Authors: Antonio Garrido
—Pero los pasos están cerrados.
—En efecto. Pero tarde o temprano habrán de llegar. Las despensas no aguantarán mucho más tiempo.
Gorgias asintió. Las raciones resultaban cada vez más exiguas y pronto no quedaría nada.
—Bien. Si no deseáis más… —añadió Wilfred.
El conde empuñó las riendas y los arneses se ciñeron a los perros. Luego restalló el látigo y las bestias movieron pesadamente el artilugio hasta girarlo por completo. Se disponía a abandonar el
scriptorium
cuando un doméstico irrumpió en la sala gritando como si hubiese visto al diablo.
—¡La
factoriae!
¡Por Dios bendito! ¡El fuego la está devorando!
Cuando Gorgias vislumbró lo que quedaba del taller, rogó a Dios que Theresa no se encontrase bajo los escombros. Las llamas habían consumido las paredes exteriores provocando el hundimiento de la techumbre, y ésta a su vez había avivado el fuego hasta convertir el lugar en una enorme pira. Los curiosos que iban llegando se agolpaban para contemplar el espectáculo mientras los más atrevidos se afanaban en atender a los heridos, rescatar algún útil o sofocar los rescoldos. Tras unos instantes de desconcierto, Gorgias reconoció la figura de Korne inclinada sobre unos maderos. Parecía un harapiento, con las ropas ennegrecidas y el rostro desencajado. Rápidamente se dirigió hacia a él.
—Gracias al cielo que os encuentro. ¿Habéis visto a Theresa?
El
percamenarius
se revolvió como si le hubiesen nombrado al diablo. De repente dio un salto y se abalanzó sobre la garganta de Gorgias.
—¡Esa maldita hija tuya! ¡Ojalá arda hasta el último de sus huesos!
Gorgias se zafó de Korne en el mismo instante en que dos vecinos acudían a separarlos. Los hombres disculparon el comportamiento de Korne, aunque Gorgias sospechó que sus palabras no obedecían a ningún tipo de arrebato. Les agradeció su intervención y se alejó para continuar la búsqueda.
Tras recorrer el perímetro del recinto, observó que el fuego no sólo había arruinado los talleres y la vivienda de Korne, sino que además se había propagado hacia los almacenes y las cuadras colindantes. Por fortuna, los establos no albergaban animales, y hasta donde él sabía, los almacenes se encontraban vacíos de grano, de modo que las pérdidas se limitarían al valor de los edificios. En cualquier caso, ambas construcciones ya estaban condenadas porque el incendio comenzaba a ensañarse con los tejados.
Advirtió entonces que el muro que delimitaba el patio de los talleres se había mantenido en pie, y recordó que Korne, harto de tanto robo, había ordenado sustituir la primitiva empalizada por un muro de piedra. Al parecer, gracias a aquella decisión, la zona comprendida entre la tapia y los estanques se había librado de las llamas.
En ese momento una mano temblorosa le tocó por la espalda. Era Bertharda, la esposa
del percamenarius
.
—¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia tan grande! —dijo con lágrimas en los ojos.
—Bertharda, ¡por el amor de Dios! ¿Habéis visto a mi hija? —le preguntó él con desesperación.
—¡Ella me salvó! ¿Me oís? ¡Fue ella quien me salvó!
—Sí, sí, os oigo. Pero ¿dónde está? ¿Está herida?
—Le dije que no entrara. Que olvidara los libros, pero no me hizo caso…
—Por lo que más queráis, Bertharda, decidme dónde está mi hija —insistió Gorgias mientras la sacudía por los hombros.
La mujer lo miró fijamente. Sus ojos enrojecidos parecían ver otro mundo.
—Salimos del taller huyendo de las llamas —acertó a explicar—. En el patio me ayudó a trepar por el muro. Me ayudó hasta que me vio a salvo, y entonces me dijo que debía regresar por los códices. Yo le grité que no, que subiese al muro conmigo, pero ya sabéis lo testaruda que era —lloró—. Entró en el taller entre aquellas horribles llamas, y entonces de repente se oyó aquel ruido seco y un instante más tarde el techo se derrumbó. ¿Lo entendéis? Ella me salvó, y luego todo se derrumbó…
Gorgias se giró horrorizado para darse de bruces con un páramo de ruinas y desolación. Los rescoldos crujían y crepitaban mientras el humo grisáceo se extendía lentamente como el anuncio de un macabro desenlace.
De haber conservado la sensatez, habría esperado a que el incendio se extinguiese, pero fue incapaz de aguardar otro segundo. Sorteó las vigas que se interponían en su camino y se adentró en un caos de traviesas, puntales y machones sin atender a las llamas que le lamían los huesos. Los ojos le ardían de dolor y el calor le quemaba los pulmones. Apenas si lograba distinguir sus propias manos bajo el enjambre de cenizas y ascuas que flotaba en el aire, pero eso no le detuvo. Avanzó apartando montantes, repisas y bastidores, gritando una y otra vez el nombre de Theresa. De repente, mientras intentaba orientarse en el humo, oyó a sus espaldas un grito de auxilio. Se giró y corrió atravesando los rescoldos, pero al alcanzar unas tinajas advirtió que la voz procedía de Johan
Piescortos
, el hijo de Hans, el curtidor. El muchacho, de unos doce años escasos, tenía el torso abrasado e imploraba auxilio con desesperación. Gorgias maldijo su suerte, pero de inmediato se inclinó sobre el muchacho para comprobar cómo una traviesa le mantenía atrapado.
Un simple vistazo le bastó para comprender que de no atenderle pronto moriría sin remedio, así que hizo acopio de fuerzas y tiró de los tablones que lo retenían. Sin embargo, para su infortunio, la viga no se movió. Se le ocurrió arrancarse un trozo del vendaje del brazo y utilizarlo para enjugar la cara del chico.
—Johan, escúchame. Voy a necesitar ayuda para sacarte de aquí. Tengo el brazo herido y yo solo no puedo mover estas tablas. Te diré lo que vamos a hacer. ¿Sabes contar?
El muchacho afirmó con un gesto de dolor.
—Sé hasta diez —dijo con orgullo.
—Bueno. Eso es estupendo. Ahora quiero que respires a través de este vendaje, y cada cinco bocanadas grites tu nombre tan fuerte como puedas. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor.
—Bien. Pues entonces iré a buscar ayuda, y cuando regrese, te traeré un pedazo de pastel y una buena manzana. ¿Te gustan las manzanas?
—No, por favor. No me deje —sollozó.
—No voy a dejarte, Johan. Regresaré con ayuda.
—¡No se vaya, señor! Se lo suplico —dijo aferrándole la mano.
Gorgias miró al crío y soltó una maldición. Sabía que aunque lograse volver con ayuda, el chico no lo soportaría. En aquel lugar ya no se podía respirar. Johan moriría quemado o asfixiado, pero de un modo u otro moriría. Y aun así, buscar auxilio era lo único que podía hacer por él.
De repente se agachó y agarró la viga con ambas manos, flexionó las piernas y tensó los brazos hasta que su espalda crujió, pero continuó tirando como si le fuese la vida en ello. Sintió cómo el brazo herido se desgarraba y los puntos saltaban segando piel y tendones, mas no cejó en su agónico esfuerzo.
—Vamos, maldita hija de puta. ¡Muévete! —gritó.
De repente se escuchó un chasquido y la viga cedió un par de dedos. Gorgias aspiró una bocanada de humo, tiró de nuevo y la viga volvió a moverse hasta un palmo por encima del muchacho.
—Ahora, Johan. ¡Sal de ahí!
El chico rodó sobre un costado, justo en el momento en que las fuerzas abandonaban a Gorgias y la viga se desplomaba contra el suelo. Luego, tras un instante de resuello se levantó, cargó a hombros al desmadejado muchacho y escapó rápido de aquel infierno.
En la explanada donde los vecinos habían congregado a la mayoría de los heridos, Gorgias distinguió a Zenón asistiendo a un hombre con las piernas cubiertas de ampollas. El médico esgrimía una lanceta con la que reventaba las vesículas con rapidez para, seguidamente, aplastarlas como si fuesen pellejos de uva. Le asistía un acólito de ojos asustados que aplicaba unturas de aceite con discutible destreza. Gorgias se encaminó hacia él con Johan a cuestas. Guando llegó a la altura de Zenón, depositó al chico en el suelo y le pidió que lo atendiera. Tras un rápido vistazo, el físico se volvió hacia Gorgias y meneó la cabeza.
—Nada que hacer —comentó con voz resuelta.
Gorgias lo sujetó por un brazo y lo alejó del chico.
—Al menos podríais evitar que lo oyera —le musitó—. De todas formas atendedle, y que sea lo que Dios quiera.
Zenón le sonrió con desdén.
—Deberíais cuidar más de vos mismo —dijo señalando su brazo ensangrentado—. Dejadme ver.
—Primero el chico.
Zenón torció el gesto y fue junto al muchacho. Se agachó, llamó a su ayudante y le arrebató el ungüento que tenía entre las manos.
—Manteca de cerdo… Lo mejor para las quemaduras —anunció mientras embadurnaba las heridas de Johan—. Al conde no le gustará que la malgaste en un desahuciado.
Gorgias no contestó. Tan sólo pensaba en encontrar a Theresa.
—¿Hay más heridos? —le preguntó.
—Desde luego. A los más graves los han llevado a San Damián —contestó el cirujano sin levantar la mirada.
Gorgias se agachó junto a Johan y le pasó la mano por la cabeza. El muchacho respondió con un amago de sonrisa.
—No hagas caso a este matarife —le dijo—. Ya verás cómo te restableces. —Y sin darle tiempo a responder, se levantó y se encaminó hacia la basílica en busca de su hija.
Pese a su aspecto achaparrado, la iglesia de San Damián era un edificio sólido y seguro. En su construcción se había empleado piedra de sillería, y hasta el mismísimo Carlomagno había expresado su satisfacción al conocer que un edificio consagrado a Dios se hubiera erigido sobre cimientos tan robustos como la fe que debía sustentarlos. Antes de entrar, Gorgias se santiguó y pidió a Dios por Theresa.
Nada más franquear el pórtico, le abofeteó un insoportable hedor a carne quemada. Sin detenerse, se apoderó de una de las teas que pendían de las crujías y continuó hacia el transepto, procurando iluminar las exiguas capillas que flanqueaban las naves laterales. Cuando alcanzó el presbiterio, observó tras el altar una hilera de sacos de paja dispuestos para acomodar a los heridos. Enseguida reconoció a Hahn, un chico vivaracho que mataba las horas en el taller a la espera de que le asignaran cualquier tarea. Tenía las piernas abrasadas y se quejaba amargamente. A su lado yacía un hombre a quien no supo identificar porque las quemaduras habían transformado su cara en una costra negruzca. Junto al ábside central distinguió a Nicodemo, uno de los oficiales de Korne, confesándose de sus pecados. Más allá del transepto, un hombre grueso con la cabeza vendada, del que sólo se reconocían las orejas, y a sus espaldas, la figura tumbada de un joven desnudo. Gorgias comprobó que se trataba de Celías, el hijo menor
del percamenarius
. El muchacho yacía con los ojos entreabiertos y el cuello retorcido. Sin duda había muerto en una horrible agonía.
Ninguno de los presentes supo darle razón sobre el paradero de su hija.
Gorgias se arrodilló y pidió a Dios por el alma de Theresa. Cuando se disponía a continuar la búsqueda, sintió que las fuerzas le abandonaban. De repente, un escalofrío le sacudió por dentro hasta nublarle la vista. Intentó apoyarse en una columna pero la negrura se apoderó de él, y tras vacilar unos instantes se derrumbó en el suelo sin conciencia.
A media mañana, los tañidos de las campanas sacaron a Gorgias de su desvanecimiento. Lentamente, el velo que enturbiaba su mirada se fue disipando hasta que las desdibujadas figuras se aclararon como si las enjuagasen con agua limpia. Enseguida reconoció a su esposa Rutgarda; esbozaba una sonrisa que apenas disimulaba su rostro ajado por el llanto. Más atrás distinguió a Zenón, ocupado con unos frascos de tinturas. De repente sintió un dolor tan intenso que temió que le hubieran cortado el brazo, pero al alzarlo comprobó que volvía a tenerlo cuidadosamente vendado. Rutgarda lo incorporó encajándole un grueso almohadón bajo la espalda. Entonces Gorgias advirtió que continuaba en el interior de San Damián, recostado contra la pared de una de las diminutas capillas.
—¿Y Theresa? ¿Ha aparecido? —acertó a preguntar.
Rutgarda lo miró con tristeza. Las lágrimas le resbalaron mientras escondía el rostro entre sus hombros.
—¿Qué ha sucedido? —gritó—. ¡Por Dios! ¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está Theresa?
Gorgias miró alrededor, pero no obtuvo respuesta. Entonces, a pocos pasos de donde se encontraba, vio un cuerpo inerte cubierto por una sábana.
—La encontró Zenón en el taller, acurrucada bajo un murete —dijo Rutgarda sollozando.
—¡No! ¡No! ¡Por todos los Santos! No es cierto.
Gorgias se levantó y corrió hacia el lugar donde yacía el cuerpo. El sudario que la protegía estaba marcado con una grotesca cruz blanca, por cuyo extremo asomaba un miembro calcinado. Gorgias retiró la sábana y sus pupilas se dilataron por el horror. Las llamas habían devorado el cuerpo hasta transformarlo en una irreconocible figura de carne y piel abrasada. Sus ojos no quisieron creerlo, pero todo se le derrumbó cuando reconoció los jirones del vestido azul de su hija, el que ella tanto adoraba.
Desde primera hora de la tarde, la gente se fue agolpando a las puertas de la iglesia para la celebración de los funerales. Varios chiquillos reían y parloteaban jugando a esquivar los empellones de los mayores, mientras los más irreverentes se burlaban de las mujeres, a quienes intentaban molestar imitándolas en sus llantos. Un grupo de ancianas envueltas en oscuras pellizas se había congregado en torno a Brunilda, una viuda acusada de regentar un negocio de mancebía, que solía estar al tanto de cualquier acontecimiento. La mujer concitó la atención de sus compañeras al sugerir que la causante del fuego había sido la hija del escriba, y que durante el incendio no sólo se habían producido víctimas, sino que además, como auténtica desgracia, había ardido un lote de provisiones que Korne mantenía oculto en sus almacenes.
Continuamente se formaban corros en los que se discutía sobre el número de heridos, se escenificaba la gravedad de las quemaduras o se especulaba sobre las causas del incendio. De vez en cuando alguna mujer corría de un lado a otro con la sonrisa en la boca, ansiosa por compartir las últimas habladurías. Sin embargo, y pese a la animación del momento, la llegada del conde Wilfred y su tiro de perros fue acogida con alivio, porque la lluvia comenzaba a arreciar y escaseaban los lugares donde protegerse.
Nada más abrirse la cancela, los asistentes se apresuraron a ocupar los mejores lugares. Como de costumbre, los hombres se acomodaron en los puestos próximos al altar, dejando para las mujeres y los niños los sitios más retrasados. La primera fila, reservada para los padres de los fallecidos, la ocupaban
el
percamenarius
y su esposa. Junto a ellos descansaban sobre sendos sacos de paja los dos hijos heridos en el incendio. El cadáver del menor, Celías, yacía envuelto en un sudario de lino junto al cuerpo de Theresa. Los difuntos yacían sobre una mesa instalada para la ocasión frente al altar mayor. Gorgias y Rutgarda habían declinado la invitación de Wilfred y se habían situado más atrás para evitar cualquier confrontación con Korne.