La escriba (39 page)

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Authors: Antonio Garrido

Alcuino resopló de indignación.

—Muy bien. Si habéis terminado con vuestras barbaridades…

—¿Barbaridades, decís? Varios miembros de esta congregación han escuchado cómo el acusado confesaba su culpa. —Dos clérigos cercanos lo confirmaron con la cabeza—. ¿También ellos deliran?

—Una confesión arrancada bajo tortura, según me ha parecido escuchar —puntualizó Alcuino.

—¿Qué habríais sugerido vos? ¿Ofrecerle pastelillos?

Alcuino torció el gesto.

—No sería la primera vez que un inocente confiesa su culpabilidad para evitar los instrumentos del verdugo —refutó.

—¿Y presumís que sea éste el caso? —Lotario pareció meditar—. Muy bien. Supongamos que alguien resultara convicto de las fechorías más horribles. Supongamos que no las hubiera cometido, pero que para evitar el suplicio, difamándose a sí mismo, admitiera haberlas hecho. Aun si tal confesión se produjera sin prestar juramento, sin duda estaría cometiendo una gran infamia, de modo que siendo pecado mortal el difamar al prójimo, lo sería con más motivo el difamarse a sí mismo. ¿Y acaso de ahí no se infiere que quien renuncia a la virtud para solazarse en el pecado, vivirá siempre en el desliz si de él extrae un beneficio?

Alcuino denegó con la cabeza. En ese instante Carlomagno se levantó, empobreciendo con su estatura a la de los oponentes.

—Estimado Lotario, no cuestiono la culpabilidad del molinero, sin duda una noticia importante que anuncia el final de esas horribles muertes. Pero no olvidéis a quién estáis acusando: las imputaciones que vertéis sobre Alcuino son de tal magnitud, que o bien las demostráis, o deberéis disculparos conforme a lo que su rango y posición merecen.

—Querido primo —reverenció Lotario con exageración—. De todos es sabida vuestra predilección por este britano, a quien habéis nombrado responsable de la educación de vuestros hijos. Pero precisamente por ello os exhorto a que prestéis atención. Que mis pruebas iluminen vuestros ojos que ahora parecen cegados.

Carlomagno tomó asiento y cedió la palabra a Lotario.

—Alcuino de York… Alcuino de York… Hasta hace poco yo mismo me inclinaba cuando escuchaba este nombre, precedido siempre de sapiencia y honorabilidad. Sin embargo, miradle: tras ese rostro circunspecto, impasible, imperturbable, se esconde un espíritu egoísta, un alma corrompida por la vanidad y la envidia. Me pregunto a cuántos más habrá engañado y qué otros crímenes habrá cometido. —Carlomagno tosió impaciente y Lotario asintió—. ¿Queréis pruebas? Yo os las proporcionaré. Tantas que os preguntaréis cómo habéis confiado en este instrumento del diablo. Pero antes permitid que mis hombres escolten a Kohl a un lugar apartado.

Lotario palmeó una vez y de inmediato tres domésticos se personaron para conducir al molinero fuera de la iglesia. Al poco regresaron acompañados por una mujer enlutada, que resultó ser la esposa de Kohl. La mujer se mostró alarmada, pero Lotario la tranquilizó.

—Si colaboráis, nada malo os sucederá. Ahora jurad sobre esta Biblia.

Ella obedeció. Cuando terminó, Lotario le cedió un taburete que la mujer ocupó tras reverenciar brevemente al monarca. Desde su escondrijo, Theresa observó cómo la recién llegada temblaba desconcertada. Recordó haberla visto en el molino el día que acompañó a Alcuino.

—Habéis jurado sobre la Sagrada Biblia, de modo que aguzad vuestra memoria. ¿Reconocéis a este hombre? —le preguntó Lotario señalando a Alcuino.

La mujer elevó la mirada con temor. Luego afirmó con la cabeza.

—¿Es cierto que estuvo en el molino hará una semana?

—Sí, eminencia, así es. —Y rompió a llorar desconsolada.

—¿Recordáis el asunto que le llevó allí?

La mujer se enjugó las lágrimas.

—No muy bien. Mi marido me pidió que preparara algo de comer mientras ellos hablaban de negocios.

—¿Qué clase de negocios?

—No lo recuerdo. De la compra de cereal, supongo. Os lo suplico, santidad. Mi marido es un hombre bueno. Siempre se ha portado bien conmigo, cualquiera puede decíroslo, y nunca me ha pegado. Bastante castigo tenemos con la muerte de nuestra hija. Dejad que nos vayamos.

—Por lo que más quieras, limítate a contestar. Di la verdad, y tal vez el Todopoderoso se apiade de vosotros.

La mujer asintió temblorosa. Tragó saliva y continuó.

—El fraile le solicitó a mi marido una partida de trigo, pero mi marido le respondió que sólo comerciaba con centeno. De eso me enteré porque cuando oí que hablaban de dinero, puse más atención.

—De modo que Alcuino le propuso a Kohl un trato.

—Sí, eminencia. Dijo que necesitaba comprar mucho trigo, que se lo habían encargado en la abadía. Pero os juro, señor, que mi marido nunca habría hecho nada malo.

—Está bien. Ahora retiraos.

La mujer besó el anillo del obispo y se inclinó ante Carlomagno. Luego miró de reojo a Alcuino, antes de seguir a los mismos domésticos que la habían acompañado. Cuando la mujer abandonó la iglesia, Lotario se volvió hacia Carlomagno.

—Ahora resulta que vuestro fraile se dedica a los negocios del trigo. ¿Estabais al tanto de esa actividad?

El rey miró a Alcuino con dureza.

—Majestad —se adelantó éste—, ya sé que lo juzgaréis extraño, pero sólo intentaba descubrir el origen de la enfermedad.

—Y de camino hacer negocio —observó Lotario.

—¡Por Dios! ¡Claro que no! Necesitaba ganarme la confianza de Kohl para llegar hasta el trigo.

—¡Oh! ¡Para llegar al trigo! ¿En qué quedamos entonces? ¿Kohl es culpable o inocente? ¿Le perseguís o le defendéis? ¿Le mentisteis a él en el molino, o nos mentís ahora a nosotros? —Se volvió hacia Carlomagno—. ¿Éste es el hombre en quien confiáis? ¿El que hace de la falsedad su modo de vida?

Alcuino apretó los dientes.


Conscientia mille testes
. A los ojos de Dios, mi conciencia vale tanto como mil testimonios. El que no me creáis, sinceramente, no me preocupa.

—Pues debería preocuparos, porque ni vuestra elocuencia ni vuestro desdén os librarán del deshonor al que os ha conducido vuestro comportamiento. Decidme, Alcuino, ¿reconocéis este escrito? —Le mostró una
folia
entintada, visiblemente arrugada.

—Dejadme ver —lo examinó—. ¡Pero por todos los diablos…! ¿De dónde la habéis sacado?

—De vuestra celda, naturalmente —dijo volviendo a arrebatársela—. ¿Lo habéis escrito vos?

—¿Quién os ha dado permiso?

—En mi congregación no lo necesito. ¡Contestad! ¿Sois vos el autor de esta carta?

Alcuino asintió de mala gana.

—¿Y recordáis su contenido? —insistió Lotario.

—No. No muy bien —se corrigió.

—Entonces prestad atención. —Se la solicitó también a Carlomagno—. «Con la ayuda de Dios. Tercer día de las calendas de enero, y decimocuarto desde nuestra llegada a la abadía —leyó—. Todos los indicios apuntan hacia el molino. Anoche Theresa descubrió varias cápsulas entre el cereal que Kohl custodia en sus almacenes. Sin duda el molinero es el culpable. Temo que la pestilencia se extienda por Fulda y, sin embargo, aún no ha llegado la hora de evitarlo.» —Lotario guardó el pergamino entre sus ropajes con una mueca de satisfacción—. Bien. Desde luego no parecen éstas las oraciones de un benedictino. ¿Qué opina su majestad? —preguntó al rey—. ¿Acaso no revelan un nítido afán de encubrimiento?

—Eso parece —se lamentó Carlomagno—. ¿Tenéis algo que alegar, Alcuino?

El fraile dudó antes de responder. Adujo que solía transcribir sus pensamientos para luego reflexionar sobre ellos, añadió que nadie tenía el derecho a hurgar entre sus pertenencias, y que jamás habría hecho algo que pudiera perjudicar a un cristiano. Sin embargo, no aclaró nada respecto al significado del texto.

—Y si recelabais de Kohl, ¿qué os mueve ahora a defenderlo? —le preguntó Carlomagno.

—Es algo que determiné con posterioridad. En realidad sospecho que fue su ayudante pelirrojo quien…

—¿Os referís a Rothaart, el difunto? —intervino Lotario—. ¡Qué casualidad! ¿Y no os parece extraño que el responsable de envenenar a todo el pueblo muriera a su vez envenenado?

—Quizá no fuera tan casual. —Miró a Lotario desafiante.

Mientras tanto, agazapada tras el coro, Theresa se debatía entre confiar en Alcuino o creer a Lotario. Recordó que Hóos le había prevenido contra el fraile, y ahora Lotario le acusaba con absoluto convencimiento, e incluso el propio rey comenzaba a dudar de su ministro. Ella deseaba su inocencia, pero entonces, ¿por qué la había encerrado en aquella sala?

—¿Conocéis a una tal Theresa? —escuchó de nuevo a Lotario.

—¿A qué viene esa pregunta? —respondió Alcuino—.Vos la conocéis tan bien como yo.

—Ya. ¿Y no es cierto que habéis compartido con ella muchas horas de trabajo?

—Sigo sin entender.

—Si vos no lo comprendéis, imaginad, pues, nosotros. Porque admitiréis nuestra extrañeza ante el hecho de que una chica joven y atractiva, según creo recordar, ayude a un fraile por las noches en asuntos para los que por su femenina naturaleza no está capacitada. Por favor, Alcuino, sinceraos. ¿Además de los negocios, perseguís también a las hijas de Eva?

—Contened vuestra lengua. No os permito…

—Y ahora me ordenáis callar —rio artificiosamente—. Confesad, por el amor de Dios. ¿No es cierto que la obligasteis a jurar? ¿No la conminasteis a que callase cuanto le contabais? ¿Acaso de esa forma, prevaliéndoos de vuestra posición, abusando de vuestro conocimiento, aprovechándoos de las carencias propias del intelecto femenino, pretendisteis mantener ocultos vuestros abominables planes?

Alcuino apretó los dientes y se encaró a Lotario.

—Pero ¿de qué planes habláis? Dios sabe que es cierto cuanto digo.

—Indudablemente. Y supongo que Dios también estará al tanto de vuestro intento de envenenamiento, ¿verdad? —insinuó Lotario.

—Por todos los santos, no seáis ridículo.

—¡Ja! ¡Y además soy yo el grotesco! Muy bien. Veamos qué opina de esto nuestro rey Carlomagno. ¡Ludovico! Adelantaos.

El coadjutor obedeció cansinamente mientras desdeñaba a Alcuino con la mirada.

—Querido Ludovico, ¿tendríais la amabilidad de relatarnos lo que observasteis la semana pasada, durante la ceremonia del ajusticiamiento del Marrano? —le solicitó Lotario.

El coadjutor se inclinó al pasar ante Carlomagno. Luego se estiró como si se hubiera tragado un palo y habló orgulloso, como si de su testimonio dependiese la resolución del enigma.

—Vivimos aquel día con gran expectación —comenzó—. Con todos los frailes pendientes del cadalso. Por desgracia, yo no veo bien de lejos, así que me entretuve con las viandas y observando a los invitados. Entonces lo sorprendí —dijo señalando a Alcuino—. Me extrañó que izara una copa, porque este britano rehúsa la bebida, pero mayor fue mi sorpresa cuando comprobé que, en lugar de la suya, sostenía la de Lotario. En ese instante advertí cómo manipulaba su anillo y vaciaba una ponzoña en la copa. Luego Lotario bebió de ella, y al momento cayó fulminado. Afortunadamente pudimos atenderle antes de que el veneno surtiera su mortal efecto.

—¿Es verdad eso? —preguntó Carlomagno a Alcuino.

—Por supuesto que no —contestó tajante.

En ese instante Lotario agarró la mano de Alcuino y tiró del anillo que lucía en su extremidad derecha. Alcuino se resistió, pero en el forcejeo la tapa se abrió y una nube de polvo blanco se esparció sobre la capa de Carlomagno.

—¿Y esto? —El soberano se levantó.

Alcuino tartamudeó y retrocedió. No había previsto aquella situación, pero Lotario respondió por él.

—Esto es lo que esconde el alma de un hombre oscuro. Un hombre que enarbola la palabra de Dios mientras su lengua escupe el veneno del maligno. Abbadón, Asmodeo, Belial o Leviatán. Cualquiera de ellos se enorgullecería de tenerlo como amigo. Alcuino de York… un hombre capaz de mentir para lucrarse; capaz de callar; de dejar morir para protegerse; capaz de matar —sacudió el polvo que cubría la capa de Carlomagno— para impedir que lo desenmascaren. Pero yo os revelaré su semblante, el verdadero rostro de la bestia. Porque él fue el primero en descubrir a Kohl, pero en lugar de detenerlo, lo chantajeó para usurparle sus beneficios. Le mintió para ganarse su confianza, y miente ahora, defendiéndolo para defenderse a sí mismo. Fue Theresa, su propia ayudante, quien avergonzada por la carga del pecado, y negándose a participar en el intento de asesinato que Alcuino ansiaba repetir, acudió en confesión a mí. —Se dirigió a Alcuino desafiante—. Y ahora ya podéis escudaros en cuantas mendacidades se os ocurran, porque ningún nacido bajo el manto de Dios se atreverá a atender el fragor de vuestros ladridos.

Alcuino permaneció en silencio mientras escrutaba los rostros que ya le condenaban. Finalmente tomó la Biblia y depositó sobre ella su mano derecha.

—Juro ante Dios Todopoderoso por la salvación de mi alma, que soy inocente de cuanto se me acusa. Si me otorgáis tiempo…

—¿Tiempo para continuar matando? —terció Lotario.

—He jurado sobre la Biblia. Jurad también vos —le desafió.

—Vuestro juramento vale tanto como el de la mujer que os ha ayudado. Ni siquiera eso. Cátulo afirmaba que los juramentos de las mujeres quedaban grabados en el aliento del aire y en la superficie de las ondas, pero los vuestros se evaporan incluso en vuestro pensamiento.

—¡Dejaos de patrañas y jurad! —exigió Alcuino—. ¿O acaso teméis que Carlomagno os despoje de vuestro cargo?

—¡Qué pronto olvidáis nuestras leyes! —sonrió paternalmente—. Nosotros, los obispos, no somos de esa categoría de gente que como vulgares súbditos deban encomendarse a vasallaje; ni de esa clase de gente que deba prestar de cualquier manera un juramento. Sabed que la autoridad evangélica y canónica nos lo veda. Sabed que las iglesias que se nos han confiado por Dios no son como los beneficios y la propiedad del rey, cuya naturaleza hace que éste pueda darlas o quitarlas de acuerdo a su voluntad inconsulta. Todo lo que se vincula a la Iglesia está consagrado a Dios. Pero incluso aunque pudiera jurar… ¿cómo os atrevéis a exigirme juramento? Porque si supieseis que juro con verdad, de nada os serviría que lo hiciera, y si por el contrario creyeseis que juro en falso, entonces exigiéndome juramento me estaríais induciendo a pecar, y con ello alentando la comisión del pecado.

Alcuino intentó replicar, pero para su desdicha, el enviado papal coincidió con la argumentación de Lotario.

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