La esfinge de los hielos (46 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

Claro es que la mayor parte del cargamento de la
Halbrane
había sido abandonado en la caverna, al abrigo de las intemperies del invierno, a disposición de los náufragos, si alguna vez iban a aquel sitio. Una berlinga que el contramaestre había colocado sobre el promontorio no dejaría de atraer la atención de aquellos. Por lo demás, ¿qué navío se atrevería a elevarse a tales latitudes después de nuestra goleta?

Las personas que se embarcaron en la
Paracuta
eran: el capitán Len Guy, el lugarteniente Jem West, el contramaestre Hurliguerly, el maestro calafate Hardie, los marineros Francis y Stem, el cocinero Endicott, el mestizo Dirk Peters y yo, de la
Halbrane,
y el capitán William Guy, y los marineros Roberts, Covin y Trinkie, de
la Jane.
Total, 13: la cifra fatídica.

Antes de partir, Jem West y el contramaestre habían tenido cuidado de colocar un mástil en el tercio de nuestra canoa. Este mástil, mantenido por un estay y por obenques, podía sostener una ancha mesana, que fue cortada de la gavia de la goleta. Midiendo la
Paracuta
seis pies de anchura en el bao principal, se había podido dar algo de cruzamen a esta vela de fortuna.

Sin duda este aparejo no permitiría por el pronto navegar más de prisa. Pero después, con el viento en la popa hasta alta mar, aquella vela nos imprimiría velocidad suficiente para hacer en cinco semanas, con una media de 30 millas por veinticuatro horas, las 1000 millas que nos separaban del banco de hielo.

Nada excesivo era contar con esta velocidad si la corriente y la brisa continuaban arrastrando la
Paracuta,
hacia el Nordeste.

Además utilizaríamos los remos cuando el viento no nos favoreciera, y cuatro pares, manejados por ocho hombres, asegurarían aun cierta velocidad a la embarcación.

Nada de particular tengo que mencionar durante la semana que siguió a la partida. La brisa no cesó de soplar del Sur. Ninguna contracorriente desfavorable se manifestó entre las riberas
del Jane–Sund.

Tanto como era posible, y mientras la costa de
Halbrane–Land
no se alejara demasiado al Oeste, los dos capitanes pensaban ir a una o dos encabladuras de ella, que nos ofrecería refugio en el caso de que un accidente pusiera nuestra canoa fuera de uso. Verdad es que, ¿qué sería de nosotros en aquella tierra árida al principio del invierno? Más valía no pensar en ello.

Durante los ocho primeros días, remando cuando la brisa caía, la
Paracuta,
nada había perdido de la velocidad media, indispensable para tocar al Océano Pacífico en aquel corto lapso de tiempo.

El aspecto de la tierra no cambiaba; siempre el mismo suelo infértil, los bloques negruzcos, playas arenosas, sembradas de raras hierbecillas, y alturas abruptas y desnudas en lontananza.

El estrecho arrastraba algunos témpanos,
drifts
flotantes,
packs
de 150 a 200 pies de longitud, unos en forma alargada, circulares otros, y también
ice–bergs,
que nuestra embarcación pasaba sin gran trabajo. Lo que nos producía alguna inquietud era pensar que tal vez estas masas se dirigieran hacia el banco de hielo y cerraran los pasos que en aquella época debían estar francos.

No hay que decir que entre los trece de a bordo la inteligencia era perfecta. No teníamos que temer la rebelión de un Hearne. A propósito de éste, nos preguntábamos si la suerte había favorecido a los desdichados arrastrados por el
sealing–master.
¿Cómo se había efectuado la peligrosa navegación a bordo de su canoa sobrecargada, que el menor ramalazo de la mar pondría en peligro?… Sin embargo, ¡quién sabía si Heame conseguiría lo que no conseguiríamos nosotros por haber partido diez días más tarde!

Mencionaré de pasada que Dirk Peters, conforme se alejaba de aquellos lugares, en los que no había encontrado huella de su pobre Pym, mostrábase más taciturno que nunca —lo que yo no hubiera creído posible—, y ni aun me respondía cuando yo le dirigía la palabra.

Aquel año era bisiesto, y en mis notas he debido poner la fecha del 29 de Febrero, día que era precisamente el aniversario del nacimiento de Hurliguerly, el que pidió que fuera celebrado con algún aparato a bordo de la canoa.

—¡Es lo menos que puede pedirse —dijo riendo—, puesto que no se me puede festejar más que cada cuatro años!

Bebióse a la salud de aquel valiente hombre, algo hablador, pero el más confiado y duro de todos, y cuyo buen humor nos distraía.

Aquel día la observación dio 79° 17'por latitud, y 118° 37' por longitud.

Se vio que las dos riberas del
Jane–Sund
estaban entre los meridianos 118 y 119, y que la
Paracuta
no tenía más que franquear unos 12° para llegar al círculo polar.

Después de haber practicado este examen, muy difícil de obtener a causa de la poca elevación del sol sobre el horizonte, los dos hermanos habían extendido sobre un banco el mapa, tan incompleto entonces, de las regiones antárticas. Le estudié con ellos, y procuramos determinar aproximadamente qué tierras ya reconocidas había en aquella dirección.

Es preciso no olvidar que desde que nuestro
ice–berg
había pasado el polo Sur, habíamos entrado en la zona de las longitudes orientales, comprendidas del cero de Greenwich al grado 180.

Así, pues, debíamos abandonar toda esperanza: de ser repatriados a las Falklands, o de encontrar balleneros en los parajes de las Sandwich, de las South–Orkneys o de la Georgia del Sur.

He aquí, en suma, lo que podíamos deducir respecto a nuestra actual posición.

Claro es que el capitán William Guy nada podía saber de los viajes antárticos emprendidos desde la partida de la
Jane.
No conocía más que los de Cook, los de Krusenstern, los de Weddell, los de Bellingshausen y los de Morrell, y no podía estar al corriente de las campañas ulteriores y la segunda de Morrell, y la de Kemp, que habían extendido algo el dominio geográfico en aquellas lejanas regiones. Por lo que le dijo su hermano, él supo que, desde nuestros propios descubrimientos, se debía tener por cierto que un ancho brazo de mar —el
Jane–Sund
— dividía en dos vastos continentes la región austral.

Aquel día el capitán Len Guy hizo notar que si el estrecho se prolongaba entre los meridianos 118 y 119, la
Paracuta
pasaría cerca de la posición atribuida al polo magnético. No se ignora que en este punto se reúnen todos los meridianos magnéticos, punto situado cercano a los antípodas del de los parajes árticos, y sobre el que la aguja de la brújula toma dirección vertical. Debo advertir que en aquella época el sitio exacto de este polo no se había comprobado con la precisión que más tarde.

Por lo demás, esto no tenía importancia ni interés para nosotros. Lo que debía preocuparnos era que el
Jane–Sund
se estrechaba sensiblemente, reduciéndose entonces a 10 o 12 millas de anchura. Gracias a esta configuración especial del estrecho, la tierra de las dos costas era vista distintamente.

—¡Eh! —dijo el contramaestre—, esperemos que quedará bastante sitio para nuestra embarcación. Si el estrecho terminara en un callejón sin salida…

—No es de temer —respondió el capitán Len Guy—. Puesto que la corriente se propaga en esta dirección, es que ella encuentra salida hacia el Norte, y, a mi juicio, no tenemos otra cosa que hacer sino seguirla.

Era evidente. La
Paracuta
no podía tener mejor guía que la corriente. Si, por desgracia, nos hubiera sido contraria, hubiera sido imposible remontarla sin la ayuda de fuerte brisa.

Ahora bien: ¿algunos grados más adelante, esta corriente se desviaría hacia el Este o hacia el Oeste, dada la conformación de las costas? Aunque así fuera, al Norte del banco de hielo todo permitía afirmar que aquella parte del Pacífico bañaba las tierras de la Australia, de la Tasmania o de la Nueva Zelanda, y se comprenderá que, tratándose de ser repatriados, lo de menos era que el repatriamiento se efectuara en un sitio o en otro.

Diez días se prolongó nuestra navegación en estas condiciones. La embarcación resistía bien la marcha. Los dos capitanes y Jem West apreciaban su solidez, aunque, lo repito, ningún pedazo de hierro se había empleado en la construcción. No había sido preciso repararla ni una sola vez; verdad que la mar era buena, y apenas agitada por ligero movimiento en la superficie de las olas.

El 10 de Marzo, con igual longitud, la observación dio 76° 13'de latitud.

Puesto que la
Paracuta
había franqueado unas 600 millas desde su partida de
Halbrane–Land
en veinte días, había llevado velocidad de 30 millas por día. Siguiera así durante tres semanas, y todas las probabilidades serían de que los pasos no estuvieran cerrados, o que el banco de hielo pudiera ser contorneado, y también de que los navíos no hubieran aun abandonado los lugares de pesca.

Actualmente el sol estaba casi al ras del horizonte, y se acercaba la época en que todo el dominio de la Antártida quedaría envuelto en las tinieblas de la noche polar. Felizmente, yendo hacia el Norte ganaríamos los parajes donde la luz brillaba aun.

Fuimos entonces testigos de un fenómeno tan extraordinario como aquellos de que el relato de Arthur Pym está lleno. Durante tres o cuatro días, de nuestros dedos, de nuestros cabellos, de los pelos de nuestras barbas, se escaparon chispas acompañadas de estridente ruido. Estos luminosos penachos eran producidos por el contacto de una tempestad de nieve eléctrica. La
Paracuta
estuvo varias veces a punto de irse a pique —con tanta furia se agitaba la mar—, pero conseguimos salir sanos y salvos.

El espacio no se aclaraba ya más que imperfectamente.

Frecuentes brumas reducían a algunas encabladuras únicamente el campo de la vista. Así es que fue preciso ejercer gran vigilancia para impedir choques contra los témpanos flotantes, cuya velocidad era inferior a la de la
Paracuta.
Igualmente se observaba que por la parte Sur el cielo se iluminaba frecuentemente con anchas ráfagas de luz, debidas a la irradiación de las auroras polares.

La temperatura descendía visiblemente: no era más que de 23° (5° c. sobre cero).

Este descenso no dejaba de producimos viva inquietud. Si su influencia no alcanzaba a las corrientes, cuya dirección seguía siendo favorable, tendía a modificar el estado atmosférico. Por desgracia, por poco que el viento se calmase con la acentuación del frío, la velocidad de la canoa disminuiría en una mitad, y un retraso de dos semanas bastaría para comprometer nuestra salvación, obligándonos a invernar al pie del banco de hielo. En tal caso, como ya he dicho, preferible sería procurar volver al campamento de
Halbrane–Land.

¿Estaría entonces libre el
Jane–Sund,
tan felizmente remontado por la
Paracuta
? Más favorecidos por la suerte que nosotros Hearne y sus compañeros, que nos habían precedido en diez días, ¿habían franqueado, ya la barrera de los hielos?

Cuarenta y ocho horas después, el capitán Len Guy y su hermano quisieron determinar nuestra posición mediante una observación que el cielo, libre de brumas, iba a hacer posible. Verdad es que apenas si el sol pasaba del horizonte meridional, y la operación presentaría dificultades. No obstante, se consiguió tomar altura con cierta aproximación, y los cálculos dieron los resultados siguientes:

Latitud, 75° 17'Sur.

Longitud, 118° 3' Este.

Así, pues, en aquella fecha, 12 de Marzo, sólo la distancia de 400 millas separaba a la
Paracuta
de los parajes del círculo antártico.

Notamos entonces que el estrecho, muy reducido a la altura del paralelo 77, se ensanchaba a medida que iba al Norte. Ni aun con ayuda de los anteojos veíamos tierras al Este. Era ésta fastidiosa circunstancia, pues la corriente, menos oprimida entre las dos costas, no tardaría en disminuir su velocidad y acabaría por no dejarse sentir.

Durante la noche del 12 al 13 de Marzo, una bruma bastante espesa se levantó después de calmarse la brisa, cosa que era para disgustar, pues esto aumentaba los peligros de choques con los témpanos flotantes. Verdad es que la aparición de nublados en tales parajes no era para asombrar. Sin embargo, lo que nos sorprendió fue que, lejos de disminuir, la velocidad de nuestra goleta aumentó gradualmente, por más que la brisa se hubiera calmado. Seguramente tal aceleramiento no era debido a la corriente, pues, la estela que quedaba en el agua demostraba que andábamos más deprisa que ella.

Este estado de cosas duró hasta la mañana, sin que pudiéramos darnos cabal cuenta de lo que sucedía. A las diez la bruma comenzó a desvanecerse en las zonas bajas. El litoral del Oeste reapareció.

Un litoral de rocas, sin lontananza de montañas.

Y entonces, a un cuarto de milla, dibujóse una masa que dominaba la planicie en una extensión de 50 toesas sobre una circunferencia de 200 a 300. Por su extraña forma, aquel macizo parecía un enorme esfinge, con el torso erguido, las patas extendidas, acurrucado, en la actitud del monstruo alado que la mitología griega ha colocado en el camino de Tebas.

¿Era un animal vivo, un monstruo gigantesco, un mastodonte de dimensiones mil veces superiores a las de esos enormes elefantes de las regiones polares cuyos restos se encuentran aun? En la disposición de espíritu en que nos hallábamos se hubiera podido creer así, y creer también que el mastodonte iba a precipitarse sobre nuestra embarcación y a triturarla entre sus garras.

Pasado el primer momento de inquietud, poco razonada y poco razonable, reconocimos que allí no había más que un macizo de conformación singular, cuya cabeza acababa de quedar libre de las brumas.

¡Ah! ¡Aquella esfinge! Recordé que la noche en la que se había efectuado el vuelco del
ice–berg
y el levantamiento de la goleta, yo había soñado con un animal fabuloso de aquella especie, sentado en el polo del mundo, y al que sólo un Edgard Poe con su genio intuitivo hubiera podido arrancar sus secretos.

Pero ¡qué extraños fenómenos iban a atraer nuestra atención, a provocar nuestra sorpresa, hasta nuestro espanto!

Ya he dicho que desde hacía algunas horas la velocidad de la
Paracuta
acrecía gradualmente. Ahora era excesiva, mayor que la de la corriente.

De pronto el arpeo de hierro que provenía de la
Halbrane,
y que estaba colocado a la proa, escapa como atraído por poder irresistible, y la cuerda que lo sujeta se tiende hasta amenazar romperse. Parecía que este arpeo era nuestro remolcador hacia la ribera.

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