Authors: Antonio Garrido
Aquella noche los vientos del norte sembraron de hielo hasta el último rincón de Würzburg. Los hombres se apresuraron a sellar las rendijas y avivar los fuegos de los hogares, las mujeres apretujaron a sus hijos entre los jergones, y todos rezaron por que la leña almacenada conservase el calor hasta el amanecer.
Los que durmieron al abrigo de las ascuas soportaron el frío con resignación, pero Theresa fue incapaz de conciliar el sueño. El llanto le había inflamado los párpados hasta hincharlos como odres, y sus ojos enfebrecidos apenas si lograban percibir la cochiquera en la que había encontrado refugio. Su piel aún conservaba la tez cenicienta del humo, y el olor de sus ropas le recordó una y otra vez el infierno que acababa de vivir. La muchacha rompió a llorar y pidió perdón a Dios por sus pecados.
De nuevo en su cabeza retumbaron las imágenes de lo ocurrido: las risas burlonas de los mozos del taller; la piel podrida flotando en el estanque; la prueba por la que tanto había luchado; la discusión con Korne; y por último, el pavoroso incendio. Sólo de pensar en ello se le erizaba la piel, pero dio gracias al cielo por haberle permitido escapar del fuego con vida.
Señor, ¡si al menos hubiese podido evitar la muerte de Clotilda!
En alguna ocasión había sorprendido a aquella muchacha merodeando por los almacenes del taller o rebuscando entre los restos de basura. Según creía, sus padres habían fallecido a principios del invierno, y desde entonces deambulaba sola por los aledaños de la catedral sin que nadie se apiadara de ella. Calculó que Clotilda sería de su edad o incluso algo más joven. Pasado un tiempo, la muchacha había desaparecido y no volvió a saber de ella hasta el día del incendio.
Recordó el instante en que decidió regresar al taller, justo después de asegurar a la esposa de Korne sobre el muro del patio. Cuando entró en la estancia, las llamas crepitaban en el techo convirtiendo el lugar en una enorme lengua de fuego. Buscaba sus últimos libros y entonces la vio. Clotilda, acurrucada en un rincón, manoteaba sin cesar intentando alejar las ascuas que le llovían desde la techumbre. A sus pies había varias manzanas desparramadas. Sin duda la muchacha había aprovechado la confusión para entrar en el taller y conseguir algo de comida.
Intentó sacarla, pero ella se resistió con un gesto de dolor. Entonces advirtió que su piel enrojecida ya había sufrido el envite de las llamas. Al mirar alrededor descubrió bajo una de las mesas su vestido azul, el que había utilizado cuando se sumergió en el estanque. Lo cogió, y tras comprobar que aún seguía empapado, se lo ofreció a la muchacha. Ésta se despojó de sus andrajos y se enfundó el vestido de Theresa. El agua la alivió. En ese momento el techo crujió y las vigas comenzaron a caer. Recordaba que intentó arrastrarla, pero la muchacha se asustó y corrió en la dirección opuesta. Luego todo se derrumbó y Clotilda quedó sepultada bajo los escombros.
Después ella huyó ladera abajo, corriendo, tropezando, sintiendo en su nuca el aliento del diablo. Tomó la vereda que rodeaba la muralla y tras franquearla se adentró en la maleza hasta llegar a un castañar donde los cerdos solían alimentarse. Allí se refugió en la cabaña de los porqueros. Cerró la puerta como si quisiese negarle el paso a tanta desgracia y se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda contra la pared de barro y zarza.
Los libros quemados; el taller arruinado y consumido; aquella pobre chica muerta. Ya nunca se atrevería a mirar a Gorgias a la cara. Le había deshonrado de la peor forma en que una hija podía deshonrar a su padre, y aunque le doliese reconocerlo, haberle decepcionado era lo que más sentía. Lloró sin consuelo hasta que las lágrimas horadaron sus mejillas. Su garganta balbuceó una y otra vez pidiendo perdón a Dios, rogándole que nada de aquello hubiese sucedido. Todo era culpa suya, de su estúpido afán por querer ser quien no era. Tenían razón quienes le decían que el sitio de una mujer estaba en su casa, con su marido, pariendo hijos y sacando adelante una familia. Y Dios ahora la castigaba por su avaricia.
Se despertó tiritando, con el cuerpo entumecido y las sienes martilleándole la cabeza. Al levantarse, las piernas le flaquearon como si hubiese caminado toda la noche. El frío le atería el pecho y su garganta era un sembrado de espinas. Cuando logró despejarse abrió la portezuela y comprobó que ya había amanecido. El lugar aparecía desierto, pero aun así lo escrutó con atención.
Una bandada de estorninos elevó el vuelo aleteando con estruendo. Theresa admiró el verdor de los abetos y la limpieza del cielo. El bosque de castaños se le antojó un jardín recién arreglado, y por un momento se dejó llevar por el perfume de la tierra húmeda y el suave susurro del viento.
El estómago le gruñó recordándole que no probaba bocado desde el día anterior. Desató la talega de piel que su padre había olvidado en el taller del
percamenarius
y extendió su contenido en el suelo. Descubrió una tablilla de cera y un estilo de bronce que utilizaba como puntero. Envuelta en un paño, una manzana madura. La cogió y la mordió con fruición. Mientras masticaba, terminó de ordenar el resto de las pertenencias: un pequeño eslabón acerado para encender fuego, un crucifijo tallado en hueso, un frasco de esencia para perfumar pergaminos, y el carrete de hilo de cáñamo que Gorgias solía utilizar en el cosido de los cuadernillos. Lo recogió todo para guardarlo de nuevo.
Meditó un buen rato hasta tomar una decisión: huiría lejos de Würzburg, a un lugar donde nadie pudiera encontrarla. Tal vez al sur, a Aquitania; o al oeste, a Neustria, donde había oído hablar de la existencia de abadías regidas por mujeres. Incluso si encontrase la oportunidad, viajaría hasta Bizancio. Su padre siempre decía que algún día conocería a sus abuelos, los Theolopoulos. Apenas los recordaba, pero si llegaba a Constantinopla seguro que les encontraría. Allí trabajaría hasta convertirse en una mujer de provecho. Estudiaría gramática y poesía, como a Gorgias le hubiese gustado, y quizás entonces, algún día, se atreviese a regresar a Würzburg para encontrarse con su padre y pedirle perdón por sus pecados.
Asustada, recogió la talega de su padre. Luego volvió la cabeza hacia las murallas para contemplar por última vez la ciudad. Ahora, iniciado su vigésimo tercer aniversario, debía construirse una nueva vida. Le pidió fuerzas a Dios y con paso decidido tomó el sendero que se internaba entre la espesura.
A media mañana dejó caer la bolsa, exhausta. Durante cinco millas había transitado por la senda que comunicaba Würzburg con las rutas del norte, pero con las primeras estribaciones el camino desaparecía engullido por la nevada. Allá donde mirara, la nieve blanqueaba desde el más pequeño guijarro hasta la última de las colinas, ocultando cualquier vestigio que pudiera servirle de guía. Cada árbol era una repetición del anterior y cada peñasco un reflejo del siguiente.
Decidió tomarse un pequeño descanso. Se sentó sobre un tronco caído y observó el firmamento con preocupación, pues el tiempo se mostraba cambiante y amenazaba tormenta. Había imaginado que por el camino encontraría nueces y bayas, pero los hielos habían asolado los arbustos, de modo que hubo de conformarse con el corazón de manzana que había tenido la precaución de conservar. Abrió la talega y lo sacó. De repente un relámpago iluminó el horizonte. Luego el viento zarandeó las copas de los árboles y el cielo se fue apagando hasta teñirse de ceniza. Pronto comenzó a llover. Theresa buscó abrigo entre unos peñascos, pero la lluvia la alcanzó hasta empaparla.
Mientras se apretaba contra un saliente comprendió lo iluso de sus planteamientos. Por mucho que lo desease, nunca llegaría a Aquitania o Neustria, y menos aún a la lejana Bizancio. No tenía alimento, ni dinero, ni parientes a quien acudir. Ignoraba el manejo de la azada o el arado, nunca había vendimiado y ni siquiera sabía preparar un mal puchero. Tan sólo entendía de inútiles pergaminos que jamás le servirían para ganarse el sustento. ¡Qué necia había sido al no escuchar a su madrastra! Debería haberse dedicado a los fogones o a un oficio propio de mujeres. Hilandera, costurera, lavandera… cualquiera de ellos le habría permitido obtener un jornal en Aquis-Granum, e incluso ahorrar lo suficiente para pagar un pasaje en caravana hasta Neustria.
Pero aun así, lo intentaría. Se emplearía como bracera o buscaría un puesto de aprendiz de curtidora. Cualquier cosa, menos terminar en un burdel cubierta de pústulas y enfermedades.
Con la lluvia arreciando, sopesó la conveniencia de trasladarse a un lugar más seguro. Además, probablemente en Würzburg ya habrían comenzado su búsqueda, y si permanecía a orillas del camino no tardarían en encontrarla. Recordó entonces el viejo horno de cal, un edificio ubicado en una pequeña cantera a una media hora de camino. Conocía el lugar porque en varias ocasiones había acudido a recoger la cal que empleaban para curtir los cueros. La construcción pertenecía a la viuda Larsson, una mujerona de carácter rudo que explotaba la cantera con la ayuda de sus hijos. En invierno, cuando los constructores interrumpían los pedidos, cerraban el horno y trasladaban su actividad a Würzburg, de modo que podría guarecerse en uno de los cobertizos y esperar a que amainase la tormenta.
A poco para el mediodía, Theresa llegó a las inmediaciones de la pedrera. Anhelaba protegerse de la lluvia, pero en lugar de apresurarse, aguzó el oído y avanzó con cautela.
La cantera se abría en la ladera de la montaña como una enorme boca mellada, cuyos dientes yacieran desperdigados por su falda. A sus pies se alzaba el horno de cal, una especie de torreón chato y ahusado de un tamaño algo mayor que los hornos de pan. En la parte superior se abría un agujero circular que hacía las veces de chimenea, mientras que en el lateral, otros cuatro proporcionaban la ventilación necesaria. La vivienda se levantaba a orillas del río, alejada de los vapores que desprendía la cal al ser quemada, y más atrás, a su espalda, aparecían los cobertizos que usaban como almacenes.
Theresa esperó hasta cerciorarse de que ni la viuda Larsson ni sus hijos deambularan por los alrededores. Albergaba la esperanza de no encontrarse con nadie, pero al acercarse a la casa advirtió que la puerta estaba entreabierta. En ese instante se preguntó si no habría tomado la decisión equivocada. Llamó con los nudillos pero no obtuvo respuesta. Sabía que cometía una locura, pero aun así decidió entrar. Recogió un palo del suelo y empujó la puerta con el hombro. Parecía atrancada. Al tercer intento cedió estrepitosamente dejando a la vista una estancia vacía. Theresa penetró y entornó la puerta tras de sí. Luego cerró los ojos para paladear unos instantes de paz. El olor amargo de la cal le quemó la garganta, pero incluso así lo recibió con agrado. Oyó el agua golpeando en el tejado y el viento azotando los tablones; sin embargo, el saberse a resguardo la reconfortó.
Como el resto de las construcciones de la zona, la vivienda carecía de ventanas, por lo que la única claridad procedía del hueco practicado en el tejado de zarzo destinado a evacuar los humos. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la penumbra, observó que la sala se encontraba terriblemente desordenada, con los taburetes volcados y numerosos cacharros desperdigados por el suelo. Supuso que algún animal habría causado el revuelo, así que no le concedió importancia. Después de comprobar que no había comida ni prendas de abrigo, decidió entretenerse recogiendo los enseres. En un rincón amontonó los retales de tronco y madera que la viuda Larsson solía utilizar para confeccionar zuecos.
Al igual que otras muchas familias, los Larsson habían encontrado en la talla de la madera un oficio adicional con el que aprovechar los tiempos muertos entre hornada y hornada. Se fijó entonces en la aparatosa herramienta que descansaba sobre uno de los bancos de trabajo, una especie de machete articulado en su punta mediante una argolla remachada al propio banco. De esa forma, la cuchilla pivotaba sobre su extremo como si de una cizalla se tratara. Theresa lo asemejó a una suerte de puente levadizo.
En alguna ocasión había visto a la viuda Larsson manejar el artefacto con suma destreza. La mujer izaba el mango fijándolo sobre un soporte, colocaba el tarugo de madera bajo la cuchilla y con precisos movimientos de subida y, bajada desbastaba lascas de madera hasta tallar el exterior del zueco.
Movida por la curiosidad, decidió probar su manejo. Buscó un trozo de madera del tamaño adecuado y lo colocó junto a la cuchilla. Luego agarró el mango de la cizalla y con las dos manos lo elevó para asegurarlo en el soporte, pero el mango resbaló y la cuchilla cayó violentamente sobre la mesa. Theresa se alegró de haber utilizado ambas manos, pues de lo contrario habría perdido una de ellas. Con más cuidado, izó de nuevo la cuchilla hasta colocarla en el soporte, y nada más asegurarla dio por concluida su experiencia como talladora de zuecos.
Luego se dedicó a colocar los taburetes mientras imaginaba su llegada a Aquis-Granum. En primer lugar iría al mercado y cambiaría el eslabón y el punzón por comida. Seguramente obtendría una libra de pan y varios huevos, incluso regateando tal vez consiguiese una loncha de carne ahumada. Luego buscaría trabajo como curtidora en el barrio de los artesanos. Nunca había estado en Aquis-Granum, pero suponía que un barrio así debía de existir en la ciudad que el rey Carlomagno había escogido para fijar su residencia.
De repente le dio un vuelco el corazón.
No le cabía duda. Las voces que escuchaba provenían del exterior y se oían cada vez más cerca.
Aterrorizada, dejó lo que estaba haciendo y corrió hacia la puerta. ¿Serían los Larsson? Pegó la cabeza a una rendija y observó cómo dos figuras desdibujadas se aproximaban a la casa. ¡Dios! Parecían hombres armados y en pocos segundos se presentarían en la vivienda. Debía encontrar un lugar donde esconderse. Recordó el montón de maderos junto a la cizalla y corrió a agazaparse tras ellos, justo en el instante en que los hombres irrumpían en la casa. Agachó la cabeza entre las piernas y rezó para que no la descubriesen. Sin embargo, en lugar de buscarla, los dos hombres se encaminaron hacia el centro de la habitación y se afanaron en encender el fuego del hogar.
Oculta tras la leña, Theresa no alcanzaba a adivinar lo que estaba sucediendo. ¿A qué estaban esperando? ¿Por qué no la buscaban? Desde su escondrijo observó cómo los hombres se desprendían de las armas y ensartaban un par de ardillas para asarlas al fuego. Reían y gesticulaban como dos borrachos mientras se daban empellones y volteaban los espetones descuidadamente. Se fijó en el más corpulento, una montaña de grasa cubierta de pieles cuya mayor virtud parecía consistir en no caer de bruces contra el suelo. El delgado no paraba quieto, constantemente se rascaba la cara llena de pecas y alzaba la nariz como una alimaña olisqueando a su presa. Theresa imaginó que si una rata caminara sobre dos patas, seguramente se le parecería.