Read La escriba Online

Authors: Antonio Garrido

La escriba (42 page)

—Llevaba tiempo deseando hacer esto… —murmuró mientras se masajeaba el puño con que acababa de golpear al obispo.

Cuatro días después, Alcuino le contó a Theresa que Lotario había sido apresado y conducido a una celda donde permanecería bajo custodia hasta el momento del juicio. No llegó a dilucidarse en qué momento el obispo descubrió que el trigo era el causante de la epidemia, pero sí que, pese a advertirlo, continuó comerciando con él como si nada hubiera ocurrido. A Kohl lo liberaron tras descartar su participación en la conjura, y lo mismo ocurrió con el Marrano, aunque por desgracia, su espíritu quedó reducido al de un perrillo asustadizo al que hubieran apaleado.

—¿Y no ajusticiarán al obispo? —preguntó ella mientras ordenaba unos manuscritos.

—Sinceramente, no lo creo. Considerando que Lotario es pariente del rey, y que continúa ostentando el cargo de obispo, me temo que tarde o temprano eluda su castigo.

Theresa siguió apilando los códices que había utilizado durante toda la mañana. Desde que Lotario fuera descubierto, aquélla era la primera ocasión en que volvía al
scriptorium
.

—No lo veo justo —dijo.

—Si en ocasiones es complicado entender la justicia divina, imagina comprender la mundana.

—Pero ha fallecido mucha gente…

—La muerte no se paga con la muerte. En este mundo en que la vida se balancea al antojo de las enfermedades, al capricho del hambre, de las guerras y las inclemencias de la naturaleza, de nada serviría ejecutar a un criminal. La vida de un asesinado se corresponde con el valor de su fortuna, y según ese valor, así será entonces la multa.

—Y como muchos de los que han muerto no son potentados…

—Veo que despabilas pronto. Por ejemplo, el asesinato de una mujer joven, en edad de procrear, se castiga con seiscientos sueldos, lo mismo que si el muerto fuera un varón menor de doce años. Sin embargo, si la fallecida fuese una niña de igual edad, tan sólo se le impondrían doscientos.

—¿Y pretendéis que entienda esto?

—Ante los ojos de Dios, varón y hembra son iguales, pero a los ojos de los hombres, evidentemente, no: un hombre genera dinero y fortuna; una mujer, hijos y problemas.

—Hijos que traerán riqueza y trabajo. Además, si Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, ¿por qué el hombre no imita la mirada de Dios?

Alcuino enarcó una ceja, sorprendido por lo cabal de la contestación.

—Bueno, como te iba diciendo, a veces el homicidio se repara con una multa y, sin embargo, delitos que conllevan pérdidas graves, como el incendio o el estrago, acaban resolviéndose con la ejecución del culpable.

—De modo que a quien mata se le multa, y a quien roba se le mata.

—Más o menos, así es la ley.

Theresa continuó con el evangelio en que llevaba enfrascada desde primeras horas de la mañana. Tras mojar la pluma, acometió un nuevo versículo para acabar cuanto antes con la página diaria que Alcuino le exigía. Cada página constaba de unas treinta y seis líneas, las cuales solía completar en unas seis horas de trabajo, la mitad de lo que tardaría un amanuense aventajado. Alcuino llevaba tiempo trabajando en una clase de caligrafía que permitiese una escritura más rápida y sencilla, fácil de entender y simple de transcribir. Para ello empleaba un nuevo tipo de letra uncial, de inferior tamaño al de las mayúsculas, con la que facilitar la copia de Vulgatas. Theresa se valía de ella, y de ahí su velocidad, que llenaba de orgullo al fraile.

Después de la copia, Alcuino se dedicó a ampliar los conocimientos de Theresa, insistiendo en el
Ars Dictaminis
, el arte de escribir epístolas.

—No sólo habrás de copiar. También tendrás que pensar lo que quieres escribir.

En alguna ocasión, cuando Alcuino se ausentaba del
scriptorium
, Theresa extraía de la talega de su padre el pergamino que éste había escondido, y lo estudiaba con intención de descifrarlo. A veces consultaba códices griegos que encontraba en los anaqueles del
scriptorium
, pero ni en ellos, ni en ningún otro texto latino, halló referencias sobre la Donación de Constantino. Le extrañó que ningún códice la mencionara, pero no se atrevió a preguntar a Alcuino.

Además de analizar el pergamino, Theresa empleaba su tiempo en un libro apasionante: el
Liber glossarum
, un códice único, compendio de un universo de conocimientos. Según Alcuino, aquel facsímile había sido duplicado en la abadía de Corbie a partir de un original visigótico inspirado en las
Etymologias
de san Isidoro. En más de una ocasión la había prevenido contra los párrafos en que se adivinaban las palabras paganas de Virgilio, Erosio, Cicerón o Etropio, pero Theresa se apoyaba en las vertidas por Jerónimo, Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno para que Alcuino le permitiera seguir leyendo. Aquel libro era una ventana a un mundo desconocido, un saber más allá de la religión.

—Hay cosas que aún no comprendo —dijo cerrándolo por un momento.

—Si en lugar de ese volumen te esforzaras con la Biblia…

—No hablaba del
Liber glossarum
. Me refería al suceso del trigo envenenado. He estado pensando, y aún no entiendo por qué me encerrasteis en aquella habitación.

—Ah, ¿aquello…? Bueno. El caso es que estaba preocupado por tu integridad física… y también, debo reconocerlo, por lo que pudieras contarle de más a Lotario. De hecho, fui yo quien te forzó a que acudieses a él por primera vez, pero luego la situación se tornó más peligrosa.

—¿Vos? Ahora sí que no entiendo…

—Tras tu descubrimiento del texto oculto, mis sospechas se centraron en Lotario. Él era el único que tenía acceso al políptico, y la corrección se veía moderna. Por desgracia, Lotario empezó a recelar de nosotros, de modo que creí provechoso hacerle pensar que sospechábamos de otro. Por eso le dije a Helga
la Negra
que se tiñera las piernas y simulara la enfermedad: para que tú te ofuscases y acudieses a Lotario. Sabía que le contarías que sospechaba de Kohl, y de esa forma me garantizaba libertad en la continuación de mis investigaciones. Incluso la carta que encontró en mi celda la escribí a propósito, a sabiendas de que me estaba vigilando.

—Pero ¿por qué no me contasteis vuestro plan?

—Para evitar que con cualquier detalle pudieras alertar a Lotario. Necesitaba que él confiase en ti, en tu versión de lo que estaba pasando. De hecho, la idea de teñir las piernas de Helga la saqué del mismo Lotario.

—¿Qué queréis decir?

—Que fue él quien antes la utilizó con Rothaart, el pelirrojo. Lo supe cuando examiné su cadáver. No murió por la enfermedad, sino que fue asesinado por el propio Lotario. Rothaart era el único que podía delatarle, y muerto el pelirrojo, dejaba a Kohl como único sospechoso.

—¿Y por qué no le contasteis todo eso a Carlomagno? Hasta yo dudé de vuestra inocencia.

—Lo cierto es que necesitaba tiempo. Como dije en el juicio, descubrí que el obispo roturaba un terreno fuera de los lindes del obispado. Supongo que Lotario, sembrando el trigo, imaginaba que se libraría de la prueba que le condenaba, sin por ello perder el grano. El problema residía en que el cornezuelo podría pasar de una cosecha a otra y contaminar todo el poblado. Yo no sabía dónde escondía el cereal, ni si las partidas encontradas en el molino de Kohl, colocadas obviamente por Lotario, eran todas las que poseía el obispo, de modo que encomendé a dos acólitos que vigilaran esos campos. Hasta que no obtuve la certeza de que aún no había sembrado, no quise desenmascararlo.

Lo que realmente me preocupa, es que hay una partida de grano que aún no he encontrado.

Theresa se sintió estúpida por haber desconfiado de Alcuino. Dejó el libro, recogió los útiles de escritura y le pidió permiso para retirarse; hacía rato que había anochecido.

Capítulo 20

Cuando Gorgias despertó, rezó por que todo fuera un sueño, pero a su alrededor continuaban las mismas paredes en las que llevaba un mes preso. Cada mañana Genserico acudía a la cripta para examinar la evolución del documento que estaba transcribiendo, le entregaba un puchero con la ración diaria y le retiraba el cubo de desperdicios a través del torno de la puerta. Él intentaba escribir tan cuidadosamente como sus facultades le permitían. Sin embargo, pronto advirtió que el coadjutor tan sólo reparaba en la extensión de lo escrito, obviando la exactitud de las expresiones o el preciosismo de la caligrafía. En un primer momento lo atribuyó a su vista maltrecha, pero luego recordó que Genserico nunca había sabido griego, y le extrañó que Wilfred, conociendo tal extremo, no exigiera comprobar personalmente todo el texto. El detalle le hizo recapacitar.

Cuando el coadjutor se retiró, sustituyó los pergaminos por el puchero, lo destapó y comió de él con la cuchara. Mientras lo hacía, no dejó de pensar en Genserico y sus pálidos ojos azules. Después de un buen rato se levantó.

«Sus pálidos ojos azules…» ¿Y si hubiese sido él? ¿Y si el hombre que le apuñaló el día del incendio hubiese sido el propio Genserico? El coadjutor no aparentaba ser la clase de individuo que se enfrenta a un hombre más joven, pero en aquella ocasión era de noche y el ataque fue sorpresivo. Recordó haberlo incluido en su lista de sospechosos junto al fraile enano y el maestro de chantre, si bien, por cuestión de edad, siempre situado el último. Probablemente cuando le atacó ya supiera del pergamino. Genserico controlaba los documentos del castillo, y por lo visto, también sus pasadizos.

Se levantó y anduvo en círculos. Wilfred siempre le había asegurado que se trataba de un texto secreto, pero de ser cierto, ¿por qué confiaba ahora en Genserico? El brazo le molestó pero no le prestó atención. Además, ¿por qué el conde habría querido encerrarle? Y si tanto precisaba el documento, ¿por qué no comprobaba sus progresos?

No. Aquello no tenía sentido. La única explicación pasaba por que Genserico hubiera obrado por cuenta propia. El coadjutor le atacó y le robó el pergamino que contenía las anotaciones en latín, y ahora pretendía hacer lo propio con la transcripción del griego.

Durante el resto del día siguió rumiando hasta resolver que Genserico debía conocer el inmenso poder que encerraba el pergamino; un poder del que Wilfred había hablado con temor, pese a no explicarle la razón de su recelo. De alguna forma, Genserico ambicionaba ese poder, y sin duda mataría por conseguirlo.

Examinó el texto que había estado traduciendo. Comparó la extensión transcrita con el original latino y calculó que, a igual ritmo, concluiría el trabajo en unos diez días. Se dio ese plazo para intentar salvar su vida.

En las jornadas siguientes trazó un plan para escapar de la mazmorra.

Genserico solía aparecer tras el oficio de
tercia
, permanecía un rato en la antesala y abría la portezuela del torno para suministrarle la comida. En ocasiones dejaba el dispositivo abierto a la espera del texto, lo cual podía convertirse en una oportunidad. El torno, una especie de pequeño tonel vertical, disponía de un par de mamparas situadas entre su tapa superior e inferior, conformando otros tantos receptáculos. Estimó que en cualquiera de ellos apenas entraría un lechón, de modo que, aun logrando desmontar las mamparas, nunca podría colarse por el agujero. Sin embargo, pensó que si distraía a Genserico, tal vez podría retener su brazo con la fuerza suficiente para obligarle a abrir el cerrojo.

Era miércoles. Proyectó aplicar su ardid el siguiente domingo, intervalo que consideró suficiente para limar el engaste de las mamparas y sus cuatro entalladuras.

El jueves por la tarde consiguió liberar la primera. Una vez limada, disimuló el daño con un cordón de miga de pan humedecida en tinta negra. El viernes desalojó la segunda y la tercera, pero el sábado no pudo con la última. Había trabajado sin descanso y la herida del brazo le impedía continuar. Aquella noche no durmió tranquilo.

Cuando el domingo escuchó la llegada de Genserico, la última mampara aún resistía. Por un instante pensó en renunciar, pero se dijo que forzándola tal vez lograra partirla. Por el ruido del cerrojo supo que el coadjutor iba a acceder a la capilla. Desesperado, apoyó el pie contra la mampara y empujó con todas sus fuerzas. La tabla no cedió. Finalmente la pateó hasta hacerla saltar, justo en el instante en que el coadjutor abría la puerta. Le dio tiempo a colocar la tapa y asegurarla torpemente con la masilla que tenía preparada. Cuando Genserico se interesó por el crujido, Gorgias adujo haber tropezado con una silla.

Rogó que no advirtiera los desperfectos. Al cabo de un rato escuchó cómo liberaba el torno y giraba la portezuela.

El plato de guisantes le confirmó que era domingo. Lo retiró sin prestarle atención e introdujo el borrador de un pergamino antiguo, para ver si Genserico era capaz de distinguirlo. El coadjutor giró el torno y recogió el borrador. Tal como esperaba Gorgias, no aseguró el mecanismo.

Rápidamente se agazapó tras el dispositivo. Ahora sólo cabía esperar a que el torno girase de nuevo para golpear la mampara y atrapar el brazo de Genserico. Su respiración se volvió tan profunda que creyó que alertaría a Genserico. Sin embargo, el viejo no se inmutó. Creyó escuchar cómo deslizaba sus arrugados dedos por el pergamino. De repente advirtió que echaba el cerrojo al torno.

—Debo repasar el texto —le informó.

Gorgias se lamentó por su suerte. Sabía que si transcurría demasiado tiempo, Genserico descubriría la manipulación del torno. De repente, tras la puerta, un instrumento rascó las entalladuras. Luego oyó una maldición al tiempo que un golpe en el torno casi le partía la dentadura. Gorgias se retiró mientras al otro lado las maldiciones se sucedían. Temió que Genserico hiciera una locura. Sin embargo, los juramentos se fueron espaciando hasta desaparecer como una tormenta en la lejanía. Luego escuchó cómo la puerta se cerraba con violencia.

Al anochecer, un desconocido acompañó a Genserico. Les oyó discutir acaloradamente con las voces elevándose hasta convertirse en gritos. El recién llegado parecía alterado, y pronto a las voces les siguieron golpes. Momentos después, el torno se abrió. Unos brazos poderosos extrajeron las compuertas manipuladas y la luz entró en el cubículo, dejando a la vista el tatuaje de una serpiente. Gorgias retrocedió creyendo que iba a morir. Sin embargo, no ocurrió nada. El brazo tatuado introdujo en la celda el borrador que le había entregado a Genserico y luego desapareció. Después escuchó cómo volvían a colocar las mamparas en su sitio. No supo de Genserico hasta pasados otros tres días.

Other books

Cat Fear No Evil by Shirley Rousseau Murphy
Syn-En: Registration by Linda Andrews
Return to Clan Sinclair by Karen Ranney
Enjoying the Chase by Kirsty Moseley
El cazador de barcos by Justin Scott
Waking the Princess by Susan King