Authors: Antonio Garrido
—Bueno —dijo mientras se pasaba las manos por la pechera—. Esto ya está. Un poco de cuidado, y en un par de días…
—¿Se curará? —se anticipó Theresa.
—Puede que sí… Aunque claro: también puede que no.
El hombre rio estrepitosamente. A continuación rebuscó en la talega hasta encontrar un frasco de cristal que contenía un líquido oscuro. Theresa imaginó que se trataría de algún tónico, pero el hombre lo destapó y echó un buen trago.
—¡Por el santo Pancracio! Este licor reavivaría a un muerto. ¿Quieres un poco? —ofreció el hombrecillo, acercando el frasco a la nariz de Theresa.
La joven denegó con la cabeza. El cirujano repitió el gesto a Korne, quien respondió con un par de sorbos largos.
—Las heridas de cuchillo son como los hijos: todos se hacen de la misma forma, pero nunca salen dos iguales —rió—. El que cure o muera no depende de mí. El brazo está bien cosido, pero la herida es profunda y tal vez haya afectado a los tendones. Ahora sólo resta esperar, y si en una semana no aparecen pústulas ni abscesos… Toma —dijo el hombre sacando una bolsita de su refajo—. Aplícale estos polvos varias veces al día, y no le laves mucho la herida.
Theresa asintió.
—En cuanto a mis honorarios… —añadió al tiempo que propinaba un azote al trasero de la muchacha—, no te preocupes, que ya me pagará el conde Wilfred. —Y volvió a reír mientras recogía su instrumental.
Theresa enrojeció de indignación. Odiaba aquel tipo de libertades, y de no ser porque Zenón acababa de asistir a su padre, Dios sabe si le habría estrellado el frasco de vino en su estúpida cabeza. Sin embargo, antes de que pudiese protestar, el cirujano agarró la puerta y se marchó canturreando una melodía sin letra.
Entretanto, la mujer de Korne había subido a los altillos y regresado con unas tortas de manteca.
—Traje una para tu padre —comentó con una sonrisa.
—Se lo agradezco. Ayer apenas si probamos un cuenco de gachas —se lamentó—. Cada vez nos llega menos la comida. Mi madre dice que somos afortunados, pero lo cierto es que casi no puede levantarse de la cama. Por la debilidad, ¿sabe?
—Bueno, hija, así estamos todos —contestó la mujer—. Si no fuese por el aprecio que Wilfred muestra por los libros, a estas horas nos comeríamos las uñas.
Theresa cogió una torta que mordisqueó con delicadeza, como si temiese hacerle daño. Luego dio un bocado más grande, paladeando la dulzura de la miel y la canela; aspiró profundamente su aroma intentando atraparlo en su interior, y deslizó la lengua por la comisura de sus labios para no perder ni la más pequeña miga. Luego guardó el trozo restante en un bolso de la falda con la intención de entregárselo a su madre. En cierta medida, se avergonzaba por disfrutar de aquella delicia mientras su padre yacía inconsciente sobre la mesa, pero el hambre atrasada pudo más que sus remordimientos y se sumió en el reconfortante sabor de la cálida manteca. En ese momento, unas toses atrajeron su atención.
La muchacha se volvió y advirtió que su padre se estaba despertando. Corrió junto a él para evitar que se incorporara, pero Gorgias no atendió a razones. Parecía azorado, y miraba de un lado a otro como si buscase algo. Korne lo advirtió y acudió de inmediato.
—¿Y mi bolsa? ¿Dónde está mi bolsa?
—Cálmate, Gorgias. Está ahí al lado, junto a la puerta —dijo Korne señalando la talega.
Gorgias bajó de la mesa a duras penas. Al agacharse emitió un gruñido y un rictus de dolor le paralizó, pero tras un momento de vacilación, abrió la bolsa y miró en su interior. Con el brazo sano rebuscó nerviosamente entre sus instrumentos de escritura. Maldecía sin parar y miraba alrededor como si echase en falta algo. Cada vez más irritado, volcó el contenido y lo desparramó por el suelo. Las plumas y los estilos rodaron por el pavimento.
—¿Quién lo ha cogido? ¿Dónde está? —gritó.
—¿Dónde está el qué? —preguntó Korne.
Gorgias lo miró con la ira salpicando su rostro desencajado, pero se mordió la lengua y giró la cabeza. Luego volvió a remover los utensilios y volteó la bolsa hasta ponerla del revés. Cuando se convenció de que no quedaba nada, se levantó y caminó hasta una silla cercana en la que se dejó caer. Luego cerró los ojos y susurró una plegaria por su alma.
A media mañana, las voces de los mozos devolvieron a Gorgias al mundo de los vivos.
Hasta ese momento había permanecido tumbado, con la cabeza ladeada y la mirada perdida, tan ajeno a los consejos de Korne como a los gestos de cariño de Theresa. Sin embargo, poco a poco su rostro pareció ir recuperando la cordura, y tras unos instantes de desconcierto alzó la vista para requerir la presencia de Korne. El
percamenarius
se mostró complacido al comprobar su mejoría, pero cuando Gorgias le preguntó sobre su agresor, cambió el semblante y afirmó no recordar ningún detalle.
—Cuando acudimos a socorrerte, quienquiera que fuera ya había huido.
Gorgias torció el gesto y masculló una maldición ahogada en una mueca de dolor. Luego se levantó y comenzó a deambular por el taller como una fiera acosada. Mientras iba y venía, intentó evocar el rostro de su agresor, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. La oscuridad y lo inesperado del asalto habían enmascarado la identidad del asaltante. Se encontraba débil y confuso, así que solicitó a Korne que uno de sus hijos le acompañara hasta el
scriptorium
.
Tras la marcha de Gorgias, los jornaleros olvidaron sus miramientos y poco a poco el taller recuperó su habitual bullicio. Los más jóvenes esparcieron tierra sobre la sangre derramada y limpiaron la mesa mientras los oficiales se lamentaban del desorden ocasionado. Theresa elevó una breve plegaria por la mejoría de su padre y a continuación se encomendó con diligencia a las tareas propias de su cargo. En primer lugar limpió y recogió la basura acumulada durante el día anterior. Luego separó los retales de cuero más estropeados y los colocó en el tonel de los despojos, donde deberían permanecer pudriéndose hasta el momento en que el recipiente se llenara. Por desgracia, el barril se encontraba a rebosar, por lo que hubo de extraer el contenido y trasegarlo a las tinajas de maceración, para una vez macerado, machacado y cocido, elaborar la cola que los oficiales utilizarían luego como adhesivo. Cuando terminó, se cubrió con un saco para protegerse de la lluvia y se dirigió hacia las balsas instaladas a cielo abierto en el desvencijado patio interior.
Ya en el atrio, Theresa observó la instalación con detenimiento.
Los estanques, de forma cuadrangular y en un número de siete, se distribuían desordenadamente en torno al pozo central, de forma que las pieles desolladas pudieran trasladarse sin dificultad entre ellos, conforme al habitual proceso de corte, afeitado y raspado. La joven observó las pieles blanquecinas flotando sobre el agua como escuálidos cadáveres. Odiaba el hedor ácido y penetrante que desprendían aquellos cueros descarnados.
En cierta ocasión, y coincidiendo con un severo enfriamiento, solicitó a Korne que la relevase por unos días, porque la humedad y los cáusticos de los estanques empeoraban sus pulmones, pero lo único que obtuvo fue un bofetón y una risotada de desprecio. Nunca más protestó. Cuando Korne se lo ordenaba, se recogía la falda, aspiraba el aire tan profundamente como su pecho le permitía y, conteniendo la respiración, se introducía en los estanques para remover aquellas sábanas arrugadas.
Contemplaba los estanques cuando alguien se acercó por su espalda.
—¿Todavía te repugnan?… ¿O acaso piensas que no sea cometido propio para la nariz de una
percamenarius?
Theresa se giró para darse de bruces con la sardónica sonrisa de Korne. La lluvia resbalaba sobre su rostro grotesco encharcando sus encías desnudas. Como siempre, apestaba a incienso, pues lo empleaba en abundancia para disimular su habitual olor a rancio. De buena gana le habría explicado a Korne la naturaleza de sus pensamientos, pero se mordió la lengua y bajó la cabeza. Después de tanto sacrificio, no estaba dispuesta a caer en sus provocaciones, y si lo que pretendía era valerse de una excusa para reprobarla, desde luego iba a tener que esforzarse.
—Sea como fuere —continuó
el percamenarius
—, debo confesar que te compadezco: tu padre herido… tú, asustada… y nerviosa, por supuesto… Desde luego no parece el mejor momento para enfrentarte a una prueba de tanta trascendencia. Así pues, y en atención a la consideración que me merece tu padre, estoy dispuesto a posponer el examen un tiempo prudencial.
Theresa respiró aliviada. Lo cierto era que aún tenía en la cabeza la imagen ensangrentada de su padre, las manos le temblaban, y aunque se sentía con fuerzas, un aplazamiento la ayudaría a recuperar la calma.
—No quisiera trastornar los preparativos, pero os agradezco el ofrecimiento. Unos días más no me vendrían mal —le reconoció.
—¿Unos días? ¡Oh, no! —sonrió—. El aplazamiento de la prueba conlleva que tengas que esperar hasta el próximo año. Así está contemplado, y me consta que lo sabes. Pero en tu estado… Mírate: temblorosa, asustada… No me cabe duda que posponerlo resultaría lo más adecuado.
Theresa lamentó que Korne llevara razón. Si un candidato renunciaba al examen, no podía volver a solicitar el ingreso hasta pasado un año completo. Sin embargo, por un momento había imaginado que, dadas las circunstancias, el
percamenarius
haría una excepción.
—¿Y bien? —la apremió.
Theresa no supo qué responder. Las manos le sudaban y el corazón le palpitaba con fuerza. La oferta de Korne no parecía descabellada, pero nadie podía predecir lo que ocurriría dentro de doce meses. Sin embargo, si afrontaba la prueba y fallaba, nunca más podría examinarse. Al menos, no mientras Korne continuara como jefe de los
percamenarii
, pues éste esgrimiría su renuncia como demostración de lo que tantas veces había pregonado: que las mujeres y los animales sólo servían para acarrear peso y parir hijos.
El tiempo transcurría y
él percamenarius
comenzó a tabalear los dedos contra una barrica. Theresa ya pensaba en renunciar cuando en el último instante resolvió demostrarle a Korne que era más hábil que cualquiera de sus hijos. Además, si de verdad quería convertirse en oficial, debería afrontar los problemas según se le presentasen, y si por cualquier causa no superaba la prueba, tal vez en unos años pudiera volver a intentarlo. Se dijo que, al fin y al cabo, Korne era ya mayor y quizá para entonces hubiera muerto o enfermado. Así pues, alzó la cabeza y con voz resuelta le comunicó que se examinaría aquella mañana y aceptaría el resultado.
El percamenarius
no se inmutó.
—Bien. Si eso es lo que deseas, que dé comienzo el espectáculo.
Theresa asintió y se giró para dirigirse al interior del taller; sin embargo, cuando se disponía a franquear la entrada oyó de nuevo la voz del
percamenarius
.
—¿Se puede saber adónde vas? —le preguntó. Sus fosas nasales se dilataban y contraían como los ollares de un caballo.
Theresa lo miró desconcertada. Acudía a su mesa de trabajo con la intención de comprobar el material que debería emplear durante la prueba.
—Pensaba afilar los cuchillos antes de que llegase el conde. Preparar los…
—¿El conde? ¿Y qué pinta el conde en todo esto? —la interrumpió simulando extrañeza.
Theresa perdió el habla. Su padre le había asegurado que Wilfred estaría presente.
—¡Ah, sí! —continuó Korne con una mueca de afectación—. Gorgias me comentó algo al respecto. Pero ayer, cuando visité al conde, lo encontré tan ocupado que juzgué innecesario distraerlo para un trámite tan nimio. Presumí, y creo que acerté, que si tal como parece estás capacitada para superar cualquier imprevisto, que el conde no acudiera tampoco supondría ningún impedimento.
Al punto Theresa comprendió que Korne no había auxiliado a su padre guiado por la caridad, ni le había propuesto el aplazamiento del examen por consideración. Había ayudado a Gorgias sabedor de que el destino del taller, y por ende el suyo propio, estaba ligado a la actividad del
scriptorium
. ¡Qué necia había sido! Y pensar que por unos instantes había confiado en su buena voluntad. Ahora se hallaba en manos de aquel necio, y todas sus habilidades iban a valer lo que una pila de leña mojada. La muchacha inclinó la cabeza y se preparó para aceptar lo inevitable, pero cuando ya daba todo por perdido, una idea le iluminó el rostro.
—Es curioso —respondió con tono confiado—. Mi padre no sólo me aseguró que Wilfred presenciaría el examen, sino que además, al tanto de mis progresos, deseaba conservar para sí mi primer pergamino. Un pergamino que, como sabéis, debo firmar con mi marca —puntualizó. Y rezó por que Korne se tragara la mentira. Si lo hacía, tal vez dispusiera de una oportunidad.
El percamenarius
borró de inmediato su estúpida sonrisa. Al fin y al cabo, desconocía la veracidad de aquella información, pero si ésos eran los deseos de Wilfred, en modo alguno podía arriesgarse a contravenirlos. Aun así, lo que dijese o pensase el conde no le importaba lo más mínimo ya que aquella muchacha no pasaría la prueba. Al menos, no mientras él se mantuviera como el maestro de los
percamenarii
.
Theresa aún aguardaba cuando Korne convocó al resto de los trabajadores. Al instante, mozos y oficiales abandonaron sus faenas para transformar el patio en una suerte de escenario. Los más jóvenes acapararon los primeros lugares apartándose los unos a los otros. Un muchacho dio un empellón a otro y lo lanzó a un estanque, provocando la consiguiente algarabía. Los oficiales se acomodaron en los rincones a resguardo de la lluvia, pero a los mozos el agua no les importó. Uno de ellos acudió con un cesto de manzanas y las repartió entre los más avispados, que esperaban impacientes el comienzo del espectáculo. Parecía como si todos, menos Theresa, supieran lo que iba a suceder. En ese momento Korne dio unas palmadas y se dirigió a su improvisado público.
—Como bien sabéis, la joven Theresa ha solicitado su acceso al gremio. —Varios se carcajearon—. La muchacha —dijo señalándola al tiempo que se agarraba la entrepierna— pretende ser más lista que vosotros; más lista que mis hijos, y hasta más lista que yo. ¡Una mujer! ¡Que se caga en la falda cuando oye el ladrido de un perro y corre a esconderse bajo las sábanas! Pero no obstante, tiene el valor; ¡ja!; ¡la osadía! de pedir el trabajo que por naturaleza corresponde a los varones.