Authors: Antonio Garrido
En un momento determinado, el más corpulento espetó algo al pecoso y éste, molesto, hizo ademán de empuñar el cuchillo. Sin embargo, se detuvo y ambos rieron ruidosamente. Cuando se calmaron, Theresa advirtió que conversaban en un dialecto ininteligible, y entonces comprendió que sólo un milagro la salvaría. Aquellos hombres no eran soldados, ni venían de Würzburg. Parecían sajones: paganos dispuestos a matar al primer infortunado que se cruzase en su camino.
En ese instante Theresa se apoyó en un madero haciéndolo caer con estrépito. La muchacha contuvo la respiración mientras el hombre corpulento miraba el tronco con ojos estúpidos, pero en vez de comprobar el origen del ruido se volvió hacia el fuego y continuó con el asado. Sin embargo, el pecoso mantuvo la mirada sin pestañear. Después cogió una rama encendida, empuñó su cuchillo y avanzó lentamente hacia los troncos. Theresa cerró los ojos y se acurrucó tanto que los huesos le dolieron. De repente sintió una mano que la aferraba por los pelos y tiraba hasta alzarla. Chilló y pataleó intentando zafarse, pero un brutal puñetazo la dejó sin aliento. Momentos después, el sabor de la sangre le hizo comprender que lo último que verían sus ojos serían los rostros de aquellos asesinos.
El pecoso acercó la tea a Theresa y la examinó como quien descubre una zorra en un cepo para conejos. Sonrió al comprobar la tez clara de su rostro, apenas estropeada por el puñetazo. Después bajó lentamente la mirada deteniéndose en sus pechos, que adivinó firmes y generosos, para continuar hasta sus caderas amplias y marcadas. Entonces enfundó el cuchillo y la arrastró por el brazo hasta el centro de la sala. Allí, ante la mirada aterrada de Theresa, el hombre se desabrochó los pantalones dejando a la vista un palpitante miembro velludo. La joven se quedó paralizada. Jamás había imaginado que una cosa tan horrible pudiera esconderse bajo unos pantalones. Estaba tan aterrorizada que no pudo evitar que la vejiga se le vaciase. Creyó morir de vergüenza. Sin embargo, los dos hombres celebraron la deyección con una sonora carcajada. Luego, el corpulento la sujetó mientras el otro hacía jirones su vestido.
El pecoso esbozó una grotesca sonrisa cuando el vientre de Theresa latió bajo el fulgor de las ascuas. Admiró la palidez de su carne, en contraste con el triángulo que adornaba el nacimiento de sus piernas, y sintió cómo el deseo le aguijoneaba con fiereza. Entonces se escupió sobre el miembro, lo frotó y lo condujo hacia Theresa. La joven gritó y se revolvió. Los maldijo una y mil veces, y sin saber cómo logró soltarse, momento que aprovechó para correr hacia la pila de maderos. Allí se apresuró a buscar el estilo que llevaba en la talega, pensando que si lo encontraba dispondría de una oportunidad. Sin embargo, sus manos hurgaron en vano.
Justo cuando el pecoso se disponía a asaltarla, sus dedos tropezaron con el punzón de su padre, y Theresa lo esgrimió con desesperación. El pecoso se detuvo, con el estilo temblando a un palmo de su cara. El corpulento miraba la escena sorprendido, aguardando como un perro el gesto de su amo, pero el pecoso, en lugar de pronunciarse, rompió a reír escandalosamente. Luego agarró una vasija de la que bebió hasta que el líquido le resbaló a borbotones y entonces, sin soltar la jarra, arreó un bofetón a Theresa haciendo que el estilo volase por los aires.
En un instante Theresa se encontró tumbada sobre un banco lleno de zuecos y con el sajón babeándole la cara. El aliento a alcohol le inundó los pulmones. Enfebrecido por el vino, el sajón buscaba su sexo mientras le sujetaba los brazos por encima de la cabeza. Theresa intentó cerrar las piernas pero el sajón las separó con violencia. En ese momento advirtió que su atacante apoyaba la mano derecha bajo la enorme cuchilla. Estaba tan borracho que ni se había dado cuenta. Ella se dijo que le bastaría con un instante de libertad. Entonces alzó la cabeza y lo besó en la boca. El sajón se sorprendió y ella aprovechó su desconcierto. Empujó el soporte que aseguraba la cizalla hasta lograr que se desplomase sobre la mano del sajón, con tal violencia que sus dedos saltaron seccionados en un interminable reguero de sangre.
Theresa aprovechó para correr hacia la puerta mientras el herido se revolcaba como un cerdo. La habría franqueado de no ser porque el corpulento se interpuso en su camino. La joven intentó esquivarle, pero el hombre, con inusitada rapidez, la agarró por los pelos y elevó su cuchillo. Theresa cerró los ojos y gritó. Sin embargo, cuando se disponía a descargar el golpe, el hombre dejó escapar un extraño gruñido. A continuación sus ojos palidecieron y sus piernas se tambalearon. Después cayó de rodillas frente a Theresa, y finalmente se derrumbó de bruces contra el suelo. En ese instante ella advirtió un enorme puñal clavado en la espalda del bandido, y detrás de éste, la figura del joven Hóos Larsson tendiéndole la mano.
Hóos la sacó de allí. Luego el joven regresó a la casa, se oyeron unos gritos desgarradores y al poco volvió con las manos ensangrentadas. Se acercó a Theresa y la cubrió con su capa de lana.
—Ya pasó todo —dijo con voz torpe.
Ella lo miró con lágrimas en los ojos. Entonces se dio cuenta de que estaba medio desnuda y sus mejillas enrojecieron. Procuró taparse lo mejor que pudo. Hóos la ayudó.
Hóos Larsson le resultó más atractivo de lo que recordaba. Quizás algo recio, pero de mirada franca y modales contenidos. Hacía tiempo que no sabía de él, aunque eso no importaba. Le agradecía que la hubiese salvado, pese a que seguramente ahora la conduciría a Würzburg para entregarla a la justicia. Pero eso ya le daba lo mismo. Lo único que deseaba era que su padre la perdonase.
—Deberíamos entrar. Aquí vamos a congelarnos —sugirió él.
Theresa miró hacia la casa y negó con la cabeza.
—No tienes nada que temer. Están muertos.
Volvió a menear la cabeza. No entraría ni aunque se muriese de frió.
—¡Dios! —refunfuñó Hóos—. Pues vayamos al cobertizo. Allí no hay fuego, pero al menos nos protegeremos de la lluvia.
Sin darle tiempo a contestar, tomó a la joven en brazos y la llevó hasta el cobertizo. Una vez allí, dispuso con los pies un poco de paja a modo de lecho y depositó encima a Theresa.
—He de ocuparme de esos cadáveres —dijo.
—Por favor, no te vayas.
—No puedo dejarles. La sangre atraería a los lobos.
—¿Y qué harás con ellos?
—Pues enterrarlos, supongo.
—¿Enterrar a unos asesinos? Deberías arrojarlos al río —sugirió ella frunciendo el ceño.
Hóos rompió a reír. Sin embargo, al advertir el gesto de reprobación de Theresa, procuró contenerse.
—Disculpa, pero no creo que sea una buena idea. El río está tan helado que necesitaría un pico para abrir un agujero por donde echarlos.
Theresa calló avergonzada. Lo cierto era que sabía bastante de pergaminos, pero casi nada de cualquier otra cosa.
—Y aunque el agua fluyese —agregó él—, arrojarlos no resolvería el problema. Sin duda esos hombres formaban parte de alguna avanzadilla, y tarde o temprano, el río conduciría los cadáveres hasta sus compañeros.
—Pero ¿es que hay más sajones? —preguntó atemorizada.
—Son poco más que una banda, pero fieros como alimañas.
La verdad, no sé cómo se han infiltrado, pero los pasos están infestados. De hecho, he perdido tres días rodeando las montañas.
Rodeando las montañas… Eso sólo podía significar que Hóos procedía de Fulda, de modo que no podía conocer lo ocurrido en Würzburg. Suspiró aliviada.
—En cualquier caso, tu aparición ha resultado providencial —dijo mientras observaba cómo Hóos se limpiaba las manos ensangrentadas frotándolas contra la nieve.
—Bueno. Lo cierto es que desde ayer merodeaba por los alrededores —repuso él—. A última hora decidí hacer noche en el horno, pero al acercarme observé luz en la casa y comprobé que eran esos sajones. No quería problemas, así que resolví dormir en el cobertizo y esperar a que marchasen. Cuando desperté habían desaparecido. No obstante, me adentré en el bosque para asegurarme. Después de un rato decidí volver y entonces vi que te habían atrapado.
—Habrían salido a cazar. Traían unas ardillas.
—Probablemente. Pero dime… ¿qué hacías tú en la casa?
Theresa se ruborizó. No había previsto esa pregunta.
—La tormenta me sorprendió cerca del horno. —Carraspeó—. Me acordé de la vivienda y vine para guarecerme. Luego esos hombres surgieron de la nada.
Hóos torció el gesto. Seguía sin entender qué hacía una joven por aquellos andurriales.
—¿Y ahora qué haremos? —preguntó ella intentando cambiar de tema.
—Yo he de cavar un rato. En cuanto a ti —le sugirió—, convendría que te ocupases del moretón de tu cara.
Theresa contempló a Hóos mientras el joven se adentraba en la vivienda. Hacía tiempo que no le veía, y aunque su rostro se había endurecido, aún conservaba su pelo ensortijado y su semblante amable. Hóos era el único de los hijos de la viuda Larsson que había abandonado el oficio de cantero. Lo sabía porque la mujer presumía continuamente de su nombramiento como
fortior
de Carlomagno, cargo del que ella desconocía todo, a excepción de su extraña pronunciación. Calculó que Hóos rondaría la treintena. A esa edad un hombre ya solía haber engendrado un par de hijos. Sin embargo, nunca oyó a la viuda Larsson mencionar que tuviese nietos.
Al cabo de un rato, Hóos regresó al cobertizo con la pala que había usado para remover la tierra. Con gesto cansado la arrojó al suelo junto a Theresa.
—Esos hombres ya no nos causarán problemas —dijo.
—Estás empapado.
—Sí. Ahí fuera diluvia.
Ella torció el gesto, pero no supo qué decir.
—¿Tienes hambre? —preguntó Hóos.
Asintió con la cabeza. De buena gana se habría comido una vaca.
—Perdí mi montura atravesando un barranco —se lamentó él—. El caballo y los víveres se fueron al diablo, pero ahí dentro —dijo señalando la casa— he visto un par de ardillas que podrían aliviarnos, de modo que decide: o entras y nos llenamos la tripa, o nos quedamos aquí fuera hasta que el frío nos reviente.
Theresa apretó los labios. No quería volver a la cabaña, pero Hóos llevaba razón: en aquel cobertizo no aguantarían mucho más tiempo. Se levantó y lo siguió, aunque a la entrada la detuvo un escalofrío. Hóos la miró con el rabillo del ojo; la compadecía, pero no quería que ella lo notara. De un puntapié abrió la puerta y le mostró la habitación vacía. Luego le pasó un brazo por los hombros y entraron juntos.
El calor de la leña les reconfortó igual que un caldo recién servido. Hóos había añadido una brazada de leña al fuego, que chisporroteaba con fuerza iluminando suavemente la estancia. La fragancia a castañas calientes acarició su olfato y el olor a carne aguijoneó su apetito. Theresa observó los enseres recogidos y una manta dispuesta junto al fuego. Por primera vez desde el incendio creyó sentirse segura.
Aún no se había acostumbrado al calor cuando Hóos se presentó con las ardillas y las castañas.
—Esa gente sabía dónde buscar alimento —dijo—. Espera un momento… —Salió y al poco volvió con varias prendas—. Se las pedí a los sajones antes de enterrarlos. Échales un vistazo. Tal vez encuentres algo que te sirva.
Theresa apuró un último bocado antes de ocuparse de las ropas. Las examinó detenidamente para acabar escogiendo una casaca de paño oscuro y aspecto desaliñado que usó para cubrirse las piernas. Hóos le recriminó que desechase una pelliza más gruesa porque presentaba manchas de sangre, pero en cambio celebró que conservara el cuchillo con que el sajón corpulento había intentado matarla.
Cuando terminaron de comer, se quedaron en silencio un rato escuchando el tableteo de la lluvia sobre el techo de hojarasca. Luego Hóos fue a mirar a través de una rendija. Estimó que pronto anochecería, aunque hacía rato que la oscuridad se había adueñado del firmamento.
—Si continúa arreciando, los sajones no saldrán de sus guaridas.
—Aja —asintió ella.
—¿Tú no eras la hija del escriba? Te llamabas…
—Theresa.
—Es cierto. Theresa… Venías de vez en cuando al horno en busca de cal para curtir pergaminos. Recuerdo que la última vez que te vi, tenías tantos granos en la cara que parecías una torta de arándanos. Has cambiado mucho. ¿Aún trabajas de aprendiza en el taller del
percamenarius?
A ella le molestó la comparación con una torta.
—Sí. Pero ya no soy aprendiz —mintió—. Realicé la prueba para acceder al puesto de oficial.
—¿Una mujer oficial? ¡Dios Santo! ¿Es eso posible?
Theresa calló. Estaba acostumbrada a conversar con mozos cuya mayor sabiduría consistía en perseguir perros a pedradas, así que bajó la cabeza y se acurrucó bajo la casaca. Luego la alzó lentamente y miró a Hóos de reojo. Visto de cerca, resultaba más alto de lo que en principio le había parecido. Quizás hasta el extremo de superar en una cabeza a cualquiera de los mozos que recordaba. Parecía fuerte y nervudo; probablemente, a causa del trabajo en la cantera. Mientras Hóos atisbaba por la rendija, lo imaginó como uno de esos enormes perros lanudos que cubren de lametones a los bebés mientras soportan pacientemente sus travesuras, pero que despedazarían en un instante al primero que osase ponerles la mano encima.
—¿Y tú a qué te dedicas? —le preguntó—. Tu madre presume de que ocupas un cargo en la corte.
—Bueno —sonrió él—. Ya conoces a las madres cuando hablan de sus hijos: lo mejor es creer la mitad de lo que dicen, regalarles un gesto de admiración y olvidar rápidamente la otra mitad.
Theresa rio. Su padre hablaba tan bien de ella, que en ocasiones la hacía ruborizar.
—Hace tres años —continuó Hóos—, la fortuna me hizo destacar en una de las campañas militares emprendidas por Carlomagno. La noticia llegó a sus oídos y a mi regreso me ofreció el juramento de fidelidad. Lo que muchos conocen como encomendación.
—¿Y eso qué significa?
—Pues en pocas palabras, convertirse en vasallo del rey. Un soldado de confianza; alguien a quien acudir en cualquier momento.
—¿Un soldado? ¿Como los
del praefectus
de Würzburg?
—No exactamente —rio—. Esos hombres son unos pobres diablos que obedecen sin rechistar por un mísero jornal. Yo en cambio poseo mis propias tierras.
—Pensé que los soldados no tenían tierras —se admiró.
—A ver cómo te lo explico… Al encomendarte al rey, te obligas a servirle con lealtad, pero estableces un compromiso mutuo que el rey suele compensar con generosidad. De su mano obtuve veinte arpendes de tierra de laboreo, quince más de viñedos y otros cuarenta de campo inculto que pronto comenzaré a roturar, de modo que, en realidad, mi vida no difiere en mucho de la de un cómodo terrateniente.