La esclava de azul (17 page)

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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

Desde su cima se divisaba la factoría de Tóculo, emergente entre los viñedos. El carro se deslizó cuesta abajo, sobre un blando tapiz de pámpanos, mientras yo aspiraba el aroma dulzón de la uva recién cortada y la luz del atardecer matizaba en gris la bucólica estampa.

Los vendimiadores, ajenos a las delicias paisajísticas, jadeaban bajo el peso de sus canastos. Los esbirros de Tóculo se afanaban en torno suyo, como los perros tras el rebaño, exhortando a la productividad con el elocuente argumento de sus azotes de cáñamo.

Detuve el vehículo tras uno de los barracones, convenientemente desenfilado de la entrada principal, y avancé entre los peones, con serios recelos sobre la acogida que me dispensarían los sicarios del usurero. Podía haber disimulado mi identidad cargando con un canasto, pero un ateniense de pro no adopta disfraces serviles, en especial si existe la posibilidad de que un esbirro con su látigo tome en serio el camuflaje. Por fortuna el tráfago era lo bastante intenso como para que nadie reparase en mí.

Los porteadores se dirigían en hilera a una gran nave de madera, atraídos, como los marinos por las sirenas, por una extraña melodía que salía de su puerta. Remonté sus notas como ellos hasta la entrada del barracón y sentí el golpe casi líquido de su ambiente sofocante, en el que flotaba el denso olor de la fruta macerada.

Se trataba del lagar. Los peones ascendían con su carga de racimos hasta lo alto de unos enormes trullos y los derramaban en una fugaz lluvia dorada. Un reguero rojizo caía desde la base de los depósitos hacia la boca de unos toneles de roble. Y un batallón de mujeres, hundidas hasta las corvas en la viscosa superficie de los trullos, evolucionaba a los acordes de dos flautistas, cambiando el pie de apoyo a su ritmo sincopado. Identifiqué al momento la túnica azul de Baiasca, que parecía escasamente complacida por su actividad, y no pude evitar un recuerdo a la bruja de Ishtar y sus profecías.

La afluencia de peones había cesado. Cuando la última gota de mosto cayó en la barrica los músicos emitieron un pitido agudo. Las esclavas descendieron de los trullos y empezaron a introducirse en una pila de agua, llena hasta la altura de sus rodillas, que pronto adquirió un tinte granate. Tras un nuevo toque de flauta se alinearon en dos hileras y con las manos a la espalda iniciaron el desfile, dejando tras de sí una estela de huellas húmedas, hasta un barracón situado al otro extremo del patio.

Cuando Baiasca pasó por mi lado le saludé con la mano. Ella levantó la vista, esbozó un amago de sonrisa y encogió los hombros en señal de resignación. Cuando la última esclava entró en el barracón la puerta se cerró con un lóbrego rechinar de cerrojos y candados.

Permanecí en el centro del patio vacío, un tanto indeciso sobre mis actividades. Una voz femenina sonó tras de mí:

—Soy la jefa de esclavas —indicó—. ¿Buscas algo? —era una mujer madura, algo entrada en carnes. Quedé absorto en la contemplación de su calzado, unos coturnos rojos, apenas desgastados por el uso, que me resultaron más que familiares.

—Venía a ver a una esclava —contesté.

—¡Qué lastima! Deben descansar hasta mañana. Nuestro amo es muy estricto en eso. ¿Para qué la querías? —era difícil explicar en pocas palabras mi condición de exquiriente y la calidad de colaboradora de la cémpsica, pero empecé a intentarlo:

—Ella y yo...

—¡Ya entiendo! —saltó jubilosa, probando por su expresión que no había entendido nada—. Quizá en ese caso la cosa cambie. También yo supe en sus tiempos lo que es el latido de un corazón joven —creí preferible dejarla en su error.

—Busco a una tal Baiasca. Viste una túnica azul y cuando la trajeron esta mañana calzaba unos coturnos como ésos.

—¡Ah, si! Son muy bonitos, pero poco prácticos para pisar uva. Los habría estropeado enseguida —le tendí una moneda, que rehusó con gesto dramático, mientras afirmaba: —Jamás cobraría un sextercio por unir dos enamorados.

—Muchas gracias —respondí, guardando la pieza.

—Y menos aún por desobedecer a un amo tan severo como Tóculo. Me desollaría si se enterase —continuó la repelente crisódula—. Diez denarios y la paloma es tuya por un rato. A prudente distancia, por supuesto. Mi amo cuida mucho el honor de sus esclavas. En la trasera del barracón verás una ventana enrejada, que da al talud de la colina. Espera allí y cuando me oigas silbar márchate deprisa.

Mientras la mujer se alejaba contando las monedas rodeé la edificación y escalé la pendiente hasta sentarme en un tronco de árbol, frente por frente con la ventana. Tras una corta espera Baiasca apareció tras la reja y apoyó las manos en los barrotes. Siguió un corto silencio.

—Estoy enjaulada —saludó al fin la cémpsica, con una sonrisa un tanto forzada.

—Al menos has topado con la musa de la danza sin que te compre el sirio —le dije, tratando de animarla—. Y espero que no aceche por aquí la serpiente de hierro —la esclava bajó lentamente la vista antes de contestar:

—Me parece que la llevo en los tobillos.

—Te he traído unas manzanas. Pensé que te apetecerían más que un racimo de uvas.

—Si alguna vez salgo de aquí no quiero volver a ver ni un solo grano —aseguró la cémpsica, cogiendo las frutas al vuelo.

—He estado con el jefe de la compañía que actuaba en casa de Elio Manlio la noche del crimen —informé—. Me ha hablado de aleteos misteriosos y polvillos dorados sobre la villa, pero no he adelantado gran cosa. El propio anfitrión seleccionó la tragedia para su cumpleaños. Sólo he descubierto que se la recomendó Cocleo.

—Deberías interrogarle —sugirió Baiasca.

—Ya lo he pensado. La hija del actor se me ofreció como ayudante. Es una gran muchacha, con asombrosas dotes dramáticas. Tal vez la acepte —mentí. Indagué atentamente cómo encajaba Baiasca la noticia. No pareció impresionarle en lo más mínimo—. No será igual que tú, por supuesto.

—Verás como sí.

—Antes estuve en la villa de César, con las dos egipcias —y narré mi entrevista con las hermanas. Me dejó hablar, pero no parecía demasiado atenta. Cuando terminé siguió un nuevo silencio—. ¿No se te ocurre nada? —pregunté.

—Estoy algo cansada —se excusó—. Llevo todo el día siguiendo la música de las flautas. He conocido a la novia de Glauco —añadió la cémpsica, ante mi expresión decepcionada.

—¿Del gladiador? —me interesé.

—Es esclava de Tóculo desde hace dos años. En el descanso de la comida me encadenaron a su lado. Le pregunté por qué se había cortado el pelo y me dijo que en señal de luto por la muerte de su prometido. Seguimos hablando y me contó el resto de la historia.

—Eso es un golpe de suerte.

—Trató de convencerle para que no combatiera aquel día. Poco antes el dueño del anfiteatro le había dicho que aún le faltaba mucho entrenamiento. Pero él aseguró que era su gran oportunidad y que el dueño le había garantizado que si le iban bien las cosas los dos quedarían libres.

—No debía de tenerle en gran estima. Cuando los nubios le derribaron desoyó la petición de clemencia del público y ordenó que lo remataran. Creo que también hablaré con ese hombre. —Baiasca hizo un gesto de asentimiento—. ¿Te sucede algo? Otras veces me has dado muchas más ideas.

—Tal vez cuando descanse un poco. ¿Le dijiste a Odiseo dónde podía encontrarme?

—Me prometió que vendría a verte —mentí. En realidad el tracio ni siquiera me había preguntado la dirección de la factoría, pero preferí no desilusionar a la esclava. En ese momento sonó un silbido—. Tengo que irme —manifesté—. Si te descubren hablando conmigo podrías tener algún problema. Por lo visto Tóculo necesita pocas excusas para azotar a su servidumbre.

—No me gustan los azotes —asintió Baiasca.

—Volveré mañana. Quizás hayáis terminado de pisar uva.

—Es la mayor cosecha de la década —comunicó lúgubremente la cémpsica.

Desanduve el camino de ida, sumido en pensamientos tan brumosos como las neblinas que empezaban a extenderse por las orillas del Tíber. Era obvio que Baiasca se hallaba embebida en sus propios y muy serios problemas, con tal intensidad que en un futuro inmediato debía prepararme para afrontar solo los enigmas. Y bastaba el mero planteamiento de tal posibilidad para que la maraña de éstos creciera y se enredara, hasta convertirse en algo muy similar al laberinto de Cnossos. Lancé un suspiro melancólico —que hizo enderezar las orejas, alarmados por tan insólito sonido, a mis caballos legionarios— y, en un súbito ataque de nostalgia ática, comencé a escrutar los rótulos de las hosterías suburbanas, en busca de alguna señal reveladora de que podría cenar en griego.

Quinto día

Sin duda las emociones fuertes, como los baños de una forja, templan el ánimo de un exquiriente. Así lo prueba la placidez con la que dormí aquella noche, sin que enigmas insolubles ni intrigas enrevesadas turbaran la eufonía de mis ronquidos. Unos golpes en la puerta interrumpieron esta feliz situación.

Entreabrí un ojo y miré hacia la ventana. Una serie de detalles —el matiz grisáceo del cielo, el piar de los pájaros en la arboleda, el chirriar de las carretas— me demostró que, como temía, era una hora espantosamente temprana, en absoluto apta para perturbar el sueño de un fatigado exquiriente. Me vestí con el peor humor imaginable y abrí bruscamente la puerta.

Mi visitante era una mujer empolvada y ancha de hombros, adornada con tal cantidad de pendientes escarabajiformes, diademas aserpentadas, gargantillas y brazaletes polícromos que hasta el menos astuto de mis colegas la habría identificado como una egipcia, algo así como, en caricatura, la viuda de un faraón del antiguo Imperio. En contraste con su suntuosa vestimenta llevaba un atadijo de ropa bajo el brazo. Escruté sus rasgos, apenas visibles bajo los cosméticos, pero no pude identificarla con ninguna de las damas de Cleopatra.

Con un extraño acento, en absoluto alejandrino —tal vez procedente del Alto Nilo— la desconocida solicitó una entrevista conmigo. Le invité a pasar al consultorio y ocupé mi lugar frente a ella. Dejó caer sobre la mesa sus manos, vencidas por el peso de innumerables anillos de lapislázuli, y empezó:

—Estoy aquí de riguroso incógnito —pensé que con aquel atuendo todos los vecinos de la plaza estarían comentando en aquellos momentos su visita—. Traigo un terrible misterio —añadió con voz trémula.

—Mi oficio consiste en resolverlos.

—Alguien ha intentado matarme —reveló, en un preámbulo evidentemente común a los clientes de nuestro ramo—. Envenenó mi copa de malvasía. Por fortuna la dejé en el suelo y mi leopardo favorito metió el hocico y lamió unas gotas. Murió entre horribles dolores.

—¿Tu leopardo? —me sorprendí.

—Tengo también un león, pero no le gustan los licores —aclaró la dama.

—¿Quién te sirvió esa copa?

—No lo sé. Estaba tomando mi baño de leche y pedí a una esclava que me la llenara. Alguien me la puso en la mano y cuando me volví la esclava había sido estrangulada.

—¿Tu baño de leche? ¿Quién eres tú? —ella lució una radiante sonrisa.

—Soy la reina Cleopatra —la recorrí con la vista de pies a cabeza.

—Quítate esos colgajos, mentirosa —le exhorté—. Pareces el muestrario de un bisutero. —Marcia hizo un gesto de decepción.

—¿Cómo me has descubierto?

—Tal vez intentaras hablar con acento egipcio, pero más bien parecías una gangosa. Y da la curiosa casualidad de que conozco a Cleopatra.

—¿Tú? ¿De qué?

—De vez en cuando colabora conmigo. No eres la única que desea hacerlo —la joven empezó a retirar sus abalorios y a depositarlos en la mesa—. ¿De dónde has sacado toda esa quincalla? —pregunté.

—Unos meses atrás la compañía de mi padre hizo una gira por Oriente —contestó la muchacha, mientras se quitaba la peluca morena—. Corinto, Creta, Chipre, Alejandría... Compré muchos recuerdos. ¿Quién es ese Alcímenes el tebano del que habla la placa?

—Era mi tío —aclaré—. Fue el fundador del negocio y conservé el nombre comercial en honor suyo.

—Reconoce que al principio te he engañado.

—Los exquirientes pensamos muy profundamente por la noche. No solemos estar despejados si alguien nos molesta a estas horas de la mañana. ¿Qué es lo que estás buscando?

—Ya te lo dije ayer. Quiero ser tu ayudante —me dispuse a responder con una elocuente negativa, reiteración de la manifestada la tarde anterior. Los argumentos, sin embargo, no acudieron a mi mente con la contundencia deseada. Marcia había probado ser una muchacha decidida y con recursos, susceptible de echar una mano en algún momento determinado de mis investigaciones. En el fondo, con Baiasca prisionera en la factoría de Tóculo, me resultaba algo triste andar solo por Roma. El recuerdo de la escasa colaboración prestada por la cémpsica en mi visita de la víspera terminó de decidirme.

—De acuerdo —dije—. Puedes acompañarme un par de días, bajo tu responsabilidad —se le iluminó el rostro.

—No te arrepentirás —aseguró—. Y el precio que pido te será muy asequible —esta última declaración me pareció desconcertante.

—¿Qué precio? —pregunté.

—No creerás que voy a trabajar gratis. No se trata de dinero —se apresuró a aclarar ante mi expresión—. Sólo reclamo un pequeño favor a cambio de mi colaboración —adoptó de nuevo la pose antigonesca y reveló—: Quiero conocer a mi abuela.

—Encontrar abuelas entra dentro de mis atribuciones —concedí—. Pero necesitaré más datos.

—Sé perfectamente dónde está su casa. He paseado muchas veces junto a su puerta.

—¿Qué te impide entonces conocerla?

—No quiere recibirme —comunicó la joven—. Antes de que yo naciera se peleó con mi padre y lo expulsó de casa.

—¿Por qué?

—Porque quería ser actor.

—Una historia muy triste.

—Mi abuela pertenece a una familia patricia, que ha recorrido todos los grados del cursus honorum. Es hija de un pretor, hermana de dos cónsules y su marido fue edil curul. Su otro hijo fue un héroe de guerra. Cuando mi padre se negó a ingresar en el ejército para dedicarse al teatro fue desheredado y desde entonces mi abuela se ha negado a todo contacto con nosotros. Por eso quiero que vayas a verla, con cualquier excusa relacionada con tu oficio, y me lleves a mí de ayudante.

—¿No te sería más fácil esperar a que salga a la calle y abordarla?

—No sale nunca a la calle. Cuando su hijo murió en las Galias sufrió un ataque que la dejó paralítica.

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