Authors: Antonio Garrido
Theresa pronto descubrió que la bodega de un prostíbulo no era lugar para pasar una noche tranquila. Desde su altillo se dominaba el rincón que uno de los jornaleros había elegido para arrodillar a una mujer y que ésta le devolviera su miembro a la vida. Cuando la mujerzuela lo logró, el hombre le apartó la cabeza, se encajó entre sus piernas y movió el trasero como si tiritara con fuerza. Luego dio un par de respingos, maldijo a la prostituta y se dejó caer sobre su cuerpo blancuzco. Al rato apareció Helga acompañada del comerciante de afeites. Los dos rieron al ver a la otra pareja dormida. El comerciante hizo ademán de despertarlos, pero Helga se lo impidió. Después comenzaron a toquetearse en un camastro cercano, pero al menos ellos se cubrieron con una capa que ocultó sus cuerpos.
Cuando Theresa logró dormirse, soñó con Hóos. Sin pretenderlo lo imaginó desnudo, al igual que ella misma, él acariciando su cabello, su cuello, sus senos; acariciándola entera. Sintió algo extraño que la despertó asustada. Luego, cuando se tranquilizó, pidió perdón a Dios por pecar de aquella manera.
Por la mañana, Theresa ordenó la taberna, que parecía un campo de batalla. Después preparó un desayuno que tomó sola, ya que la Negra continuaba con resaca. Cuando por fin se levantó, la mujer se lavó la entrepierna en una palangana mugrienta, habló
del
frío que hacía y le ofreció a Theresa varios consejos antes de que marchara.
—Y sobre todo, no les digas que me conoces —recalcó con los párpados hinchados.
Theresa se despidió con un beso, recordando que ya le había comentado al boticario dónde se alojaba. Luego corrió hacia la abadía porque comenzaban a tañer las campanas que anunciaban el oficio de
tercia
. Cuando llegó a la puerta principal, la atendió un monje grueso de aspecto retraído que se sorprendió al escuchar sus pretensiones.
—En efecto, soy el cirellero, pero aclárame una cosa, ¿con quién dices que has de encontrarte? ¿Con el boticario, o con fray Alcuino?
Theresa se sorprendió, pues daba por hecho que el boticario y fray Alcuino eran la misma persona, pero el cirellero, al advertir sus dudas, cerró la portezuela dejándola fuera. Ella repicó con los nudillos, pero el religioso no abrió hasta que tuvo que vaciar fuera un cubo de desperdicios.
—Si continúas molestando te azotaré con una vara —la amenazó.
Theresa buscó una respuesta que no encontró. Por un instante pensó en empujar al fraile y correr hacia el huerto, pero se dijo que, si le ofrecía la carne que traía para el boticario, tal vez lograra convencerle. Cuando el cirellero vio el aspecto de las chuletas, los ojos se le agrandaron.
—Decídete, muchacha. ¿A quién quieres ver? —preguntó, apoderándose de las viandas.
—A fray Alcuino. —Supuso que el portero era corto de entendederas.
El hombre mordió una chuleta mientras guardaba la otra en una manga de la sotana. Luego le franqueó el paso y, tras cerrar, le dijo que lo acompañara.
Para asombro de Theresa, en lugar de encaminarse hacia el huerto, el cirellero atravesó los corrales pateando gallos y gallinas, dejó atrás las cuadras, pasó por delante de la cocina y, tras sortear los graneros, se dirigió hacia un edificio de piedra que destacaba entre los demás por su apariencia mayestática. El hombre llamó a la puerta y esperó.
—La residencia de los optimates. Aquí se alojan los huéspedes importantes —explicó.
Abrió un acólito cuya toga oscura contrastaba con la palidez de su cara. El hombre miró al cirellero y asintió como si los estuviera esperando. Luego pidió a Theresa que le siguiera.
Evitando las estancias comunes, tomaron una escalera que les condujo a una sala de paredes lujosamente revestidas con tapices de lana. Los muebles estaban labrados y sobre la mesa principal descansaban varios volúmenes dispuestos en círculo, sobre los que se derramaba el hilo de luz que se filtraba por los ventanales de alabastro. El acólito le indicó que esperase y acto seguido abandonó la estancia. Instantes después entró la figura alargada del boticario; lucía una
exquisita
pénula
blanca afianzada mediante un cinturón adornado con recamos y chapas de plata. Theresa se avergonzó de su vestimenta porque era la misma que llevaba desde el día del incendio en Würzburg.
—Disculpa mi atuendo de ayer, aunque no sé bien si debería excusarme por el atuendo de hoy. —Sonrió el boticario—. Por favor, toma asiento.
El religioso se acomodó en un sillón de madera y Theresa hizo lo propio sobre un taburete dispuesto a su lado. El fraile la observó. Ella se fijó en su cara huesuda de añejada piel blanca, fina como capa de cebolla.
—¿Por qué nos encontramos en este lugar? ¿Y qué hacéis vestido como un obispo? —preguntó finalmente Theresa.
—Bueno, no exactamente como un obispo. —Volvió a regalarle una sonrisa—. Mi nombre es Alcuino. Alcuino de York, y en realidad sólo soy un fraile. Peor aún: ni siquiera me he ordenado como sacerdote, aunque en ocasiones, por el cargo que ostento, me vea obligado a cubrirme con estos pretenciosos trapos. En cuanto a este lugar, temporalmente resido aquí, acompañado por mis acólitos. Bueno, en verdad me alojo en el cabildo catedralicio, que se encuentra ubicado en la otra parte de la ciudad, aunque ciertamente ese detalle no es demasiado importante.
—No entiendo.
—Lo cierto es que te debo una disculpa. Ayer debí explicarte que no soy el boticario.
—¿No? ¿Entonces quién sois?
—Pues me temo que ese «recién llegado» del que tan mal te han hablado.
Theresa dio un respingo. Por un instante imaginó que el destino de Hóos pendía de un hilo, pero Alcuino la tranquilizó.
—No has de preocuparte. Si, tal como imaginabas, hubiese querido echarle, ¿no crees que ni siquiera le habría atendido? En cuanto a mi identidad, lo cierto es que no pretendía confundirte. El boticario murió anteayer, de repente. Es un asunto del que ya te hablaré. Casualmente entiendo bastante de hierbas y emplastos, de modo que cuando me sorprendiste en el huerto no pensé en otra cosa que en auxiliar a tu amigo.
—Pero después…
—Después no quise preocuparte. Pensé que dados tus recelos, saber la verdad tan sólo te hubiera intranquilizado.
Theresa guardó silencio y luego preguntó:
—¿Cómo se encuentra?
—Gracias a Dios, mucho mejor. Más tarde iremos a visitarlo. Pero ahora hablemos de lo que te ha traído aquí. Hablemos de tu trabajo. —Cogió uno de los volúmenes de la mesa y lo ojeó con sumo cuidado—.
Phaeladias Xhyncorum
, de Juan Aeropagita. Una auténtica maravilla. Que yo sepa, sólo existe otra copia en Alejandría y un facsímil en Northumbria. Dijiste que sabías escribir, ¿no es así?
Theresa asintió.
El fraile dio unas palmadas y al poco apareció la figura del acólito portando unos utensilios. Alcuino los depositó frente a la joven con cuidado.
—Me gustaría que transcribieses este párrafo.
Theresa se mordió el labio. Si bien era cierto que sabía escribir, últimamente lo había hecho sobre tablillas de cera, dado que el pergamino resultaba demasiado oneroso para ser desperdiciado. Recordó que, en palabras de su padre, el secreto de la escritura residía en la elección de una pluma adecuada: ni demasiado ligera, para evitar un trazo suelto, ni en exceso pesada, porque impediría la obligada fluidez y gracia. Dudó entre varias, pero al final se decidió por una de ganso rosa que sopesó un par de veces antes de alisar el vexilo y las bárbulas. Luego comprobó el tajo del ombligo por donde fluiría la tinta. Lo juzgó romo y demasiado inclinado, así que seccionó una nueva punta con la ayuda de un escalpelo. Después examinó el pergamino.
Escogió la cara más suave. Con la ayuda de un punzón y una tableta, trazó varios renglones invisibles para usarlos como guía. Seguidamente colocó el texto en un atril y mojó el cálamo en la tinta hasta que la pluma goteó. Respiró hondo, y comenzó a escribir.
Las primeras letras, aunque temblorosas, fueron surgiendo encadenadas. Después la tinta fluyó brillante y sedosa mientras la pluma se deslizaba con la delicadeza de un cisne sobre el agua. Desafortunadamente, al inicio de la octava uncial apareció un borrón que estropeó la hoja.
Por un instante pensó en abandonar, pero apretó los dientes y siguió con decisión. Cuando terminó el texto, raspó y sopló el error, limpió los restos de secante y finalmente se lo entregó a Alcuino, quien no había dejado de observarla. El fraile examinó el pergamino y luego miró a Theresa con gesto adusto.
—No es perfecto —concluyó—. Pero servirá.
Theresa observó cómo los ojos del fraile volvían de nuevo al texto. Eran de un azul pálido, apagado, de ese color vacuo que nubla los ojos de los más ancianos. No se correspondían con la edad que aparentaba, que calculó en los cincuenta y cinco.
—¿Necesitáis un escriba? —se atrevió a preguntar.
—Así es. Para ayudarme en mis trabajos contaba con Romualdo, un monje benedictino que siempre me ha acompañado. Desgraciadamente, enfermó al poco de llegar a Fulda. Murió un día antes que el boticario.
—Lo siento. —No supo decir más.
—Yo también. Romualdo era mis ojos, y a veces incluso mis manos. Últimamente mi vista ha ido mermando, y aunque recién levantado aún aprecio una brizna de azafrán o una grafía enrevesada, conforme avanza la tarde, la vista comienza a nublárseme y me cuesta más trabajo. Era a esas horas cuando Romualdo leía por mí, o transcribía mis comentarios.
—¿Acaso no podéis escribir?
Alcuino alzó la mano derecha y mostró su dorso a Theresa. Temblaba como si estuviese tiritando.
—Apareció hace cuatro años. A veces el temblor se extiende por el codo, impidiéndome incluso beber. Por eso necesito a alguien que escriba mis notas. Acostumbro tomarlas de los sucesos que voy observando, de forma que pueda luego reflexionar sin olvidar ningún detalle. Además, deseaba transcribir unos textos de la biblioteca del obispo.
—¿Y no hay más escribas en la abadía?
—Ciertamente. Están Teobaldo de Pisa, Baldassare el viejo y también Venancio; los tres demasiado mayores para tenerlos tras de mí todo el día. También Nicolás y Mauricio, pero éstos, aunque pueden escribir, no saben leer.
—¿Cómo es posible?
—La lectura es un proceso complejo, exigente, que requiere de un afán y una capacidad que no todos los frailes poseen. Sin embargo, y por extraño que parezca, existen copistas que pueden imitar con absoluta maestría los signos sin necesidad de entender su significado, aunque éstos, claro está, son incapaces de escribir al dictado. Así pues, los hay que pueden escribir, o mejor dicho, transcribir, pero no son capaces de leer, y quienes sabiendo medianamente leer, resulta que no han aprendido a escribir; a ésos habríamos de añadir los que, pese a saber leer y escribir, sólo dominan el latín. Si además excluimos a los que confunden la ele con la efe, a quienes escriben exasperantemente despacio, a los que cometen errores a propósito, o a los que se aburren con el oficio y se quejan de dolor de manos, apenas nos quedan unos pocos. Y por desgracia, ni todos pueden, ni quieren dejar de lado sus tareas para ayudar a un recién llegado.
—Pero vos podríais obligarles…
—Bueno. Por mi cargo, sí, pero digamos que no me interesa la ayuda de ningún desganado.
—¿Y qué cargo es ése? —Se mordió la lengua por su curiosidad.
—Podría compararse a un maestro de maestros. Carlomagno ama la cultura, y el reino franco adolece de ella. Por eso el rey me ha confiado la responsabilidad de que la educación y la palabra de Dios alcancen hasta el último rincón del reino. Al principio lo tomé como un honor, pero he de admitir que esa tarea se ha tornado una ardua responsabilidad.
Theresa se encogió de hombros. Seguía sin comprender qué pretendía Alcuino, pero supuso que si deseaba ayudar a Hóos debería aceptar el trabajo. En ese instante el fraile le indicó que había llegado el momento de visitar al enfermo. Antes de salir, cubrió a Theresa con una toga para resguardarla de miradas indiscretas.
—Lo que me extraña es que creáis que pueda ayudaros. No sabéis nada de mí.
—Yo no me atrevería a afirmar tanto… Por ejemplo, sé que te llamas Theresa, y que sabes leer y escribir griego.
—Eso no es demasiado.
—Bueno. También podría añadir que procedes de Bizancio, sin lugar a dudas de una familia acaudalada, aunque venida a menos; que hasta hace unas semanas vivías en Würzburg, donde trabajabas en el taller del
percamenarius;
que hubiste de escapar por culpa de un inesperado incendio; y que eres obstinada y decidida hasta el punto de sobornar al cirellero con dos chuletas de carne para que te franqueara el paso.
Theresa balbuceó. Era imposible que Alcuino conociera aquellos hechos; ella ni siquiera se los había contado a Hóos. Por un instante pensó que se encontraba frente al mismísimo diablo.
—Y por si lo estás pensando, no. No ha sido Hóos quien me lo ha contado.
Theresa se asustó aún más.
—Entonces quién.
—Sigue caminando —sonrió—. La pregunta adecuada no es «quién», sino «cómo».
—¿A qué os referís? —Y continuó avanzando.
—A que cualquiera, con la adecuada experiencia y el suficiente grado de observación, podría haberlo adivinado. —Se detuvo un instante para explicarse—. Por ejemplo: tu procedencia bizantina es fácil de argumentar si se repara en la naturaleza de tu nombre, Theresa, originario de Grecia e impropio de estos pagos. Si a eso añadimos tu acento, una infrecuente mezcla de romance y griego, no sólo confirmaríamos esta teoría, sino que además entroncaría con la afirmación de que llevas en la región varios años. Incluso si todo ello fuera insuficiente, tan sólo habría que recordar tu capacidad para leer los tarros de las medicinas, unos tarros cuyos contenidos, por motivos de seguridad, están inscritos en griego.
—¿Y lo de la familia acaudalada venida a menos? —Volvió a detenerse, pero Alcuino continuó andando.
—Bueno. Es lógico suponer que sabiendo leer y escribir, no procedas de una familia de esclavos. Además, tus manos no presentan las típicas cicatrices provocadas por el trabajo. Al contrarío, sólo se aprecia cierta corrosión en las uñas y algunos débiles cortes entre el índice y el pulgar izquierdos, ambas marcas, propias del oficio
de percamenarius
. —Se detuvo un momento para que cruzara una procesión de novicios—. Todo ello nos conduce a que tus padres poseían suficiente riqueza para que su hija, exquisitamente educada, no se viese obligada a trabajar en el campo. Sin embargo, las ropas que vistes son pobres y raídas, y tampoco gastas buenos zapatos, lo cual significa que, por alguna causa, la otrora abundancia de tu familia parece haberse desvanecido.