sobre el suelo, había permanecido mirando a la lejanía. El movimiento de cejas con que acogió las palabras de su hermana probó, no obstante, que no se hallaba tan ausente como aparentaba. Creí llegado el momento de mediar por ella.
—Según Platón, la clemencia es una miel que endulza el vino de la victoria —mentí. Desde luego no debía de ser yo el primero en decirlo y lo más socorrido en tales casos es echar la culpa a Platón.
—La victoria es un vino fuerte —me corrigió la reina— que reclama el sabor picante de la venganza. En nuestra infancia mi padre nos hizo estudiar la historia de Roma. Decía que para no ser oprimidos hay que empezar por conocer bien al opresor. Los antiguos romanos pronunciaron muchas frases memorables, demasiadas para las que luego he oído elaborar a sus descendientes. La que más me impresionó fue sin embargo la de un enemigo, el celta Breno, después de tomar al asalto la Urbe. Dijo solamente: Vae victis, ay de los vencidos. Era un bárbaro iletrado, pero su discurso de dos palabras encerró más sabiduría política que todos los tratados de vuestros filósofos griegos. —Araneo se creyó obligado a protestar:
—Él mismo probó el amargo gusto de su doctrina. Camilo regresó con su ejército y aplastó a los invasores.
—Si los celtas hubiesen sabido escribir sería muy curioso conocer su versión de los hechos —replicó escépticamente la egipcia—. Pero de ser así solamente reforzaría la validez de la máxima. La piedad con el enemigo es la más peligrosa de las debilidades y ésta es una regla que ningún Lágida ha olvidado en la historia. Por eso ahora, trescientos años después de abandonar las chozas de barro de Macedonia, seguimos sentados en el trono de oro de Alejandría. Si mi hermana hubiese ganado estaría acomodada aquí, refrescándose con esta malvasía, y yo arrastraría sus cadenas por el suelo como una alimaña rabiosa.
Miré otra vez hacia la cautiva. En realidad no había dejado de hacerlo, puesto que se encontraba entre la reina y yo. Fijaba la vista en un eslabón colgante de un grillete.
—Comprendo que, conforme a esta teoría, el enemigo derrotado debe ser encarcelado o muerto —opuse—. Pero, ¿para qué sirve exhibir su desgracia, en permanente exposición pública? —Cleopatra adoptó una expresión cercana al éxtasis.
—Para ejercer el poder —respondió.
—No acabo de comprender.
—No querría parecer inmodesta, pero los Lágidas no somos como los demás humanos. Es posible que en Atenas toméis esto a broma, como hacéis con casi todas las cosas, pero en Egipto la familia real participa de la divinidad y, después de tres siglos de contacto, algo de su esencia habrá terminado por contagiársenos. Mi poder es absoluto dentro de las fronteras de mi reino. Puedo arrasar una comarca o desnarigar una ciudad entera simplemente porque uno de sus moradores no dobló ante mí la rodilla con bastante fuerza. Pero no me complacen estos pequeños actos de despotismo. Tendrían por objeto viles mortales, indignos de que pose en ellos un ápice de mi rencor. De modo que para mis súbditos resulto una gobernanta bienhechora y hasta afable, mientras no cometan el error de auxiliar a mis enemigos. Pero con Arsínoe todo es diferente. Ella desciende del gran Ptolomeo en una línea tan directa como la mía, por sus venas corre sangre de doce generaciones regias. Fue una digna contrincante y ahora es mi prisionera, igualmente digna de que sacie mi venganza en ella. Quizá otros le hubieran dado una muerte cruel, con tormentos refinados seleccionados entre la rica gama de nuestros vergudos alejandrinos. Yo jamás permitiría tocar un solo cabello de mi hermana.
—Muy humanitario —aprobé.
—Al fin y al cabo, ¿qué es el dolor físico, comparado con el de la humillación y la frustración permanentes? Obsérvala ahora, simulando que no le interesa nuestra conversación, cuando en realidad cada una de mis palabras deja mella en su alma como un hierro candente. Mírala como un animal, carente de todo albedrío. Impedida por esos grilletes, hasta el menor de sus movimientos requiere mi aprobación, o la de sus guardianes. A través de ellos yo decido qué hace, cuándo come y cuándo duerme, si puede permanecer en pie como una persona o reptar por el suelo como un gusano. Y el más nimio de mis deseos es para ella una orden, como para un perro faldero —la reina estaba jugueteando con una fruta escarchada. De pronto alargó el brazo y la colocó ante la boca de la cautiva:— Come —le invitó. Arsínoe mantuvo la mirada perdida hacia el jardín, sin reaccionar. La egipcia insistió—: ¡He dicho que comas!
La presa volvió la cabeza y tomó la fruta entre sus labios, con un movimiento rápido. Cleopatra retiró la mano, como si algún diente de su hermana le hubiese herido en la palma. Juzgué que era suficiente con aquella demostración. Quizás para un buen trágico la sesión hubiera proporcionado ingredientes para una obra inmortal, pero para un simple exquiriente ni una sola pista sobre el atentado contra César se había desvelado. Sólo quedaba esperar que tuviera más suerte con el turno de la cautiva.
—Ha sido una lección muy interesante —aplaudí—. Te estoy muy agradecido.
—También yo he pasado un buen rato. Ya te dije que me encantaba ayudar a los artistas.
—Ahora debemos conocer la versión opuesta. Creo que el punto de vista del vencido será un foco de iluminación complementario. —Arsínoe permaneció callada. La reina la miró glacialmente desde lo alto de su tumbona.
—El ateniense te ha hecho una pregunta —le indicó—. Y es mi deseo que la contestes.
—Los perros falderos no pueden hablar —respondió la presa. Tan sólo su matiz apagado diferenciaba la voz de las dos hermanas.
—Los de la reina de Egipto tienen ese privilegio —arguyó su rival. Arsínoe encogió los hombros.
—El trágico quiere saber mis verdaderos pensamientos —alegó—. No puedo ser sincera mientras tema las represalias. —Cleopatra se dispuso a intervenir con cierta imperiosidad. Decidí salir en defensa de la cautiva.
—Quizá, dadas las circunstancias, debería entrevistarme con ella a solas. César dijo que me ayudaseis en todo lo posible me apresuré a añadir, ante la mirada de la reina.
—Sea —concedió ésta—. Lleva demasiado tiempo sin ejercitar los músculos y nada alegra tanto la vista como el agua saltarina de una fuente. Conduce a la prisionera al jardín y que empiece a trabajar —ordenó al antropoide.
Éste volvió a cobrar vida y, soltando la cadena de la pata de la mesa, obligó a la cautiva a incorporarse. Tueris, sentada a su lado, hizo un movimiento simultáneo y la bandeja de las frutas escarchadas rodó por el suelo.
—¡Mira lo que has hecho! —recriminó a la presa.— Recógelas. —Arsínoe se volvió hacia mí, como si reclamara mi testimonio sobre su inocencia.
—No puedo —dijo al fin—. Estoy atada.
—¡Recógelas! —la prisionera se encogió otra vez de hombros y con el pie derecho empezó a amontonar las frutas sobre la bandeja. En ese instante el centurión Araneo se levantó de su asiento y, antes de que las egipcias pudieran impedírselo, llenó el recipiente y lo devolvió a la mesa.
—No creas todo lo que te cuente mi hermana —me despidió la reina—. Tiene una habilidad especial para estimular el falso sentido caballeroso de los ingenuos.
El centurión y yo aguardamos a que la cautiva y su custodio se alejasen y descendimos las escaleras tras sus pasos.
—Una mujer de carácter —comenté. Araneo hizo un gesto aprobatorio.
—César ha probado su valor en muchas batallas, pero nunca le encuentro tan admirable como cuando se encierra a solas con la reina —opinó—. Creo entender algo de mujeres y puedo asegurar que en ninguna de sus especies resultan tan peligrosas como las egipcias.
—Tal vez las cémpsicas —aventuré—. Y al momento pensé que estaba siendo injusto con la pobre Baiasca.
—A ésas no las conozco —admitió el oficial—. De todas formas, la teoría de la feliz contemplación del enemigo vencido tiene alguna excepción que Cleopatra no ha querido reconocer.
—¿Cuál?
—No resulta tan feliz cuando el enemigo continúa siendo temible. Cleopatra disfrutó con su juguete hasta el día en que los mensajeros de Egipto comunicaron que los partidarios de su hermana están promoviendo un nuevo levantamiento. Si Arsínoe se liberara y regresara a su país la guerra civil volvería a empezar y esta vez nuestras legiones están muy ocupadas en otros sectores. Aún a costa de perder su diversión, Cleopatra se apresuró a pedir a César que la ejecutase.
—¿Y por qué no lo hizo?
—El cónsul alegó que Arsínoe era prisionera del senado y pueblo romanos, acogida a su protección, y anunció represalias si le ocurría algún accidente doméstico. En la familia Lágida resultan muy frecuentes. Ha envejecido, pero sigue siendo un hombre galante. Claro que la otra noche, a juzgar por el portazo que dio al abandonar mi habitación, debió de salirle mal el asedio.
—En ese caso, ¿por qué intentó matarle Arsínoe? Hubiera sido más lógico que apuntase la jabalina hacia su hermana.
—Precisamente porque entiendo de mujeres nunca osaría razonar sobre qué pretenden con sus actos. Y menos con una egipcia —habíamos llegado junto a la fuente del jardín. El sicario abrió las esposas de la presa y sujetó sus muñecas y cuello a sendas argollas, hincadas en el travesaño lateral. Tras lo cual se retiró unos pasos y congeló de nuevo todo hálito vital—. Llámame si necesitas algo —ofreció Araneo, mientras se alejaba hacia el cuerpo de guardia.