La cautiva apretó sus palmas contra el madero e inició su recorrido circular en torno a la fuente. Un chorro de agua brotó de la concha del tritón. Más allá de la balaustrada de la terraza se divisaba a Cleopatra y sus damas, que miraban hacia nosotros y comentaban algo muy divertidas.
—Estoy esperando tu versión —indiqué a la egipcia, tras varias vueltas de ésta alrededor del eje.
—No pienso ayudar a que se rían de mí —afirmó la presa.
—No veo nada cómico en tu situación —alegué—. Me parece digna de la mayor conmiseración.
—Tampoco me gusta el papel de víctima derrotada.
—El motivo de mi tragedia no será la derrota, sino la lucha por compatibilizar, ante un trato cruel e inhumano, el instinto de supervivencia con el orgullo de la sangre real —la frase salió lo bastante redonda como para que Arsínoe suavizara el arco de sus cejas y me mirase con algo más de interés.
—Una situación como la mía no se comprende tras un par de frases. Hay que vivirla —pensé que la solidaridad podía ser un buen punto de partida para el desbloqueo. Me situé ante la prisionera, así el travesaño y le ayudé a remolcarlo, caminando hacia atrás. Siguió un nuevo silencio.
—Son los vencedores quienes escriben la historia —aporté—. Esta es tu ocasión para que la posteridad escuche también tu voz.
—Con el trato que recibo no creo que la posteridad y yo lleguemos a conocernos.
—Yo compondré la tragedia de todas maneras. Y la gente te verá tal y como te pinte. Allá tú si desaprovechas esta caja de resonancia para tu causa —la cautiva meditó estas palabras—. Nunca escribiría nada que pudiera ofenderte —añadí. Tras una breve reflexión suplementaria la presa arrancó:
—¿Qué voy a sentir? Vejación, desesperación, impotencia...
—Cleopatra ha sido más elocuente.
—También yo lo serla si estuviera en su situación —resolví insistir un poco más de lo que la caballerosidad ateniense aconsejaría.
—¿En qué consiste la vejación? —Arsínoe miró con gesto expresivo los hierros que la rodeaban.
—Ir encadenada, vestida con estos harapos, puede ser tolerable para una esclava de nacimiento; no para una descendiente de Ptolomeo el Grande. Y hasta la sierva más ínfima se sublevaría si le hiciesen dar vueltas a una noria, como una muía vieja.
—¿La desesperación?
—La ilusión de la libertad hace más tolerable el cautiverio. Yo estoy prisionera en una tierra extraña, a mil leguas de mi país y mi gente, custodiada por todo el poder romano. Mis esperanzas parecen algo remotas.
—¿Y la impotencia?
—Tengo sed —indicó. En el suelo había una pequeña palangana, que llené en la fuente y ofrecí a la egipcia. Bebió sin detener su marcha y continuó—: Estoy atada de pies y manos. Ni siquiera puedo beber por mí sola, o retirar el pelo de la cara. ¿Cómo voy a pensar en devolver las ofensas? —pese al laconismo de las respuestas, los derroteros de la conversación parecían propicios a mis fines. Inicié el ataque decisivo:
—¿Qué ocurriría si fuese Cleopatra la que estuviera a tu merced? —la sola mención de tal posibilidad hizo aflorar por primera vez una sonrisa a sus labios.
—Tras la guerra civil le habría procurado un cautiverio digno, lo bastante retirado como para que no resultara peligrosa. Conozco varios príncipes nubios, más allá de las cataratas del Nilo, que hubieran recibido encantados a una presa tan ilustre. Ahora, después de los miles de vueltas que he dado a esta noria, pienso que la venganza sabiamente administrada puede llegar a ser una de las bellas artes.
—Le aplicarías su propia doctrina sobre los vencidos —adelanté.
—Atada a este madero he tenido tiempo de meditar algunas innovaciones muy ingeniosas.
—¿Qué harías con su séquito?
—Mis amigos nubios tiene rebaños de hipopótamos. Tueris sería una pastora ideal para ellos y no creo que tardase en enamorar a algún macho de la manada. El resto del séquito se limita a cumplir órdenes, muy eficazmente según he podido comprobar. No tengo nada que reprocharles.
—¿Incluirías a Julio César en tu venganza? —planteé. Arsínoe se encogió de hombros.
—Cuando está con Cleopatra es un simple siervo —definió—. No creo que sea responsable.
—Él colaboró en tu humillación paseándote encadenada por Roma.,
—En la zafia mentalidad latina es el trato habitual para un rey vencido. Y no tengo a los romanos en un concepto tan alto como para que me humille ser exhibida ante ellos. Al menos César tuvo el buen gusto de no celebrar su triunfo en Alejandría.
—¿Sentirías su muerte?
—Es un enemigo —contestó Arsínoe—. Pero mientras esté prisionera no iba a mejorar en nada mi situación.
César tenía fama de genial estratega, pero empezaba a advertir una seria insuficiencia en su táctica, de carácter subjetivo. Sin duda Alcímenes, tras aquel intercambio conceptual con las dos hermanas, habría forjado una concluyente hipótesis sobre cómo la cautiva abandonó el barracón, apuñaló a su guardián, escaló la terraza, disparó el venablo contra el dictador y regresó a la cama sin dejar una sola huella. Yo había adquirido interesantes conocimientos teóricos, muy útiles en los improbables casos de escribir una tragedia o casarme con una egipcia, pero continuaba sabiendo lo mismo sobre el atentado. Resolví mostrarme un poco más directo:
—Me han dicho que alguna vez lo has intentado —Arsínoe repitió su gesto desdeñoso.
—Si te refieres a esa absurda historia de la otra noche, busca a quien la haya puesto en circulación y pídele argumentos para tus obras.
—¿Qué sucedió exactamente?
—César mandó desatarme de la noria, me llevó al barracón y empezó a insinuarse como si pensara cobrarse el precio de su gentileza. Le rechacé y entonces se marchó con un portazo. Me quedé dormida, hasta que los pretorianos entraron dando voces y preguntándome dónde había estado.
—¿Por qué le rechazaste? —me interesé. La cautiva adoptó un aire ofendido.
—La deshonra de mi hermana no implica que toda la familia sea igual de asequible.
—Mucha gente piensa que trataste de matarlo. Dicen que el propio César te reconoció en la terraza.
—Estaría tan borracho como acostumbra.
En este momento nos interrumpió la voz de Tueris:
—La reina está muy agradecida por tu ayuda —me indicó—. El chorro de la fuente nunca había llegado tan alto—. Solté el travesaño y me encaré con la dama. No parecía posible extraer más utilidad de Arsínoe.
—La prisionera ha colaborado muy positivamente —elogié.
—Es obediente como una buena muía —aprobó Tueris—. Aunque cuando empuja sola el travesaño le falta un poco de fuerza.
—Trabajar de muía es fácil —habló la cautiva, que no había cesado en su tarea—. Lo molesto son los tábanos —su carcelera no modificó su sonrisa ante tal definición.
—Un sirviente puede ahuyentarlos de tu espalda con un vergajo —ofreció—. ¿Has terminado, ateniense? La prisionera no está acostumbrada a la actividad mental y tememos que le estés produciendo dolor de cabeza.
—Creo que por hoy ya he progresado bastante —declaré.
Eché a andar hacia el cuerpo de guardia. Ante mi sorpresa la dama me siguió, como si iniciase un paseo por los jardines en mi compañía. Poco más allá aguardaba Eos, que se sumó al grupo.
—Espero que no te habrá conmovido con sus lágrimas de cocodrilo —deseó Tueris—. Sabe fingir muy bien su papel de princesa desvalida.
—Sus cadenas parecen bastante reales —objeté.
—Debía, estar agradecida a la reina por su magnanimidad —continuó la dama—. En otros tiempos a los traidores se les arrastraba con un garfio en la boca.
—También deberla mostrar su gratitud a César —indiqué—. Los romanos tienen la costumbre de rematar el triunfo ejecutando al rey vencido.
—Seria un sentimiento impropio de una hiena como ella —miró en todas direcciones, como para cerciorarse de que ninguna oreja autónoma nos seguía por el aire, y agregó en voz baja:— Hace pocas noches intentó matar a César —hice un gesto de asentimiento.
—Asegura que es inocente. —Tueris emitió un estridente sonido a modo de risa.
—No creo que César sea un pusilánime, aficionado a imaginar historias terroríficas durante la noche.
—Cuéntame tu versión del incidente —sugerí—. Tal vez lo introduzca en mi tragedia.
—Eos y yo dormíamos en nuestra habitación, contigua a la de la reina. Nos despertó un grito que venía de la terraza. Corrimos afuera y vimos a César asomado a la balaustrada, ordenando a sus pretorianos que persiguiesen a la prisionera. Al momento se nos unió Cleopatra, envuelta en un chal, y después Oiqueneo y la servidumbre. En la cabecera de la cama había una jabalina clavada. Y César en persona vio cómo Arsínoe la disparaba.
—La presa alega que no pudo salir del cuerpo de guardia. —Tueris repitió su simulacro de risa.
—Su habitación tenía una ventana y el guardián que la vigilaba estaba muerto. ¿Quién le impedía salir?
—Según el centurión de los pretorianos no había ninguna huella en torno a la ventana.
—Eso implica una de tres posibilidades: o César sueña, o el centurión miente, o Arsínoe vuela. Yo apostaría por la segunda.
—¿Por qué iba a mentir Araneo? Es un veterano, de la máxima confianza de César.
—Quizá padezca el complejo de Perseo —aventuró Tueris.
—¿Qué es eso?
—El necio afán, presuntamente caballeroso, de afrontar mil peligros por socorrer a una dama encadenada. Sería la hipótesis más favorable para el centurión.
—¿Y la más desfavorable? —Tueris sonrió de nuevo.
—Muchos romanos, algunos sorprendentemente próximos a César, desean la muerte del dictador. Pero la mayoría teme las consecuencias del conflicto civil que se desataría. Si la mano ejecutora" fuese extranjera el problema quedaría brillantemente resuelto —miré con interés a la egipcia. Con sus carnes fofas y su mirada acuosa no resultaba una compañía muy agradable, pero hubiera sido una excelente exquiriente auxiliar. Al menos acababa de proporcionarme la única pista válida en todo aquel embrollo. El paseo nos había llevado junto al barracón de la guardia, en cuya puerta brillaba la coraza del presunto traidor. Me volví hacia Eos, que continuaba sin abrir la boca.
—Y tú —le interpelé—, ¿no tienes nada que añadir?
—Sólo que para ser un simple autor teatral haces muchas preguntas —contestó secamente. Creí llegado el momento de una retirada estratégica.
—Con el material que estoy recopilando tendré para una trilogía. Habéis sido muy amables al acompañarme.
—La reina quiere que seamos corteses con los verdaderos artistas —aseguró Tueris.
—¿Cuál es tu conclusión? —preguntó Araneo cuando las damas se alejaron.
—Un exquiriente sólo revela las conclusiones a su cliente —le corregí—. Al fin y al cabo nunca dije que resolvería el misterio en una sola sesión.
—Mandaré a un pretoriano que te lleve de vuelta —pensé que al menos podría obtener un fruto práctico de mi visita.
—No es necesario. Puedo conducir yo mismo la biga.
—No lo dudo. Pero es propiedad del ejército romano.
—César dijo que cualquier cosa... —empecé. El hombre hizo un gesto de resignación.
—De acuerdo, de acuerdo... —me atajó—. Trátala con cuidado. Si hay que arreglar la pintura descontará el gasto de mi soldada.
Los caballos de la biga juntaron los cascos y sacaron el pecho cuando me aproximé al vehículo, acreditando su buena educación militar. Eran dos animales serios y fornidos, que iniciaron un obediente trote acompasado apenas subí al pescante y, con cierta cautela, chasqueé el látigo. Lo mantuvieron regularmente hasta el templo de Pomona y cuando tiré de las riendas se detuvieron y aguardaron, con las orejas enhiestas, a que les ordenase la posición de descanso. Publio Antonio transitaba en aquellos momentos por la plaza.
—¿De dónde has sacado ese artefacto? —se admiró.
—Es un préstamo del ejército.
—Si pretendes alcanzar cierta reputación social en Roma deberás cambiar tus gustos —me censuró—. Ese carro y su tiro serán muy buenos para perseguir germanos por los montes, pero paseando con ellos por la vía Triunfalis no harás más que el ridículo.
—¿Qué tal por el Foro? —me interesé. Antonio cambió de expresión.
—Muy mal —comunicó—. Mi defendida sale mañana hacia el destierro en la isla Pantelaria. Ese Luciano resultó más peligroso de lo que parecía.
—¿Consiguió pruebas contra tu cliente?
—Más bien se enteró de que yo fui uno de los que en las últimas Lupercales gastaron una pequeña broma a la vestal mayor, disfrazados de lobos. Fue una distracción inocente, pero convenientemente distorsionada por ese malvado resultó decisiva para el tribunal. En fin, lo siento por la adúltera, pero como dice un refrán de tu tierra nautas somos y en el Egeo nos encontraremos. Por el momento una buena sesión en las termas aliviará los pesares de la jornada. ¿Me acompañas?
—Tengo trabajo —alegué—. Ni siquiera he comido todavía.
—Laboriosidad y frugalidad era el lema de mis antepasados —recordó Antonio—. Pero creía que los griegos erais más inteligentes. Puedes usar mis cuadras para guardar tu simulacro de biga. Ya sabes que desde que manda el partido popular hay mucho bribón por las calles; incluso el Senado está lleno de ellos.
Me despedí de Antonio y a la entrada de mi casa topé con las barbas rojas del mendigo Odiseo, que tras golpear infructuosamente en la puerta iniciaba su retirada. Recordando el recado de Baiasca le indiqué el paradero de la cémpsica. Su enmarañada faz se ensombreció.
—¡Pobrecilla! —masculló en tracio.
—Creo que se alegraría si la visitases. No acabo de comprender los motivos, pero por lo visto te aprecia mucho.
—Tóculo maltrata a sus esclavos y les hace trabajar hasta la extenuación —explicó el pordiosero. Agregó varias interjecciones en su lengua nativa, dirigidas al usurero, y concluyó—: Es todo lo tacaño que puede ser un romano.
—Eso es mucho decir.
—El día en que usurpó el palacio de tu tío fue una fecha triste para todos los mendigos del barrio. La despensa de Alcímenes siempre estaba abierta para nosotros. Por eso yo le fui fiel en la desgracia, aunque muchos prefirieron adular al intruso. Mi amigo Poreo decía que una costra de pan con un puntapié alimenta más que una sonrisa sola.
—¿Has dicho Poreo? —indagué, repentinamente interesado.
—Era un mendigo epirota y digo era porque murió anteayer, pobrecillo. Coincidimos muchas veces en el palacio de tu tío.