La esclava de azul (20 page)

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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

—La empujaron desde dentro, señor.

—¿No pudo ser desde fuera? —intervino Livisa.

—Pudo ser, señora —admitió el hombre—. Siempre que se tratase de alguien invisible y con el don de volar.

—De acuerdo —asentí—. Ya podéis marcharos —los porteros se apresuraron a acatar la invitación—. ¿Son de confianza? —planteé a Livisa. Ésta hizo un gesto vago.

—Ya se sabe lo que es la servidumbre en estos tiempos. Pero llevan muchos años en la casa y nunca ha habido queja de ellos.

—¿Qué tal son sus relaciones con Cocleo? ¿Lo suficientemente buenas como para hacerles mentir en su provecho?

—Cocleo es capaz de muchas cosas —contestó Mitis—. Pero ni vuela ni es invisible. Y estaba en la planta baja cuando mi padre murió.

—Cocleo es el mayor traidor, felón, impostor y perjuro de la historia y el más vil de los gusanos que reptan sobre la tierra —proclamó una voz masculina. Con su geométrico peinado y su impoluta clámide ateniense Manlio Turmo se incorporó a la reunión.

—Me parece improcedente... —empezó Mitis.

—Lo improcedente, prima, es pagar a un exquiriente para ocultarle después toda la verdad —el romano se volvió hacia mí y continuó—. Ayer repasé todas las cuentas de mi tío, Cuya fortuna era íntegramente administrada por ese sapo bisojo. Hacía más de cinco años que su hombre de confianza le robaba como un pirata cilicio.

—Supongo que habrá sido arrestado —confié.

—Todo lo contrario. Su nuevo amo está a punto de manumitirlo, conforme a la última voluntad del estafado, para confirmarlo después como liberto administrador con una suculenta paga.

—No comprendo —Mitis se ruborizó antes de contestarme:

—Cocleo negó haber robado un solo as en provecho propio. Según sus palabras, todas sus sustracciones eran simples anticipos de herencia, para evitar al heredero de la casa la deshonra de dejar deudas impagadas.

—¿A tu hermano? —la joven asintió bajando la cabeza—. ¿A cuánto asciende lo sustraído?

—A más de quince talentos —admitió la joven con la vista en el suelo.

—Marco es un excelente muchacho, que terminará siendo un buen general romano —dijo Turmo—. A menos que un día la batalla decisiva sea a la misma hora que una carrera de caballos, porque entonces desertará y acudirá a jugarse el casco y la coraza. Las cantidades que perdió en vida de mi tío no son gran cosa comparadas con la fortuna que ahora ha heredado, pero resultaban totalmente inasequibles para su peculio de hijo de familia y su padre se negó siempre a satisfacerlas. Sin la intervención de Cocleo habría sido expulsado del ejército y probablemente ingresado en la cárcel de deudores.

—Estoy comprobando que las apuestas constituyen una verdadera plaga en esta ciudad.

—Hoy hay carreras en el circo. Puedes estar seguro de que allí estarán amo y esclavo, iniciando la liquidación del patrimonio de los Manlio —aseguró Turmo.

Resolví suspender aquí mis actuaciones en la villa. Era más necesaria que nunca una larga entrevista con Baiasca.

—Me esperan ciertos asuntos urgentes —manifesté—. Espero que la próxima vez traeré alguna solución.

—Empezamos a echarlas en falta —contestó secamente Livisa.

La hostería del templo de Quirino estaba en plena actividad. De la puerta de su cocina salía un tráfago de sirvientes con bandejas humeantes, rodeados por el vivificante aroma de casi todos los condimentos y especias conocidos. Marcia aguardaba en compañía de una cazuela de barro, aspirando con expresión extática los vapores culinarios.

—Vámonos de aquí —me dijo en cuanto me vio— o morderé a un camarero.

—¿Está el guiso en su punto?

—Llevo un buen rato oliéndolo y puedo garantizarlo.

—¿Por qué no has pedido algo para entretener la espera? Esos cohombros fritos tienen muy buen aspecto —la joven se encogió desdeñosamente de hombros—. ¿No será porque el sirio te ha encontrado demasiado llenita para su conjunto de baile? —planteé. Ella repitió su ademán de menosprecio.

—Nunca aceptaría entrar en un conjunto —contestó—. Cuando el público me ovacione no compartiré los aplausos con nadie.

Agregué una libra de pan a la compra, liquidé la cuenta con el hostero y nos encaminamos hacia la biga. Marcia se sentó en la trasera, con la cazuela en las manos, yo empuñé las riendas y los caballos iniciaron su ordenado trote hacia el Tíber. Al cabo de un rato la joven levantó la tapa del recipiente y aspiró profundamente.

—¿Adonde vamos? —preguntó—. El guiso se va a enfriar.

—Puedes ir comiendo tu ración —antes de que terminara la frase ya la muchacha había desmigajado una corteza de pan y, utilizándola como cuchara, iniciaba su ofensiva contra la cazuela.

El trayecto resultó lo bastante largo como para que, cuando al fin detuve la biga frente a la factoría de Tóculo, el recipiente hubiese aligerado su peso en toda la ración de mi ayudante, la mitad de la de Baiasca y un buen tercio de la mía. Se la arrebaté de las manos y le ordené:

—Quédate aquí vigilando los caballos. Y procura no dormirte. Después de lo que has comido necesitarás una buena siesta.

—Lo menos que merezco es reponer las energías que he gastado para ti —se defendió ella.

La población laboral de la factoría estaba disfrutando del descanso del mediodía. Así lo probaban la soledad del lagar y del patio y el espeso murmullo procedente del barracón de las esclavas. El único transeúnte resultó ser, por fortuna, la jefa de servicio, que apenas me divisó acudió gorjeando al placentero encuentro con algunos denarios adicionales.

—¿Vienes a ver a tu prometida? —preguntó, con una repelente sonrisa de complicidad—. Está en el barracón. Van a darles de comer.

—¿Buena comida? —me interesé.

—Sopa de acelgas. El amo no es muy generoso en estas cuestiones. Y si me guardas el secreto añadiré que en casi ninguna. Por cierto —y se me aproximó en un dramático gesto confidencial —creo que debes desconfiar de esa muchacha.

—¿Por qué?

—Esta mañana ha venido a verla un hombre. Un mendigo pelirrojo, para más datos. Han estado discreteando durante un buen rato. Se lo hubiera impedido, por supuesto, pero los denarios con los que me pagó eran tan buenos como los tuyos. ¿Qué llevas en esa cazuela?

—Pensaba que tal vez pudiéramos comer juntos. Baiasca y yo, quiero decir —me apresuré a concretar, al ver que la mujer asentía rápidamente.

—Eso es imposible. Debe comer en el barracón con las demás esclavas.

—Llevamos mucho tiempo sin vernos —insistí—. Y he de interrogarla sobre el mendigo pelirrojo.

—Corro un grave riesgo por ti —accedió la mujer—. Y la tarifa diurna son veinte denarios —mascullé un juramento y deposité las monedas en su mano. Ella añadió—: No te quejes, porque al mendigo le he cobrado treinta. Claro que él no era un joven enamorado.

La crisódula abrió la puerta del barracón y a través de un pasillo accedimos a su patio interior, un estrecho recinto tapizado de rastrojos y hojas caídas. Entre los dos castaños mustios que lo adornaban había un banquito de piedra, en el que me senté con la cazuela. Y al poco tiempo, arrastrando con pasos cortos la cadena de sus tobillos, la cémpsica compareció por un lateral.

Estaba algo más pálida y ojerosa y se había recogido el pelo, quizá por imperativos patronales, en una cola que no acababa de favorecerle. Le guiñé un ojo a guisa de saludo, ella se sentó a mi lado y hundió con un gesto rápido los pies con sus hierros bajo la hojarasca del suelo.

—Tienes aspecto de cansada —le dije.

—Trabajamos catorce o quince horas a cambio de un cazo de agua sucia con berzas. Y no consigo dormir atada a una argolla. No he pegado ojo en toda la noche.

—También estabas encadenada en el depósito de esclavos —recordé. Meditó la respuesta y admitió:

—Supongo que allí sabía que vendríais a sacarme.

—Hoy comerás algo mejor que caldo de berzas —revelé, destapando la cazuela. En nuestra corta convivencia había podido comprobar que la gula no era en modo alguno un vicio de la cémpsica, pero en aquella ocasión se le iluminó muy favorablemente la mirada. Corté un trozo de pan, se lo tendí y deseé—: Buen provecho.

Mientras atacábamos el guiso inicié la narración de mis últimas actividades. Esta vez sí me escuchó atentamente.

—Por lo que respecta a la muerte de Siderobros —concluí— creo que la culpabilidad de Timoleón es evidente. Él mandó trucar el escudo de Glauco, disfrazó a Poreo de noble apostador y le entregó cincuenta talentos para que los distribuyera entre los corredores. Después cogió las ganancias y le mató para que no pudiera delatarle.

—Está muy bien pensado —asintió la cémpsica.

—Aún hay varios puntos dudosos. Por ejemplo, tuvo que aserrar las abrazaderas antes de que Glauco se reuniera con Siderobros en el vestuario. Y se podía haber desprendido en cualquier momento antes de que empezase el combate, tal vez en el desfile inaugural.

—A menos que Glauco fuese también un cómplice de Timoleón —dijo Baiasca.

—¿Tú crees?

—Podía haberle ofrecido que si colaboraba con sus planes su prometida y él quedarían libres. No tenía más que llevar con cuidado su escudo amañado, con el león pintado en el envés, y cambiarlo con Siderobros cuando éste se lo propusiera.

—Para quedar libre habría debido sobrevivir al combate. Y los tridentes de los nubios no estaban amañados.

—No sé gran cosa sobre gladiadores, pero tengo entendido que, salvo accidentes como el de Siderobros, un mirmillón no suele ser atravesado por un reciario. Primero es envuelto en la red y derribado y sólo muere si el director del festival baja el pulgar.

—¡Por Palas! —exclamé— ¡Naturalmente! Lo que ocurre es que Timoleón incumplió su palabra y mandó matarle, como hizo con Poreo.

—Es muy probable. También debes considerar la posibilidad de que Timoleón no hubiese tramado el plan solo.

—¿Quién le pudo ayudar?

—Un socio capitalista. Cincuenta talentos son una fortuna inmensa para un simple director de anfiteatro.

—Alguien sin escrúpulos, sediento de dinero y lo bastante avaricioso como para hacer desaparecer a sus cómplices antes que compartir el botín con ellos —definí—. Tóculo se ajusta perfectamente a esta definición, pero supongo que en Roma debe de haber varios cientos de indeseables como él.

—Los demás no son dueños de la prometida de uno de esos cómplices, ni contaban con el otro entre los mendigos que visitaban su palacio —permanecí unos instantes paladeando esta posibilidad.

—Sería formidable desenmascarar a Tóculo como autor del fraude —aseguré—. Perdería el palacio de mi tío Alcímenes y tú quedarías libre. Bueno, quiero decir que volverías a ser mi esclava —rectifiqué—. Pero yo no te haría pisar uva.

—Alcímenes y tú me habéis tratado siempre muy bien —me tranquilizó la cémpsica.

—No podemos esperar tanta suerte. De momento habrá que empezar por averiguar cómo pudo saber Timoleón que Siderobros, al descubrir el lagarto en el pecho del nubio, cambiaría el escudo con su compañero y que al caérsele y ver el león dibujado quedaría paralizado.

—Deberías volver a hablar con la bruja de Ishtar —sugirió Baiasca.

—Tengo otro motivo para verla —y cité la visita del sirio y mi nuevo encargo—. ¿Qué excusa puedo dar para acariciarle la cabeza? —planteé—. El único dato para reconocerla es la cicatriz bajo el flequillo —la cémpsica pareció muy divertida al imaginar la escena.

—Seguro que se te ocurrirá algo —afirmó.

—Pasemos al segundo frente. ¿Qué opinas del polvillo dorado y los aleteos de la diosa Némesis? ¿Qué pueden tener que ver con un esclavo infiel y un hijo derrochador? ¿Y quién abrió y cerró la ventana, si todos los asistentes a la fiesta estaban presenciando la tragedia? —esta vez Baiasca meditó la respuesta.

—Tendrás que hablar con Cocleo antes de formar conclusiones —opinó al fin.

—Esta tarde iremos a las carreras de caballos —anuncié—. Turmo dijo que Cocleo y Marco Manlio estarían en el circo. Quiero decir que iré. No creo que Tóculo te deje acompañarme —la cémpsica asintió con gesto triste.

—Más bien no. Debo seguir pisando uva. Supongo que de un momento a otro me reclamarán para el trabajo.

Estas palabras coincidieron con el silbido de la crisódula, desde la puerta del barracón. Baiasca se incorporó y sacó los pies del montoncito de hojas que había ido formando mientras hablábamos. Decidí que en aquella situación no podía perder el concurso de una auxiliar de sus condiciones, en especial para dejarla sometida a tan infamante trato.

—Nada de eso —afirmé—. Hoy vienes conmigo.

—No puede ser. Nos cuentan varias veces al día.

—Nadie te echará a faltar —prometí—. Mi nueva ayudante estará encantada de ocupar tu puesto durante algunas horas.

—No creo que le guste pisar uva.

—Con tal de interpretar un papel sería capaz de dejarse crucificar —aseguré—. No te muevas de aquí.

Mis conjeturas sobre Marcia resultaron exactas. Bastó una confusa explicación sobre una misión secreta, consistente en sonsacar a una compañera de esclavitud, novia de un gladiador muerto en la arena, las palabras de éste en su último encuentro, para que se apresurase a calarse la peluca morena y a trotar a mi lado hasta el patio del barracón. Convencer a la jefa de esclavas fue más complicado, pero tras el pago de cincuenta denarios y unos cuantos gestos pretendidamente insinuantes sobre mis verdaderas intenciones —que a decir de Marcia resultaron propios del peor comediante que jamás viera en escena— la crisódula prestó su consentimiento al trueque.

—Volveremos antes del anochecer —prometí.

—Estoy arriesgando la piel por vosotros —recordó ella—. ¡Ay, si yo no hubiese sido también joven!

La romana sacó una llave de su faltriquera, abrió con ella los grilletes de Baiasca y volvió a cerrarlos en los tobillos de Marcia, mientras ésta se quitaba las sandalias y las entregaba a la cémpsica.

—Tendréis que cambiaros las túnicas —recordé—. Aunque tal vez habría que ensanchar antes las costuras de la de Baiasca.

—Debe de ser muy triste ser esclava de alguien que se cree gracioso sin serlo —comentó Marcia, para ordenarme a continuación—. Ponte cara a la pared.

Tal hice mientras las mujeres intercambiaban sus vestidos. La cémpsica empezó a atarse los cordones de las sandalias.

—No es un calzado cerrado como te gusta —le indiqué— pero será mejor que nada.

—Está muy bien —afirmó Baiasca, echando a andar a mi lado. Cerca de la puerta se volvió hacia Marcia y dijo—: Gracias —pero dudo que su suplantadora, que ya empezaba a dedicar uno de sus encendidos parlamentos a la jefa de esclavas, llegase siquiera a oírla.

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