—Pero, ¿qué haremos ahora para encontrar al apostador?
—No conozco ningún otro epirota.
—Nos queda el siciliano que apostó contra Antonio. Quizá fuera un agente de nuestro hombre. ¿Conoces algún siciliano?
—Dos o tres docenas. Hay más en Roma que en Sicilia.
—Habrá que probar de uno en uno.
Dos días atrás no podía haber imaginado con qué alborozo vería aparecer a lo lejos la modesta fachada de mi casa del Janículo. Me daba la impresión de que hacía varios meses que vagaba por la Urbe sin descanso. Cruzamos la plaza, a espaldas del templo de Pomona. En dirección contraria avanzaba la litera portátil de un romano calvo, rollizo y menudo, que ordenó a sus esclavos que se detuvieran. Al momento le identifiqué como Quinto Tóculo, el acreedor de mi tío.
—¿El heredero de Alcímenes? —se interesó—. Bienvenido al vecindario. Espero que mantengamos unas relaciones tan fructíferas como las que entablé con tu tío —hice un gesto ambiguo, especialidad en la que empezaba a alcanzar auténtico virtuosismo, y el usurero siguió—: Fui de los que más sintieron su muerte. Siempre es lamentable la pérdida de un gran hombre, pero resulta singularmente dolorosa si el gran hombre en cuestión debe a uno veinticinco talentos, que ya desesperaba de cobrar algún día.
—Es un sentimiento muy natural.
—Afortunadamente has llegado tú —tardé en captar el sentido de aquellas palabras.
—¿Yo?
—Según la ley romana el heredero sucede en todas las deudas de su causante. No te alarmes: comprendo que acabas de llegar y que tu economía debe atravesar un momento delicado, de modo que tendré la gentileza de esperar a que te repongas; cobrando entretanto un módico interés, por supuesto. Me han dicho que continúas con gran éxito el negocio de tu tío.
—Nada de eso —me apresuré a negar—. Sólo acude algún clientillo de poca monta.
—Vendrán tiempos mejores —Baiasca se había colocado tras de mí y miraba hacia el templo de Pomona tratando de pasar desapercibida. Tóculo fijó en ella sus ojos de ave de presa—. ¿No es ésa la esclava enferma de fiebres? Parece muy recuperada.
—No del todo —mentí—. Aún recae de cuando en cuando.
—¡Qué lástima! Por fortuna tengo un médico excelente. Hasta pronto, Diomedes. Ha sido un placer saludarte —hizo una seña a sus porteadores y la litera continuó camino hacia el palacio.
—¿Por qué te escondías? —pregunté a Baiasca.
—No me gusta ese Tóculo. Tiene fama de explotar y maltratar a sus esclavos.
—Dice que la deuda de mi tío no está extinguida. ¿Qué pasaría si te reclamara?
—No quiero ni pensarlo.
Saqué la llave de la casa y me dispuse a introducirla en su cerradura. La puerta cedió a la presión y se abrió con un lúgubre chirrido.
—¿No cerramos al salir? —planteé sorprendido. En el interior del edificio reinaba el silencio más absoluto. Avancé cautelosamente por el corredor, seguido de cerca por Baiasca. Y de pronto todas las puertas se abrieron a la vez y ocho o nueve hematófagos, armados hasta los dientes, irrumpieron en el pasillo.
La esclava gritó, mientras yo, con un recuerdo fugaz a mis antepasados muertos con honra en Queronea, buscaba el estilete de la diosa Némesis. Los intrusos, sin embargo, no iniciaron su previsible ataque. Advertí con cierta sorpresa que iban uniformados.
—Son guardias pretorianos —susurró Baiasca, visiblemente disgustada ante su presencia.
—¿Y por qué lo dices en ese tono? Temía que fueran malhechores.
—No me gustan los pretorianos.
Recobré poco a poco la serenidad y con ella la firmeza en la reivindicación de mis derechos de propietario.
—¿Quién os ha autorizado a entrar aquí? —interpelé al que parecía de mayor graduación.
—Él te espera ahí dentro —contestó escuetamente el guardia, señalando hacia mi consultorio. Me dispuse a entrar en busca de la respuesta, pero el hombre me retuvo por la manga—. Deja aquí ese puñalito —ordenó.
—¿Por qué?
—Son las normas —por discutible que fuera la vigencia de aquellas normas en mi casa, parecía razonable encomendar el arma a Baiasca y aclarar primero la situación con el misterioso visitante del consultorio.
Se trataba de un romano alto y delgado, vestido con una costosa toga de orla purpúrea, cuyos escasos cabellos canos recordaban haber sido rubios mediante algún mechón aislado. Me indicó con un gesto magnánimo que también yo podía sentarme. Decidí que había llegado el momento de imponer mi autoridad sobre aquellos intrusos.
—¿Se puede saber qué sucede aquí? —inquirí en tono severo—. ¿Quién eres tú? —la primera reacción de mi visitante fue de sorpresa. A continuación enderezó su postura sobre la silla e irguió hacia mí un índice acusador.
—Vamos a ver primero quién eres tú —decidió—. Porque es evidente que no me hallo ante Alcímenes el tebano —era una afirmación lo bastante rotunda como para hacerme abandonar la ambigüedad sobre mi persona.
—Alcímenes murió —confesé—. Soy su sobrino y sucesor, Diomedes de Atenas.
—¡Qué lástima! Me habían contado maravillas de él.
—También yo soy exquiriente —me pareció oportuno alegar.
—¿Tan bueno como tu tío?
—Por el momento hago lo que puedo —reconocí. El intruso me recorrió atentamente con sus ojos grisáceos y penetrantes.
—Este es un caso muy delicado, que requiere enormes dosis de sagacidad y discreción. ¿Puedo confiar en un griego desconocido, que acaba de llegar de provincias? —el romano dirigió la pregunta a sí mismo, pero encerró en ella un enigma que me pareció urgente aclarar.
—¿Cómo sabes que acabo de llegar?
—Hay que ser muy nuevo en esta ciudad para pedirme que me identifique —empezaba a cansarme tanto misterio.
—¿Y si lo haces de una vez? —urgí. El hombre hizo un ademán de infinita paciencia.
—Cuando nací me llamaron Cayo —expuso—. Pertenezco a la familia Julia. Y utilizo el apellido de César —uní mentalmente las tres palabras.
—Julio César! —exclamé boquiabierto. Mi interlocutor reclamó sosiego con un gesto.
—Estoy aquí de incógnito. Debes disculpar los modales de mis pretorianos. Tienen la responsabilidad de cuidar de mí y eso les pone un poco nerviosos. Matar al cónsul se ha convertido en uno de los deportes con más adeptos en esta ciudad.
—Son los gajes del poder —asentí.
—Vengo a que investigues uno de esos gajes. Hace tres noches alguien intentó asesinarme —me creí obligado a mostrarme franco con el dictador.
—Temo que los crímenes de Estado excedan de mi competencia —admití.
—En este caso se trata más bien de un asunto doméstico. ¿Has oído hablar de Cleopatra?
—¿La reina de Egipto? —aventuré.
—Como quizá sepas, es en estos momentos huésped de la República. Está alojada con su séquito en una villa de mi propiedad, muy cerca de aquí. Me gusta hacer estos pequeños favores al Estado. La visito con cierta periodicidad, para estrechar los lazos diplomáticos con su reino.
—Es muy natural.
—Pues bien, la otra noche una mujer apareció en la terraza de la estancia que ocupábamos y disparó una jabalina contra mí. La esquivé por muy poco y quedó clavada en la cabecera de la cama —la historia me pareció un poco confusa.
—¿De qué cama?
—De la de Cleopatra. La reina y yo salimos rápidamente a la terraza, pero la agresora había saltado ya al jardín.
—¿Estaba Cleopatra en la cama? —César asintió—. ¿Está enferma? —el dictador enarcó las cejas y meditó la respuesta, como si planteara la conveniencia de buscar otro exquiriente.
—No sé para que usáis las camas en Atenas; al menos aquí en Roma cumplen también otras finalidades —decidí que sería mejor prescindir de este tipo de averiguaciones.
—Necesitaré una descripción más detallada —solicité.
—Era una noche tormentosa y hacía poco que nos habíamos dormido. De repente se abrió el balcón y su ruido me despertó. A la luz de un relámpago vi a una mujer que apuntaba una jabalina hacia mi pecho. Me hice a un lado y su punta me pasó rozando. Entonces corrí hacia el balcón, pero ya había saltado sobre la barandilla de la terraza y desaparecido en las sombras del jardín.
—Intenta describírmela.
—Puedo presentártela en persona. Se trata de Arsínoe, la hermana de Cleopatra.
—Escapó sin que pudieseis atraparla —supuse.
—En absoluto. Se encuentra presa en la misma villa —el enigma del dictador parecía en aquellos momentos muy poco enigmático.
—¿Qué he de investigar entonces?
—Quiero saber cómo lo hizo. Quizás deba empezar la historia por el principio.
—Será preferible —aseguré.
—Todo comenzó con ocasión de la guerra civil en Egipto. Sabrás que mis legiones auxiliaron al bando de la reina Cleopatra contra varias facciones rebeldes, una de las cuales pretendía entronizar a su hermana Arsínoe. Cuando aplastamos la sublevación Arsínoe cayó prisionera y me acompañó de vuelta a Roma para adornar el triunfo que celebré hace mes y medio. Siempre resulta decorativo hacer desfilar a una reina bárbara detrás del carro del triunfador. Es un recurso muy gastado, pero al público le sigue entusiasmando. Cuando terminó la fiesta Cleopatra me pidió que se la regalara y lo hizo con tanta insistencia que no tuve más remedio que acceder.
—¿Qué quiere decir regalársela?
—La estirpe de los Lágidas tiene una larga tradición en cuestión de venganzas familiares. Cleopatra no le perdona que le disputase el trono y se divierte enormemente infligiendo toda clase de humillaciones a su cautiva. Tiene una imaginación muy oriental para estos temas. Últimamente la había destinado a sacar agua para la fuente del jardín, dando vueltas a una noria. La noche del atentado Arsínoe replicó a una de sus guardianas y la reina decidió dejarla encadenada al madero —era notable el tono indulgente con que César relataba las travesuras de la egipcia.
—Cosas de mujeres —asentí.
—Cuando aquella noche llegué a la villa estaba lloviendo a mares y Arsínoe se empapaba a la intemperie. Me pareció inhumano que pasara allí toda la noche, de modo que ordené al jefe de la guardia que le cortara los hierros y le dejara guarecerse en su propio dormitorio. Por supuesto envié al centurión a dormir con sus hombres y le mandé que colocara un centinela en el jardín, frente a la única ventana de la habitación. Lo que quiero que averigües es cómo consiguió salir de ella para dispararme la jabalina.
—¿Dónde está esa habitación?
—En un extremo del cuerpo de guardia. Para salir por la puerta hubiera debido forzar el madero que la atrancaba, que seguía puesto después del atentado, y pasar entre todos los pretorianos acostados, tres de los cuales, incluido el centurión, declararon que estaban desvelados por la tormenta.
—¿Y la ventana?
—Abre sobre unos extensos parterres de flores, cuyo suelo estaba muy mojado por la lluvia. No había una sola pisada en ellos.
—¿Qué pasó con el centinela?
—Estaba muerto, apuñalado por la espalda —aquello empezaba a presentar los síntomas de un verdadero misterio.
—¿Qué cuenta la egipcia?
—Niega haber salido de la habitación. Asegura que dormía pacíficamente cuando la despertaron los guardias que buscaban a mi agresora.
—¿Ha sido puesta a tormento?
—Primero, no es una esclava, sino una princesa de sangre real, cuya familia reina en un país amigo. Segundo, no resultaría caballeroso por mi parte. Al fin y al cabo se trata de una mujer joven, que padece cautiverio en el exilio. Puedo permitir que Cleopatra juegue un poco con ella, pero entregarla al verdugo sería una imperdonable falta de cortesía. Tercero, la presencia de las egipcias en Roma resulta algo impopular en muchos sectores. Si este incidente se divulgara mis enemigos lo aprovecharían para lanzar una nueva campaña de desprestigio contra nuestros aliados. Por último, tengo razones particulares para desear que este asunto se resuelva de la manera más privada posible. Por citar sólo un ejemplo, mi esposa Calpurnia quedaría muy disgustada si le llegase alguna noticia sobre el tema. ¿Entendido?
—Creo que está muy claro —afirmé.
—Por eso quiero que acudas al lugar de los hechos y, con la máxima discreción, averigües qué sucedió realmente aquella noche. Nadie debe saber que trabajas para mí.
—Necesitaré alguna justificación para poder recorrer tu villa e interrogar a sus habitantes.
—Ya he pensado en eso. Serás un trágico griego, al que he decidido proteger en su carrera teatral —me pareció una gran idea.
—Me encanta el teatro —revelé.
—Tanto mejor. Mi deseo es que te inspires para escribir una tragedia sobre la pugna entre las dos hermanas. Por eso todo el mundo deberá abrirte las puertas y contestar a tus preguntas. ¿Necesitas alguna aclaración? Perfectamente. Mañana por la mañana pasará un pretoriano a recogerte. En la villa te esperará el centurión Lucio Araneo. Es un veterano de mi confianza, que será el único que esté al corriente de tu verdadera finalidad. Por cierto, ¿cuáles son tus honorarios? —mis experiencias anteriores probaban que no había que quedarse corto en esta cuestión. Pensé en pedir cinco mil denarios, pero la cifra me pareció tan enorme que vacilé.
—Las tarifas de un exquiriente griego son algo caras —aventuré.
—Mis enemigos me achacan todos los vicios posibles, pero nadie ha dicho nunca que sea un tacaño. Te daré cinco talentos cuando resuelvas brillantemente este enigma. Ahí tienes cinco mil denarios como anticipo —tardé unos instantes en recobrar la respiración.
—¿Qué pasará si no lo resuelvo con la brillantez requerida?
—Deberás devolvérmelos al contado. Ven a verme cuando sepas algo. Suele ser fácil encontrarme. Pero por favor, ¡con discreción! —terminó César, irguiéndose en toda su estatura.
Acompañé a mi cliente hasta la puerta. Frente a la casa vecina se hallaban Publio Antonio, al lado de su biga de caballos apulianos, y el propio Quinto Tóculo, en animada conversación que interrumpieron para seguir con la vista al dictador y su escolta. Mientras éstos se perdían tras la esquina del templo de Pomona me aproximé a la pareja.
—Con que clientillos de poca monta, ¿verdad? —saludó el usurero—. Bien, no tardaremos en charlar extensamente de negocios. Hasta la vista —terminó, volviendo la espalda hacia su palacio. Antonio parecía menos impresionado.
—Deberías seleccionar mejor tu clientela —me exhortó—. Comprendo que tu profesión exige el contacto con toda clase de truhanes y pervertidos, pero ¡el jefe del partido popular! ¿Qué quiere de ti?