Authors: Antonio Garrido
Al anochecer oyó el sonido de un cerrojo. Pensó en el conde, pero el hedor a orina le anunció al coadjutor. Luego escuchó su voz pausada ordenándole que se situara al fondo de la habitación. Él preguntó por su mujer, pero no recibió contestación. La orden resonó de nuevo y esta vez Gorgias obedeció. Al poco advirtió el movimiento de una portezuela en la parte inferior de la puerta. Cuando el torno se detuvo, comprobó que Genserico había depositado en su interior un trozo de pan y una jarra de agua. Al otro lado, el coadjutor le instó a que sacara los alimentos y pusiese en el torno la relación del material que precisaba.
—No hasta que me respondáis —declaró.
Transcurrieron unos instantes que se le antojaron eternos. Luego el torno volvió a girar, arrastrando con su movimiento el pan y el agua hacia fuera. Imaginó que Genserico retiraba los alimentos mientras él aguardaba. Luego oyó un portazo, y el silencio se prolongó hasta bien entrada la madrugada.
A media mañana Genserico regresó tarareando una cancioncilla. Tras comprobar que Gorgias seguía despierto, le informó que Rutgarda se encontraba bien. La había visitado en casa de su hermana.
—Le dije que pasaríais unos días trabajando en el
scriptorium
y ¿sabéis?, lo comprendió perfectamente. De paso le entregué dos panes y una ración de vino, y le aseguré que mientras permanecieseis con nosotros, cada día dispondría de otro tanto. Por cierto, me pidió que os entregase esto.
Gorgias observó cómo giraba el torno. Junto al pan y el agua del día anterior encontró un pequeño pañuelo bordado. Pertenecía a Rutgarda. Siempre lo llevaba puesto.
Lo cogió con delicadeza y lo guardó junto a su pecho. Seguidamente extrajo el pan y lo mordió con ansiedad. Al otro lado, Genserico le apremió. Pretendía la lista de lo que necesitara. Sin dejar de engullir, Gorgias anotó sobre la tablilla una relación extensa en la que obvió a propósito el polvo secante. A continuación simuló que repasaba las anotaciones. Luego la dejó en el torno e hizo girar el artefacto. Genserico se apoderó de la tablilla, la leyó cuidadosamente y se marchó sin decir palabra.
Una hora más tarde regresó cargado de pliegos, tinteros y otros útiles de escritura. El coadjutor le comunicó que cada día le visitaría para comprobar sus progresos, suministrarle alimento y retirar los excrementos. Antes de irse, le advirtió con malicia que también visitaría a Rutgarda. Luego se despidió y salió de la cripta, dejando al escriba con sus aparejos.
Cuando se supo solo, Gorgias comenzó a trabajar. Tomó uno de los códices traídos por Genserico y se volvió de espaldas a la puerta para ocultar sus movimientos. Con sumo cuidado, extrajo un pergamino en blanco. Lo extendió sobre el pupitre y recordó como si lo estuviera leyendo:
IN-NOMINE-SANCTAE-ET-INDIVIDUAL-TRINITATIS-PATRIS-SCILICET-ET-FILII-ET-SPIRITUS-SANCTI
— — —
IMPERATOR-CAESAR-FLAVIUS-CONSTANTINUS
Se sabía el texto de memoria. Había leído aquel encabezamiento cientos de veces, y transcrito otras tantas.
Se santiguó antes de empezar y acto seguido comprobó la piel sobre la que iba a efectuar el trabajo. Observó que, pese a su tamaño, resultaría insuficiente para conformar las veintitrés páginas en latín y las veinte en griego que precisaría. Luego deslizó los dedos sobre el sello imperial, que impreso al pie del pergamino representaba una cruz griega sobre un rostro romano. Circundando el sello se leía un nombre: «Gaius Flavius Valerius Aurelius Constantinus»; Constantino el Grande: primer emperador cristiano y fundador de Constantinopla.
La leyenda aseguraba que la conversión de Constantino había tenido lugar cuatro siglos atrás, durante la batalla de Puente Silvio. Al parecer, poco antes de la ofensiva, el emperador romano observó una cruz flotando en el cielo e, inspirado por la imagen, hizo bordar sobre sus estandartes el símbolo cristiano. La batalla concluyó con su victoria, y en agradecimiento renunció al paganismo.
Gorgias rememoró el contenido del documento.
La primera parte, o
Confessio
, relataba cómo Constantino, por entonces enfermo de lepra, acudía a los sacerdotes paganos del Capitolio, quienes le aconsejaban abrir una zanja, verter sangre de niños recién sacrificados y, aún caliente, bañarse en ella. No obstante, la noche anterior Constantino recibía una visión en la que se le aconsejaba que se dirigiera al papa Silvestre y abandonara el paganismo. Constantino obedecía, se convertía y era sanado.
La segunda parte, denominada
Donatio
, refería los honores y prebendas que, en pago por su curación, Constantino donaba a la Iglesia. De esa forma, reconocía la preeminencia del Papado romano sobre los patriarcados de Antioquia, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén. Además, para que la dignidad pontificia no desmereciera de la terrena, le donaba también el palacio lateranense, la ciudad de Roma, toda Italia y Occidente. Por último, y a fin de no infringir los derechos otorgados, Constantino erigiría una nueva capital en Bizancio, donde él y sus descendientes se limitarían a gobernar los territorios orientales.
Sí, no cabía duda: aquella donación representaba la supremacía de Roma sobre el resto de la cristiandad.
Con sumo cuidado, dividió el pergamino en los cuarterones que debían componer los cuadernillos. Luego fraccionó los pliegos en bifolias de idéntico tamaño y comprobó que disponía del número suficiente. Mojó el cálamo en la tinta y comenzó a copiar en el pergamino sellado. No dejó de hacerlo hasta que la noche acabó con el día.
El proceso de la taxidermia, lejos de incomodar a Theresa, logró que por un momento se olvidara de la daga. La joven observó que Althar había iniciado la construcción del armazón destinado a soportar el corpachón del oso. Para ello empleó un tronco central al que adhirió otros dos de menor calibre a modo de patas. El viejo le pidió que retirase la piel para probar el equilibrio de la estructura. Luego modificó la posición de las patas y las apuntaló con clavos y cuñas.
—Al final siempre se podrá aguantar con una cuerda —comentó poco convencido.
Encomendó a Theresa que separara de la piel los restos de grasa, la despiojara bien y la lavara con jabón. A ella no le resultó difícil porque en el taller de Korne acostumbraba realizar esa misma tarea. Cuando terminó, secó la piel y la colgó de un bastidor para orearla.
—¿Las cabezas también he de limpiarlas? —preguntó.
—No. Espera un poco. —Se bajó del taburete y tiró la maza al suelo—. Esto es asunto aparte.
Se sentó sobre una piedra y colocó una cabeza entre sus piernas para examinarla. Tras comprobar que no sangraba, con un cuchillo realizó una incisión vertical desde la coronilla hasta la nuca, y añadió una segunda horizontal en la parte posterior del cuello hasta formar una T invertida. Luego desprendió la piel tirando con fuerza de los dos vértices hasta dejar el cráneo pelado.
—Echa la calavera a la cuba —pidió.
Theresa obedeció. En cuanto añadió el agua caliente, la cal comenzó a hervir y corroer los tejidos que aún permanecían adheridos al cráneo. Mientras, Althar repitió la operación con la otra cabeza.
A media mañana habían concluido toda la estructura. Althar extrajo uno de los cráneos perfectamente limpio y lo secó. Después lo situó sobre el extremo del tronco que hacía las veces de columna. Con las maderas y la calavera, el armazón adquirió el aspecto de un horrible espantapájaros. Sin embargo, Althar se mostró satisfecho con el resultado.
—Cuando la piel esté curada podremos terminarlo —aseguró.
De regreso a la cueva pasaron frente a unos extraños arcones de madera. Theresa se interesó por su utilidad.
—Son colmenas —le informó—. Los cajones se cubren con barro porque en invierno las abejas se vuelven frágiles. Sellando la estructura, aguantan calentitas…
—¿Y las abejas?
—Dentro. Cuando acabe el invierno abriré las colmenas y en poco tiempo volveremos a tener miel.
—Me encanta la miel.
—Y a quién no… —dijo entre risas—. Esos bichos pican como cabrones, pero proporcionan lo suficiente como para endulzar los postres de toda una temporada. Y no sólo miel. ¿Ves este panal viejo? —Levantó la tapa de un arcón que yacía abandonado—. Es cera pura. Ideal para cirios y velas.
—No vi velas en la cueva.
—Porque las vendemos casi todas. Nosotros sólo las empleamos en casos muy justificados; cuando enfermamos y cosas así. Dios creó la noche para dormir: de lo contrario, nos habría hecho lechuzas.
Theresa pensó que podría coger algo de cera para rellenar las tablillas que aún guardaba en su bolsa y así practicar la escritura. Sin embargo, cuando se lo insinuó a Althar, éste se negó en redondo.
—Pero si se la devolveré intacta… —argumentó la joven. —En ese caso, tendrás que ganártela. Cerraron la tapa y siguieron caminando.
De regreso a la osera, Leonora les recibió con un apetitoso guiso de liebre. Comieron todos juntos porque Hóos ya caminaba, y bebieron con ganas para celebrarlo. Cuando terminaron, Althar se felicitó por el resultado de los cepos nuevos, y a continuación anunció que aquella misma tarde disecaría a
Satán
, tarea que desempeñaría él solo porque requería paciencia. Antes de partir, le dijo a Theresa que le proporcionaría algo de cera si encontraba unos ojos adecuados.
—¿Unos ojos? —se extrañó ella.
—Para los osos… —le aclaró—. Los verdaderos se pudren, hay que sustituirlos por unos postizos. Si dispusiera de ámbar quedarían perfectos, pero no es el caso, así que habré de contentarme con los cantos rodados que encuentres en el río. —Sacó unas piedras de su bolso y se las mostró—. Más o menos como éstos, pero algo más lisos. Barnizados con resina parecerán auténticos.
Theresa asintió. Cuando terminó de fregar los cacharros, le comunicó a Leonora su intención de acudir al río.
—¿Por qué no te acompaña Hóos? Un poco de aire fresco no le hará ningún daño.
A él le sorprendió escuchar la sugerencia, y a Theresa comprobar que la aceptaba sin problemas.
Salieron juntos de la osera, pero al poco ella tomó la delantera y siguió así hasta el riachuelo. Una vez allí, se agachó para buscar entre las piedras.
—Tal vez te sirva ésta —dijo Hóos.
Theresa cogió el canto y lo comparó con los que ya había seleccionado. Le molestó reconocer que el guijarro de Hóos era más liso y uniforme.
—Demasiado pequeño —objetó, y se lo devolvió casi sin mirarlo.
Él se lo guardó en su talega. Mientras la contemplaba, observó la delicadeza con que Theresa examinaba la textura y el color de las piedras; se fijó en sus dedos desplazándose furtivamente por los cantos para comprobar su rugosidad, en cómo los mojaba para resaltar su color, los sopesaba delicadamente y los clasificaba ateniéndose a un patrón que sólo ella parecía conocer. En ese instante ella se giró y sus ojos resplandecieron como el ámbar.
Él se hallaba ensimismado cuando Theresa perdió pie y cayó al río. Hóos corrió en su ayuda, y al sacarla sintió que algo en el pecho le quemaba. Terminaron de recoger las piedras y emprendieron el regreso, pero esta vez ella no se adelantó. Mientras avanzaban, él se interesó por la colecta de piedras y ella se mostró medianamente satisfecha. No hablaron más hasta llegar a las colmenas.
—Durante el invierno las tapan con barro. Para que las abejas no se mueran —presumió Theresa.
—Lo ignoraba. —No le dijo que el pecho le punzaba.
—Yo también —admitió con una sonrisa—. Me lo contó Althar. Parece un buen hombre, ¿no crees?
—Estamos aquí gracias a él.
—¿Ves ese arcón de allá? Althar me dijo que podría utilizar su cera para rellenar mi tablilla. —Se acercó y levantó la tapa.
—¿Qué es una tablilla? ¿Alguna especie de candil?
—No —rio—. Una cajita del tamaño de una hogaza de pan. Bueno, también las hay más grandes y más pequeñas. La mía es de madera, y una vez rellena de cera sirve para escribir en ella.
—¡Aja! —asintió Hóos sin comprender demasiado.
—Cuando me seque iré a la cueva. ¡Ese lugar es asombroso! ¿Querrás acompañarme?
—Por hoy ya he caminado bastante —dijo quejándose—. Ve tú. Yo me tumbaré un rato y aprovecharé para cambiarme las vendas.
—Hóos…
—¿Sí?
—No sé por qué la robé… De veras que lo siento.
—Bueno. No te preocupes. Simplemente, no vuelvas a hacerlo.
Después de cambiarse, Theresa se encaminó hacia la cueva, no sin antes inspeccionar las piedras y seleccionar cuatro de forma lenticular y tamaño parejo. Se dijo que, una vez pintadas, parecerían retinas auténticas.
Cuando llegó a la osera se encontró con la portilla atrancada. Supuso que Althar se encontraría dentro, de modo que empujó la portezuela y entró. Halló al viejo trabajando en el armazón del oso, al que había añadido dos brazos de madera en posición caída.
—¡Vaya! ¡Ya estás aquí! —comentó sorprendido—. Bueno, dime… ¿qué te parece?
La muchacha miró un instante la estrafalaria estructura.
—Horrible —contestó sin pensar.
Althar se lo tomó como un halago.
—Como debe ser —aseveró—. Así se venderá más caro… ¿Qué te trae por aquí?
—Traigo las piedras para los ojos. —Y se las mostró.
Althar las examinó cuidadosamente. Luego las depositó en la caja en que guardaba los escalpelos, raspadores y punzones.
—Valdrán —afirmó.
Entre ambos colocaron la piel ya tratada sobre el tosco armazón. Cosieron las junturas y rellenaron los huecos con heno seco y trapos. Después le añadieron el cráneo, y por último lo forraron con la piel de la cabeza. Cuando terminaron, el oso se asemejaba a un enorme muñeco desmadejado.
—No parece una fiera —se lamentó Althar.
Modificaron el relleno varias veces, pero el resultado fue aún peor. Hasta entonces, Althar nunca se había enfrentado a un trabajo de tan grandes proporciones. Finalmente, el viejo maldijo la figura y salió afuera a despejarse un rato.
Entretanto, Theresa meditó sobre el patético aspecto del oso. Comprendió que al permanecer erguido, el peso del heno hacía que éste se acumulase en la panza, ahuecando el torso y los hombros. Además, los brazos le colgaban inermes, y la cabeza, con la boca cerrada, siempre terminaba inclinada hacia abajo. Se dijo que el animal, en lugar de disecado, parecía ahorcado.
Salió en busca de Althar para comentarle sus apreciaciones, pero al no encontrarlo volvió a la osera y comenzó a trabajar sin consultárselo.