La esclava de azul (22 page)

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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

—¿Qué hacías tú con ése? —le interpelé.

—Estaba tomando el fresco y ese hombre se paró y quiso saber si trabajaba para el exquiriente. No vi nada malo en contestarle.

—¿Qué más preguntó?

—Si Tóculo vive en ese palacio y si alguna vez había visto entrar en él al dueño del anfiteatro. En ese momento saliste tú y echó a correr.

—Eres demasiado confiada —le reproché—. Algún día puedes tener problemas.

—Nunca me sacarían nada que no debiera decir —aseguró ella.

—¿Qué tramará ese sujeto? Ya es la segunda vez que se cruza en mi camino y tengo suficientes enigmas pendientes como para desear otros nuevos. Todo el mundo parece guardar algún misterio en esta ciudad. Incluso tu amigo Odiseo.

—¿Qué ocurre con Odiseo? —se interesó Baiasca.

—Pagó treinta denarios por visitarte en tus prisiones. ¿De dónde los obtendría?

—A lo mejor se gastó todos sus ahorros, pobrecillo —aventuró la cémpsica— Ya he leído tu tablilla.

—¡Excelente! La comentaremos mientras cenamos.

—Pero es hora de que me devuelvas a la factoría de Tóculo. Tu ayudante debe de estar cansada de pisar uva.

—Es una muchacha muy activa y le vendrá muy bien desfogarse un poco. Además, sería una lástima interrumpir su representación ahora que debe haberse hecho con el papel. Mañana haremos el cambio.

Sentados ante la habitual cena fría, a la luz de dos cirios, iniciamos el repaso de mis anotaciones tácticas.

—Tenemos dos parejas de sospechosos, cada una de las cuales desvía las sospechas sobre la otra, con dos móviles diferentes —expuse—. Para Turmo y Livisa, su supuesta relación culpable; para Marco Manlio y Cocleo, sus fraudes en las cuentas. Pero los cuatro asistieron a la representación en primera fila y entraron en la habitación cuando Elio estaba muerto.

—No hay ninguna prueba de que Livisa corresponda a las galanterías de Turmo —opuso Baiasca.

—Conocemos ese misterioso amor suyo de juventud. Pero como ya señalé a Cocleo, ¿por qué un noviazgo con Turmo iba a ser secreto?

—Podría ser importante investigar a fondo sobre el pasado de Livisa —sugirió la cémpsica.

—Me parece muy recomendable. Por otro lado, contamos con el aleteo sobre el tejado, el polvillo dorado y esa ventana que se abre y se cierra sin que nadie entre por ella. ¿Qué sentido puede tener?

—Las ventanas abiertas no sirven solamente para entrar —apuntó la esclava.

—También pueden utilizarse para salir —asentí—. Pero, salvo que se tratase de un fantasma incorpóreo, todo el que hubiera atravesado esa ventana hubiese sido visto por los porteros.

—Hay otras cosas incorpóreas, igualmente invisibles de noche. Por ejemplo, una nube de polvo.

—¿Cómo puede formarse una nube de polvo dentro del dormitorio de un patricio romano?

—El yeso picado se convierte en polvo. Y si no se abre una ventana termina por manchar toda la habitación —pese a la habitual moderación de mi vocabulario, en aquella ocasión contuve por muy poco uno de los más recios juramentos áticos.

—¡Eso es! —exclamé—. La estatua de Némesis iba cubierta de una capa de yeso, que disfrazaba sus formas hasta convertirla en la diosa del amor. Alguien entró en la alcoba durante la representación, picó el yeso y lo rascó hasta llegar al mármol original. Seguramente limpió después los rastros de polvo en suelo y muebles, además de abrir la ventana, pero se le escaparon algunas partículas que después fueron recogidas por las criadas —miré a Baiasca con admiración mal disimulada—. ¿Cómo lo has razonado?

—Se nos ha ocurrido entre los dos —declinó la esclava.

—¿Y el aleteo? Sería mucha casualidad que mientras el asesino picaba el yeso una cigüeña se hubiese dedicado a revolotear sobre la villa.

—El polvillo del yeso no es dorado ni brilla en la oscuridad. Nadie lo vería flotar sobre los tejados contra un cielo negro.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que si Laurencio imaginó un polvillo dorado, también pudo soñar con un aleteo.

—También puede significar que Laurencio es un embustero, que miente para encubrir a alguien —añadí—. Bien, ya sabemos que Némesis no es la asesina, aunque en realidad tú y yo nunca dudamos de su inocencia. Pero esta circunstancia refuerza el enigma principal. Cuando los asistentes a la fiesta entraron en la habitación, Elio Manlio estaba solo. Nadie pudo salir del dormitorio en los instantes anteriores. Y sin embargo es matemáticamente indiscutible que hace falta un mínimo de dos personas para que una pueda ser apuñalada por otra. ¿Estás de acuerdo? —Baiasca asintió—. El enunciado del problema es obvio, pero la solución no —me lamenté.

—Tal vez la solución esté en el mismo enunciado —intervino enigmáticamente la cémpsica.

—Explícate mejor.

—Necesitamos más antecedentes —esquivó ella—. Aún sabemos poco sobre los protagonistas.

Aunque los platos estaban vacíos, hasta tal punto me había enfrascado en nuestros descubrimientos que apenas si recordaba qué habían contenido. Esparcí sobre la mesa las inevitables pasas y continué:

—Pasemos al enigma de las dos egipcias —narré a la esclava las aportaciones de Oiqueneo y el dato, decisivo a su juicio, de los pies embarrados de Eos.

—Tal vez quiera sugerir que fue ella la que ayudó a Arsínoe a volver al barracón sin dejar huellas —dedujo Baiasca.

—Sí, pero ¿por qué medio? —esta vez la cémpsica meditó la respuesta.

—Deberé pensármelo con más calma —admitió—. Estoy algo cansada.

—No tendré más remedio que aceptar la invitación del chambelán y regresar a la villa Juliana. No podemos consentir que un alejandrino presumido resuelva el enigma antes que nosotros.

—Puede ser una trampa —recordó Baiasca—. Las egipcias son muy peligrosas —me encogí de hombros con un modesto ademán de héroe homérico.

—Alcímenes habría ido —aseguré—. Supongo que estos peligros forman parte de nuestro riesgo profesional.

—Sí, pero tú no eres... —empezó la cémpsica. Se detuvo a tiempo y concluyó—: Ten mucho cuidado.

—Has pasado mala noche y no has parado en todo el día —indiqué a Baiasca, complacido por su interés—. Será mejor que descanses antes de volver a la factoría —la esclava se incorporó y echó a andar hacia el patio.

—Buenas noches —deseó.

—Utiliza hoy la cama —ofrecí—. Te la has ganado —la cémpsica inició la negativa de costumbre—. Cuando vuelvas a dormir atada en el suelo del barracón lamentarás no haber reposado a gusto una noche al menos.

—Estoy bien ahí afuera —insistió ella. Pensé que había llegado el momento de imponer mi autoridad de propietario.

—No lo dudo, pero aquí el amo soy yo. Ven conmigo —me miró con sorpresa, pero cumplió el mandato. Tomé los dos cirios y por el pasillo a oscuras la escolté hasta el dormitorio. Dejé una de las candelas en el suelo y ordené—: Quítate las sandalias.

—¿Para qué?

—No vas a dormir con ellas. ¡Y ya está bien de discutir todo lo que digo! —en evidente tensión defensiva, Baiasca desató muy lentamente los cordones de su calzado—. Y ahora échate en la cama y descansa todo lo que puedas hasta mañana. Debemos salir temprano hacia la factoría.

Cerré la puerta a mis espaldas, satisfecho de haberme salido por una vez con la mía, y salí al patio. Una ráfaga de viento hostil me hizo retroceder hasta la alacena, coger una frazada de lana y regresar al dormitorio. Anuncié mi presencia con un golpecito en la puerta y franqueé su umbral. La cémpsica, tendida sobre la cama, levantó la cabeza en un movimiento de alarma.

—Va a hacer frío esta noche —anuncié, extendiendo la manta sobre sus piernas—. Dormirás mejor con esto.

—Hasta mañana —se despidió esta vez Baiasca, mientras yo me inclinaba sobre el cirio del suelo y lo apagaba de un soplido. De buena gana habría rematado tan paternal escena con un beso en la frente de la esclava, pero no me pareció procedente.

Tras lo cual me dirigí al consultorio, uní sus dos sillas y, colocando en uno de sus respaldos, a guisa de almohadón, una esterilla de esparto, traté de buscar acomodo en su dura superficie.

Sexto día

La caballerosidad tiene su precio, conforme pude comprobar en las horas que siguieron, tratando vanamente de conciliar el sueño sobre los agresivos salientes de las sillas de mi consultorio. Un viento desapacible ululaba en la oscuridad de la plaza y filtraba sus ráfagas frías por las mil rendijas de la ventana. El pozal del aljibe cayó al suelo, con un ruido metálico que terminó de despejar mi muy escasa somnolencia.

Poco después se oyó la voz de Baiasca que preguntaba:

—¿Qué quieres? —aunque era obvio que hablaba dormida, su tono de alarma me pareció algo decepcionante; no tanto, sin embargo, como el grito horrorizado que siguió. No pretendo que, ni aún en sueños, una joven palmotee alborozada al verme irrumpir en su alcoba a medianoche, pero tampoco creo justificar una reacción de espanto, como si quien entrase en la estancia fuese el monstruo Tifón. Al segundo grito de la cémpsica salté de las sillas y corrí hacia el dormitorio.

Empujé su puerta entreabierta. En el interior una débil claridad iluminaba a dos personas: al fondo Baiasca, arrebujada bajo la manta; y de pie junto a la cama un hombre, con un farolillo en la zurda, cuya luz oscilante hacía brillar a la vez una sonrisa lobuna y la hoja de un inmenso puñal curvo, desnudo en su mano diestra. El intruso miró con tal fijeza hacia un punto entre mis costillas, algo más arriba de la sexta, que cualquier interpelación sobre sus propósitos me pareció superflua.

Un buen ateniense es ejercitado desde su infancia en la elocuencia y la retórica, pero hay ocasiones en la vida en que uno debe ser tan práctico y positivista como el más vulgar de los romanos. Tras un rápido recorrido visual por la estancia en busca de un arma defensiva, me incliné sobre una de las sandalias de Baiasca, la volteé por el cordón y la disparé contra el hematófago. En la precipitación del momento no puedo asegurar si apunté hacia algún blanco concreto, pero un hondero balear no habría mejorado mis resultados. El farolillo se quebró, la candela cayó al suelo con una llamarada agónica y las tinieblas se extendieron por la habitación.

A partir de aquí mi estrategia era algo confusa, pero sí era evidente lo que no debía hacer: permanecer quieto en el sitio. Así lo entendí y salté de lado a la vez que una masa, rematada según todos los indicios por la punta del cuchillo, rozaba mi túnica y se estrellaba contra la pared. Unos rápidos pasos que se alejaban por el corredor revelaron que Baiasca aprovechaba la oportunidad para darse de baja en aquella desapacible reunión nocturna.

Por lo que a mí respecta la situación era algo más delicada. El asesino interponía su puñal entre la puerta y yo y contenía la respiración, aguardando el más leve de mis movimientos para reincidir en su intento. Le oí mascullar una sucia interjección de alegría y al momento rascar un pedernal, signo evidente de que tanteando en el suelo había hallado la candela.

Con la inexorabilidad característica de las tragedias de mi tierra la chispa saltó y el cabo de vela iluminó de nuevo el feo rostro de su portador. El sicario se relamió las comisuras de los labios, como si paladeara por anticipado el sabor de mi sangre, e inició su ataque definitivo, mientras yo me concentraba en las palabras con que explicar al barquero de los muertos, camino de la laguna Estigia, las insensatas razones por las que cambié la paz de los olivares áticos por aquel nido de criminales. Y en aquel instante el hematófago se elevó sobre sus talones, como impelido por una fuerza sobrenatural, y emprendió un corto vuelo que fulminó de bruces contra la pared del pasillo.

La candela rodó por los suelos y agrandada por su luz surgió la hercúlea figura de Alyx el númida, que ya se aproximaba al intruso dispuesto a reanudar su peculiar y contundente trato. El hombre tomó rápida y mentalmente las medidas de su interlocutor y, renunciando a su segundo intento, abandonó la casa a toda la velocidad de sus piernas.

Ya había desaparecido entre las sombras cuando Alyx y yo llegamos al exterior. Baiasca asomó tras la espalda del númida, evidenciando que, pese a su instintivo rechazo hacia los gladiadores, sabía apreciar el momento adecuado para gozar con su compañía. Ni una sola ventana se había abierto en toda la plaza, como si los habitantes de Roma no se dignasen interrumpir su sueño por un incidente tan trivial y rutinario.

—¿Quien era ese hombre? —preguntamos a la vez el númida y yo, aunque el primero, tras varios tartamudeos, terminó bastante más tarde—. Vamos a la cocina —ofrecí—. Creo que todo esto merece un extenso comentario.

Encendimos las velas y abrimos la barrica de vino beocio.

—Mis zapatos se han quedado en la habitación y hace frío —anunció Baiasca.

—¿Y por qué no vas a por ellos?

—Porque tengo mucho miedo.

—Ahora los traigo. Aunque a veces no lo parezca, es mi esclava —presenté al númida.

—No está mal, pero prefiero la de esta mañana —opinó Alyx—. Me gustan algo llenitas. Bien —planteó cuando regresé del dormitorio—, ¿qué quería ese individuo?

—Si no era un estudiante de medicina, interesado en una disección de urgencia, es evidente que se trataba de un asesino a sueldo —respondí.

—¿Quién le ha enviado? —seleccioné los posibles candidatos antes de contestar. Por mi mente pasaron, en rápido desfile, la reina Cleopatra, su chambelán, el secreto aliado de su hermana; el siniestro Timoleón, su misterioso capitalista; Cocleo, Marco Manlio, Turmo, Livisa...

—Pudo ser cualquiera —admití.

—Dicen que nuestro oficio es realmente muy peligroso, pero el vuestro tampoco parece un lecho de rosas —comentó el gladiador.

—Hace cinco días no tenía un solo enemigo en el mundo —indiqué con un suspiro—. ¿Qué hacías a estas horas en la plaza?

—Venía a verte —respondió Alyx, apurando su taza—. He hecho un descubrimiento importante.

—Creo que después de tu intervención lo menos que podemos hacer es escucharte atentamente —nuestro visitante abrió y cerró los ojos media docena de veces, como abrumado por la responsabilidad, y empezó:

—El secretario de Timoleón conoce la profecía del león y el lagarto.

—¿Cómo lo sabes?

—Le he invitado a cenar con la esperanza de sonsacarle algo. Ha tragado vino como una barrica de roble. Cuando tras la sexta jarra he brindado por la memoria de Siderobros se ha puesto sentimental y me ha abrazado con fuerza.

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