La esclava de azul (23 page)

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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

—Toda investigación requiere algún sacrificio —le consolé—. ¿Qué más?

—Ha dicho exactamente: «Tú también eres un león en la arena, Alyx, y además eres mi amigo. Por eso te voy a dar un consejo». Ha mirado en todas las direcciones, ha bajado la voz y ha añadido: «Cuídate de los lagartos».

—Le habrás pedido que se explicara mejor —el númida pareció confundido.

—¿Debía haberlo hecho? El caso es que me ha caído en brazos y ha empezado a roncar como un ternero. Si el tabernero no le ha echado a la calle debe seguir bajo el mostrador de «Las lágrimas de Pan».

—Un descubrimiento muy interesante —afirmé cortésmente, aunque en realidad Alyx sólo había corroborado mi certeza sobre la culpabilidad del dueño del anfiteatro—. ¿Cómo sospechaste de Timoleón y su secretario? —el coloso sonrió complacido.

—Aunque muchos no lo crean, también los gladiadores sabemos pensar. Me hizo desconfiar la insistencia de Timoleón por saber quiénes erais y qué tramabais.

—¿Habló de nosotros?

—Los porteros le dijeron que nos habían visto juntos. Y no tuve más remedio que contestar. Según mi contrato de manumisión aún le debo quince combates antes de ser libre y me amenazó con hacerme luchar en el próximo festival con los ojos vendados contra cinco galos a caballo.

—¿Te preguntó dónde tenía mi consultorio? —el tic del coloso se disparó bajo su esfuerzo cogitativo.

—¿Piensas que Timoleón pudo contratar al asesino de esta noche?

—Otra conclusión muy inteligente —aplaudí. Alyx se esponjó de satisfacción.

—Pero yo no se lo dije. Pensé que por si acaso sería mejor ocultarlo.

—Discurres como un exquiriente. Y apenas si has tartamudeado en toda la noche.

—Es que invitando al secretario también yo he bebido como cinco escitas juntos. ¡Oh sagrado néctar de los dioses, que haces saltar en pedazos las trabas de la lengua humana! —declamó imprevistamente.

—Me dejas maravillado —manifesté.

—Me lo enseñó Siderobros. Creo que lo escribió tu compatriota Aquiles. ¿O tal vez fue Polifemo?

—No importa —le tranquilicé, mientras el coloso se levantaba de la silla—. Es muy bonito.

El cielo empezaba a teñirse de azul sobre las bóvedas del templo de Pomona. Apenas se despidió el gladiador Baiasca planteó la conveniencia de regresar a la factoría antes de que su ausencia fuese advertida. De modo que recogimos la biga en las cuadras de Publio Antonio y enfilamos el camino de la viña bajo la débil claridad del amanecer. Pese a la naturalidad que aparentábamos pronto resultó evidente que mirábamos con recelo cada bulto oscuro de las cunetas.

—Tal vez solamente tratasen de atemorizarnos —declaré, en un clarísimo intento de autosugestión.

—En mi caso lo han conseguido —afirmó la esclava.

—Pero para tratarse de un simple actor hay que reconocer que era muy bueno. Bien, estoy seguro de que mi tío Alcímenes no se dejaría intimidar y continuaría sus pesquisas como si nada hubiese sucedido.

—Es lo más probable —corroboró Baiasca.

—Según las recientes experiencias debo de ser algo más impresionable, pero van a comprobar que tampoco es fácil desanimar a un ateniense.

Detuve el vehículo en la arboleda de costumbre y nos aproximamos al barracón de las esclavas. Por las cercanías transitaba nuestra mediadora, con su oportunidad característica. Apenas nos vio acudió a la carrera.

—¡No volveré a fiarme de vosotros! —recriminó—. Es milagroso que nadie haya descubierto el cambio. A partir de ahora... —rectificó sobre la marcha al palpar treinta denarios en su mano— deberéis tener más cuidado.

—¿Qué tal se ha portado Marcia? —me interesé. Conociendo los métodos habituales de mi ayudante, albergaba serios temores de que hubiese iniciado, como mínimo, la segunda guerra servil. Sorprendentemente la crisódula respondió:

—Muy bien. Una muchacha muy obediente. Venid conmigo.

Nos dirigimos al barracón y avanzamos por su interior, sorteando a las esclavas que empezaban a despertarse sobre los montoncitos de paja que les servían de colchón. Marcia dormía a pierna suelta en un rincón de la nave, separada del resto por la obra de un antiguo pesebre. Me incliné sobre ella y le pasé una pajita por la pantorrilla. La alejó de un manotazo y ante mi insistencia abrió un ojo, después el otro y finalmente se incorporó de un salto e inició una selecta enumeración de insultos, tan rica en aportaciones exóticas como en modismos locales.

—No estropees tu buena conducta —le interrumpí—. Esta dama dice que has sido una esclava ejemplar —pareció apaciguarse ante el elogio.

—Soy una actriz y sé vivir el papel que encarno —afirmó, mientras la crisódula abría el grillete de su tobillo—. Si me toca ser una sierva, nadie me ganará a sumisa y dócil. Claro que no puedo competir con una verdadera esclava, habituada al yugo y a las cadenas —Marcia pronunció estas palabras con evidente intención agresiva, mientras Baiasca, que acababa de hacerle entrega de sus sandalias, introducía el pie en la argolla. La cémpsica no pareció inmutarse, pero apenas se sentó volvió a hundir el hierro en la paja—. Y ahora vuélvete de espaldas. Quiero mis ropas de ciudadana libre.

Mientras cumplía la orden sonaron unas voces airadas al otro lado del barracón. La jefa de esclavas masculló una maldición y añadió:

—Ya se están peleando. Aguardadme un momento —me volví hacia mis ayudantes, que lucían otra vez sus colores habituales.

—¿No me preguntas por mi misión? —planteó Marcia.

—Cuando salgamos de este antro.

—Mi misión te importa un comino; todo era un truco para retenerme aquí, marcando el paso como un legionario novato, mientras tu amiga y tú os divertíais. La novia del gladiador me dijo que había explicado a Baiasca, palabra por palabra, todo lo que le pregunté yo. No mereces que te cuente mi descubrimiento.

—¿Qué descubrimiento? —me interesé, a sabiendas de que no resistiría callarlo. Y en efecto, Marcia se apresuró a bajar el tono y proclamar:

—¡Él ha estado aquí! Pasó media tarde charlando con ese tal Tóculo.

—¿De quién estás hablando?

—¿De quién va a ser? De Timoleón —paladeé durante unos instantes la noticia. Las conjeturas de Baiasca empezaban a resultar asombrosamente ciertas.

—¿Estás segura?

—Le vi pasar en una litera cuando nos llevaban al lagar. Al empezar a pisar uva fingí un desmayo y me sacaron al patio para que respirase aire fresco. Timoleón y Tóculo estaban sentados a la sombra de una parra, escribiendo sobre una tablilla.

—¡Debían de estar calculando el reparto del botín! —exclamé—. ¿Le viste volver a la litera? —Marcia asintió—. ¿Llevaba la tablilla?

—Tóculo le acompañó hasta el camino y después regresó a su despacho. Y tenía una tablilla bajo el brazo.

—¿Continúa en la factoría?

—Oí decir a las esclavas que no se irá hasta que termine la vendimia.

—Hay que conseguir cuanto antes esa tablilla —manifesté, volviéndome hacia Baiasca. La cémpsica se apresuró a negar con la cabeza.

—Yo no puedo —declaró—. Estoy atada.

—Dentro de poco empezará la jornada y os soltarán para ir al lagar.

—Pero no me dejarán entrar en la casa.

—La jefa de esclavas admite cualquier tipo de soborno. Estoy seguro de poder convencerla para que te destine a la limpieza doméstica.

—Suponiendo que llegase hasta la tablilla, no tengo dónde esconderla.

—Cópiala en una hoja de árbol. Sólo debes fingir que le quitas el polvo. Y nadie sospechará que una esclava sabe leer.

—Si me descubren me matarán.

—¿Quieres ser libre alguna vez o no ? —me impacienté. Baiasca asintió—. Pues si no aprovechamos esta oportunidad para sacarte de las zarpas de Tóculo no lo conseguirás nunca.

—Estoy segura de que saldrá mal —auguró con desánimo la cémpsica.

Convencer a la jefa de esclavas de que Baiasca era alérgica al orujo no requirió tanta elocuencia, pero sí una considerable inversión en denarios. Tras recibir la promesa de que pasaría el día trabajando en la casa me despedí de la cémpsica hasta la tarde y me alejé con Marcia hacia el carro. Por el camino le expliqué el atentado nocturno.

—¡Qué emocionante! —aplaudió—. ¡Cuánto siento habérmelo perdido!

—Faltó muy poco para que me abriera en canal como un corderito.

—Sería un final muy suave para un traidor como tú. Por cierto y hablando de corderos, tengo hambre. Ese canalla de Tóculo no gasta ni medio as en las raciones de sus esclavos.

—Completarás tu apetito paseando hasta mi casa. Pero procura dejar algo para la comida.

—¿Dónde vas tú?

—Es una misión secreta. Entretanto atiende el consultorio. Y si no he regresado para el mediodía busca a Julio César y dile que salí hacia su villa y no has tenido más noticias mías.

—¿Al dictador? —se asombró la joven.

—Somos viejos amigos.

—¿Qué he de hacer si vuelve el asesino?

—Estoy seguro de que sabrás tratarle perfectamente.

Una visita a las egipcias en aquellas circunstancias podía parecer una iniciativa atrevida, pero tras una breve meditación había concluido que ése habría sido el siguiente paso de mi tío Alcímenes. Por un lado, si algún miembro de la familia Lágida había decidido que mi modesta existencia le estorbaba, no podía pasar el resto de mi vida escondiéndome por todo el orbe civilizado y emigrar a la tierra de los pictos no entraba en mis planes inmediatos. Por otro, era la villa Juliana el único lugar en que podía contar con una escolta de pretorianos, lo cual, dados los últimos acontecimientos, constituía un atractivo más que notable.

Los caballos de la biga piafaron al divisar los uniformes de los guardias de la entrada, todo lo jubilosamente que su estricta disciplina les permitía. Un pretoriano me acompañó ante el centurión Araneo, cuya primera providencia fue contornear el carro en busca de posibles desperfectos en su pintura. Una vez tranquilizado dijo:

—No te esperábamos tan temprano.

—¿Me esperabais?

—A primera hora mandé un pretoriano a recogerte, por orden de Cleopatra.

—¿Para qué?

—La reina no acostumbra a dar explicaciones. Pero ahí viene Tueris, que fue quien me transmitió el encargo —en efecto, desde la dirección de la fuente, inactiva en aquellos momentos, la grasienta dama de compañía se acercaba con una empalagosa sonrisa.

—Eres muy amable al interrumpir tu trabajo y atender nuestra invitación —saludó, tomándome del brazo y alejándome del centurión—. Deseo que no hayamos cortado ningún arrebato de inspiración.

—No suele llegar a estas horas de la mañana —disculpé—. ¿Qué quiere Cleopatra?

—La prisionera ha solicitado hablar contigo. Lo pidió ayer por la tarde, cuando la desuncimos de la noria, y es deseo de la reina brindar las mayores facilidades para tu tarea, en provecho del arte y de tu protector César —miré hacia la dama, recelando algún doble sentido en sus palabras, pero no hallé respuesta alguna en sus ojos incoloros.

—¿Dónde está Arsínoe?

—Anoche tuvo otra de sus insolencias y está castigada. Sígueme.

La terraza estaba desierta. Llegamos al pie de su escalera, que se prolongaba mediante unos peldaños subterráneos por debajo del nivel del jardín. Terminaban en una puerta, junto a la que nos aguardaba Eos, la segunda dama de Cleopatra. Tueris abrió el picaporte y, levantando la voz, anunció:

—Ésta es la sala de audiencias de la que quiso ser reina de Egipto. Un poco inhóspita, pero muy adecuada para el recogimiento y la meditación. Puedes charlar con ella con entera libertad. Eos y yo esperaremos fuera.

Se trataba de un reducido recinto, poco más que una cueva, apenas iluminado por unos tragaluces inmediatos al techo. En el suelo había una jaula de hierro. Y de rodillas en su interior, vestida con sus andrajos, con el pelo revuelto, los brazos separados del cuerpo y las muñecas atadas a sendos barrotes, se encontraba Arsínoe. Me senté a su lado, en un banquito tallado en el muro, y la cautiva levantó la vista de las losas.

—Resulta muy gratificante para una prisionera que un ilustre artista acuda rápidamente a su llamada —habló con voz apagada.

—El más leve retraso habría sido una descortesía imperdonable —contesté, tanteando de nuevo mi papel de intelectual—. ¿Qué quieres de mí?

—He meditado muy a fondo sobre nuestra conversación del otro día. Como bien ha dicho ese odre de manteca, en estas prisiones hay mucho tiempo para pensar. Te recibí con desconfianza, pensando que eras un lacayo más de mi hermana y César. Y temo que, influido por mis recelos, hayas formado una impresión falsa de mí.

—La imagen que formé es muy noble —protesté. La egipcia negó con la cabeza.

—Vas a escribir una tragedia bajo el mecenazgo de mis enemigos y es inevitable que me adjudiques el papel de bufón. No estoy hablando ahora de tu obra inmediata. Pero yo no viviré mucho tiempo, y tú volverás algún día a tu patria y podrás escribir la verdad, lejos de Cleopatra y de su rebaño de aduladores. Quiero que por tu mediación el mundo sepa que Arsínoe perdió la guerra, porque así lo quisieron los dioses, pero nunca fue derrotada.

Miré con cierta sorpresa a la cautiva. Las reservas de nuestra entrevista anterior se habían disipado ante un caudal de elocuencia, en nada inferior a la exhibida por su hermana en la terraza.

—Te equivocas si piensas que puedo escribir algo denigrante sobre ti —aseguré—. Pero si perdiste la guerra, ¿cómo puedes decir que no fuiste derrotada?

—Estoy ante ti de rodillas, atada de pies y manos a una jaula de hierro. Con este trato infamante mi hermana cree culminar mi derrota, como hace unos meses sus aliados bárbaros vencieron al puñado de patriotas que combatía por un Egipto independiente. Su mente mezquina, encenagada por el placer y la riqueza, no puede comprender que el espíritu no admite prisiones y que la voluntad de luchar, apoyada en dos fuerzas poderosas, puede bastar para mantenerlo indómito.

—¿Cuáles son esas fuerzas? —me interesé cortésmente. Hasta el momento la transformación de la presa me parecía fascinante, pero en lo tocante a los misterios que me ocupaban la sesión resultaba una lastimosa pérdida de tiempo. Arsínoe rectificó la posición de sus rodillas y planteó:

—¿Juras que no repetirás una sola de mis palabras a mi hermana, ni a ninguno de los integrantes de su séquito?

—Lo juro —respondí con convicción. Por fortuna César no había sido mencionado en la promesa.

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