—No me gustan los subterráneos —me susurró Baiasca.
La escalerilla desembocó en una cripta de reducidas dimensiones, iluminada por la tenue claridad de unas velas diseminadas por las grietas de sus paredes de roca. Frente a nosotros se levantaba un peñasco en forma de pirámide truncada, rematado por una estatua de bronce de rasgos orientales, a la que miré con poca simpatía. Dados los recientes acontecimientos, experimentaba cierta desconfianza hacia las diosas esculpidas.
Al pie del peñasco había un gran brasero lleno de pavesas calientes, apoyado en un trípode sobre los rescoldos de una fogata. El esclavo nos rogó que nos detuviéramos frente a un cordón emborlado, que nos separaba del recipiente, y agitó una campanilla.
—Enseguida vendrá Proelia —nos dijo en voz baja antes de retirarse—. Procurad no hacer demasiadas preguntas. Si se agota puede perder la concentración.
Permanecimos junto al cordón, mirando en todas las direcciones en tensión mal disimulada. Algo se movió entre las sombras de la pared y Baiasca dio, casi imperceptiblemente, un paso atrás hasta guarecerse tras mi espalda. Y en la cima del peñasco —probablemente de una pequeña caverna oculta en una grieta— surgió una mujer que descendió por los peldaños tallados en la roca.
Había imaginado una bruja de leyenda, alta, imponente y sarmentosa, con un solo diente, que enmascarase sus arrugas tras la maraña de sus cabellos blancos. Pero en lugar de esta aparición la que avanzaba descalza hacia nosotros era una mujer de mediana edad, más bien baja estatura y escasas carnes, con una melena rubia alisada y cierta expresión de sueño en sus ojos entornados. Vestía una túnica negra, rodeada de gasas flotantes, que dejaba sus brazos al descubierto. Lucía sobre el codo una ajorca labrada y en el cuello y en un tobillo sendas cadenas doradas, rematadas por una piedra de reflejos violáceos. Baiasca volvió a separarse de mí, sin duda más relajada ante el aspecto inofensivo de nuestra anfitriona.
—¿Qué queréis? —preguntó, mirando hacia el rescoldo.
—Siderobros nos dijo que profetizabas el futuro —respondí—. Éramos amigos suyos.
—El brasero de Ishtar escribe el porvenir. Yo solamente leo en sus pavesas —la bruja tomó en sus manos, cargadas de anillos de misteriosos dibujos, un recipiente de cristal oscuro, traspasó el cordón y caminando en círculo en torno nuestro, nos rodeó con un reguero de un polvillo blanco que identificó como sal—. Mientras dure la sesión os protegerá de influencias funestas —explicó, mientras regresaba junto al brasero—. ¿Cuál es la primera pregunta?
—Queremos saber qué destino aguarda a Baiasca —ésta inició un gesto de protesta, como indicando que prefería ignorarlo, pero ya la hechicera había destapado un frasco y vertía sobre las cenizas un extraño líquido verde brillante, mientras las removía con un atizador plateado. Las brasas chisporrotearon al contacto con el fluido.
—Leo «Terpsícore» —habló Proelia.
—¿Qué significa eso? —se apresuró a preguntar la esclava.
—Es la musa de la danza —expliqué en voz baja. La alarma se dibujó en el rostro de la cémpsica.
—¿Quiere decir que me comprará el sirio? —esbocé un ademán de interrogación y rogué a la sibila:
—¿No puedes ser un poco más concreta?
—Hacedme preguntas concretas y el brasero responderá.
—¿Conseguirá Baiasca ser libre? —la bruja volvió a derramar unas gotas verdes y se concentró en el nuevo chisporroteo:
—Antes la abrazará la serpiente de hierro —reveló. La cémpsica estaba muy pálida.
—No quiero saber nada más —manifestó.
—Cómo quieras —asentí—. ¿Qué dice el brasero sobre mi futuro?
Proelia repitió la operación y fijó la mirada en las centellas rojas.
—Veo un país con dos puertas —fue la respuesta.
—Espero que sea el Ática —indiqué a la esclava—. ¿Puedes precisar qué país es ése? —la hechicera hizo un gesto afirmativo.
—Es el reino de los muertos.
—Esta mujer es pura alegría —susurré a Baiasca, tratando de disimular el escalofrío que me recorría el cuerpo—. Es suficiente por el momento —aseguré. Una respuesta más de la sibila y mi único deseo habría sido abandonar rápidamente aquella ciudad y retirarme, con nombre supuesto, al desierto de la Tebaida. Proelia parecía despertar de un trance—. ¿Nunca te equivocas? —le interrogué.
—El brasero no yerra —contestó—. Ya podéis salir del círculo de sal. Ishtar se ha ido —decidí iniciar una acometida más directa.
—Siderobros confiaba ciegamente en ti. Y en efecto, el lagarto mató al león —la bruja levantó la vista.
—¿Qué quieres decir?
—¿Aún no lo sabes? Siderobros murió ayer en el anfiteatro, atravesado por un negro de Nubia con una cicatriz en forma de lagarto en su pecho. Cambió el escudo con su compañero y el de éste se le desprendió del brazo y le dejó desarmado en pleno combate —la bruja pareció acusar el impacto.
—No debía haber cambiado el escudo —aseguró—. Le avisé que no lo hiciera.
—¿Por qué?
—El brasero me lo dijo.
—El nuevo escudo tenía un león dibujado en su cara interior. ¿Revelaste tu profecía a alguien? —pregunté, mientras la hechicera removía nerviosamente las brasas con el atizador.
—No puedo hacerlo. Ishtar me aniquilaría.
—El que dibujó ese león sabía que al verlo Siderobros quedaría paralizado y sin reacción.
—Sólo sé lo que escriben las cenizas del brasero —insistió Proelia, visiblemente ofuscada. Resolví pasar a otro tema.
—En cierta ocasión Siderobros cayó en un profundo sueño, a la hora en que debía estar combatiendo; justo después de tomar tu poción.
—Ya lo sabía. Alguien debió mezclar una droga en ella. Mi poción produce el efecto contrario. Vigoriza el cuerpo y estimula los reflejos.
—¿Qué contiene?
—¿Y por qué te lo tengo que decir?
—Porque Siderobros era mi amigo y quiero saber cómo murió —la sibila meditó unos instantes.
—No suelo revelar mis procedimientos. Pero Siderobros era una gran persona y pienso que debo este favor a su memoria. ¿Me guardaréis el secreto? —hice un gesto afirmativo. Baiasca no reaccionó, quizá ensimismada en fúnebres meditaciones sobre el futuro—. Se componía de vino dulzón, para animar el espíritu ante la lucha, en el que diluía unas raspaduras de hierro viejo, que aumentan la fuerza, y unas semillas de mandrágora, que alertan los sentidos y disipan la fatiga; más un cacillo lleno con la baba de un toro moribundo —sentí una repentina contracción estomacal.
—¿Baba? —pregunté.
—Infunde el valor y la bravura del toro ante la muerte. ¿Por qué pones esa cara?
—Siderobros me hizo beber de su poción —declaré.
—Si eres tan delicado no te diré el último ingrediente —como hubiese dicho Baiasca, prefería no saberlo—. Bien, ¿puedo ayudaros en algo más?
—Te estamos muy agradecidos —manifesté, iniciando la retirada.
—Son cincuenta denarios por pregunta —indicó la bruja—. Y dado el resultado de las profecías, comprenderéis que prefiera cobraros al contado.
Liquidamos la deuda con el sirviente y volvimos a la calle. Baiasca continuaba muy seria.
—No te lo tomes así —le exhorté—. Al fin y al cabo sólo te ha profetizado danzas y abrazos de serpientes. A mí me ha hablado del reino de los muertos y no estoy tan impresionado. Quizás se deba al valor que me infunde la baba de toro moribundo —la esclava no replicó, como si continuara con sus negras ensoñaciones—. ¿Vamos al mercado del Aventino? —propuse—. Creo que te conviene un ambiente más alegre.
Iniciamos el descenso de las pendientes del Celio, por un descampado lleno de escombros enclavado en pleno centro de la Urbe. Intenté distraer a Baiasca disertando sobre los más célebres oráculos de Grecia y sus aledaños y sus procedimientos adivinatorios: los desmayos y pataletas de la pitia en Delfos, sentada sobre la piedra umbilical del mundo; la cueva de Trofonio en Lebadea, con sus siniestras emanaciones; el santuario de Dodona, en el que Zeus susurra en la copa de los robles. En realidad hacía ya algún tiempo que los indígenas no nos los tomábamos muy en serio, pero de todo el orbe civilizado seguían llegando visitantes, dispuestos a trocar el oro de sus bolsas por unas sentencias tan ambiguas que siempre terminaban por cumplirse en uno u otro sentido. Baiasca no descompuso el gesto propio de quien escucha atentamente, pero juraría que estaba pensando en otra cosa durante todo mi parlamento.
—Por lúgubre que nos pinten el porvenir, me preocupa más el presente —concluí—. ¿Has sacado algo en claro?
—Solamente que se ha puesto muy nerviosa al saber que el escudo de Glauco llevaba un león dibujado.
—Más bien creo que le ha impresionado la muerte de Siderobros. Parece una mujer muy sensible —Baiasca no respondió. Me encogí de hombros y me dediqué a meditar por mi cuenta, sin excesivo resultado.
El mercado del Aventino era un hediondo recinto, en la vertiente de la colina, tapizado de deshechos vegetales y amenizado por el vocerío de los crisódulos que pregonaban las dudosas mercancías exhibidas en sus tenderetes. La tarde estaba avanzada y los clientes empezaban a ser escasos, pero todavía podía contarse una buena docena de mendigos, desperdigados por todos los rincones del mercado. Había mancos, cojos, ciegos, escrofulosos varios y hasta dos o tres maleantes simples, sin signo alguno de minusvalía, todos ellos bajo la nota común de sus úlceras y andrajos. Recorrí con la vista la poco edificante colección, inventariando un rico muestrario de malformaciones nasales, pero sin hallar rastro del ganchudo apéndice del epirota.
—Poreo suele rondar por aquí, pero no le veo —informó Baiasca. Seleccioné al menos sospechoso de contaminarnos con su aliento, que se hallaba aislado junto a una pequeña fuente de piedra, y a una prudente distancia le pregunté por el tal Poreo. Me obsequió con una fea mueca a guisa de sonrisa.
—¿Para qué le buscas? —se interesó.
—Trato de localizar a un compatriota suyo de visita en Roma y pienso que tal vez le conozca —el hombre señaló hacia un plato roñoso situado frente a él, en cuya superficie unos cuantos sextercios brillaban al sol. Entendí el gesto y lancé una moneda—. No esperéis verle por estos pagos —comunicó—. Se fue a nadar en un mar de oro y no creo que vuelva a despedirse —su contestación me pareció bastante enigmática.
—¿Qué mar de oro? —extendió de nuevo el índice hacia el plato.
Con un suspiro de impaciencia lancé otro sextercio.
—Cuando lo decía estaba más bien ahogado en mares de vino. Bebió mucho en los últimos tiempos, pobrecillo, a cuenta de todo el dinero que iba a ganar.
—¿A ganar con qué? Ya sé —le atajé, depositando el tercer sextercio.
—Pregúntaselo a Caronte. Quizás a él se lo haya dicho —otros dos pordioseros se habían aproximado, atraídos por mi generosidad. Miré hacia ellos, preguntándome cuál sería el tal Caronte. De pronto me asaltó un inquietante pensamiento.
—¿No te referirás al barquero de los muertos? —planteé, repitiendo el lanzamiento de la moneda. Hizo un gesto de asentimiento.
—Le hallaron desnucado esta mañana, en un muladar a espaldas del Foro.
—¿Quién lo hizo?
—En Roma mueren dos o tres mendigos cada día. ¿Conoces a alguien que investigue las causas? ¿Y mi sextercio?
—Esta vez no me has contestado.
—Te he dicho todo lo que sé —me volví hacia los otros dos pedigüeños, que habían tomado asiento junto a su compañero, e inquirí en voz alta:
—¿Quién puede decirme algo más sobre la muerte de Poreo? —ni siquiera se dignaron levantar la vista. Tomé la bolsa de Mitis e hice sonar sus monedas—. Recompensaré espléndidamente cualquier información —anuncié.
Los mendigos del Aventino estaban afligidos por muchas desgracias, pero no había un solo sordo entre ellos. El tintineo de las monedas obró el efecto de una campana de alarma. Como movidos por un resorte abandonaron sus posiciones y empezaron a desplegarse en torno nuestro.
—Eso no está bien —censuró un espantable manco—. Se nos debe dar limosna sin pedir nada a cambio —un rubio cubierto de llagas añadió:
—A nadie le importa Poreo, pero por lo que hay en esa bolsa podemos contar cosas mucho más interesantes.
—Vámonos de aquí —sugirió entre dientes Baiasca.
—¿Por qué?
—Lo que quieren de nosotros no es precisamente informarnos —advertí con cierta aprensión que estábamos rodeados. Varios de los mendigos acariciaban con gesto indolente el filo de un cuchillo, extraído de bajo su túnica.
—Esta noche haremos una fiesta con tu dinero —ofreció el llagado—. Estás invitado.
—Y tu esclava bailará para nosotros —empecé a temer que las profecías de la bruja iban a cumplirse en el mismo día. Sólo faltaba la serpiente de hierro.
Palpé el mango del estilete de Némesis, sin mucho convencimiento. Casi todos los asaltantes podían ser mutilados, pero entre los doce formaban más de seis hombres enteros. Y aunque en tiempos de las guerras médicas se decía que un ateniense valía por varios bárbaros, en aquellos momentos me sentía francamente decadente.
—¿No hay ningún otro amigo tuyo? —pregunté en voz baja a Baiasca. Ella negó con la cabeza—. ¿Qué haría Alcímenes en una situación así?
—Tirar la bolsa al aire y salir corriendo —fue la sugerencia de la esclava.
Quizá habría bastado con media bolsa, pero no era aquél momento para economías. Aflojé sus cordones y la impulsé hacia arriba, esparciendo sus monedas a los cuatro vientos. Al instante la ordenada formación de los mendigos se diluyó en los confusos perfiles de una riña tumultuaria, de la que brotaban blasfemias y amenazas en casi todos los idiomas del orbe. Un lingüista habría hecho un interesante estudio comparativo, pero Baiasca y yo teníamos otras preocupaciones.
—No me gustan los mendigos —afirmó la esclava tras doblar la tercera esquina.
Cuando recobramos el aliento la colina del Aventino se había desvanecido tras una maraña de tejados.
—Pienso que no debí exhibir la bolsa tan alegremente —me excusé, algo cabizbajo.
—Son cosas que se aprenden después de unos días en Roma —justificó Baiasca.
—No sólo hemos perdido casi quinientos denarios, sino el rastro del epirota. Aunque empiezo a pensar si por la miseria que me pagó Siderobros estoy realmente obligado a todos estos esfuerzos —lo medité unos instantes—. Supongo que existe una especie de deber moral para con el cliente, ¿verdad?
—Creo que Alcímenes opinaba igual —aprobó la esclava.