La esfinge de los hielos (41 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

En pocos instantes el cielo quedó descubierto hasta los últimos límites del horizonte, y la mar reapareció iluminada por los oblicuos rayos del sol que no la dominaba más que en algunos grados. Tumultuosa resaca bañaba de blanca espuma la base de nuestro
ice–berg,
que derivaba, juntamente con multitud de montañas flotantes, bajo la doble acción del viento y de la corriente, dirigiéndose hacia el Estenordeste.

—¡Tierra!…

Este grito fue lanzado desde la cúspide del islote, y a nuestras miradas se mostró Dirk Peters en pie sobre el último bloque y con la mano extendida hacia el Norte.

El mestizo no se engañaba. La tierra está
vez…
¡Sí! Era la tierra, mostrando a tres o cuatro millas sus alturas lejanas de un tinte negruzco.

El punto obtenido por doble observación a las diez y media dio este resultado:

Latitud, 86° 12'. Sur.

Longitud, 114° 17'Sur.

El
ice–berg
se encontraba cerca de cuatro grados más allá del polo antártico, y de las longitudes occidentales que nuestra goleta había seguido sobre el itinerario de la
Jane
habíamos pasado a las longitudes orientales.

XXVIII
CAMPAMENTO

Un poco antes del mediodía, aquella tierra no se encontraba más que a una milla. La cuestión era saber si la corriente nos iba a arrastrar más allá.

Confieso que si nos hubieran dado a elegir entre acostar en aquel litoral o continuar nuestra marcha, no sé lo que hubiera sido preferible.

Hablaba de esto con el capitán Len Guy y el lugarteniente, cuando Jem West me interrumpió diciendo:

—¿Para qué discutir esta eventualidad, señor Jeorling?

—Es verdad —añadió el capitán—. Nada Podemos hacer. Posible es que el
ice–berg
venga a chocar contra la costa, como es posible que la dé vuelta si se mantiene en la corriente.

—Justamente —respondí—, pero mi pregunta subsiste. ¿Será ventajoso para nosotros desembarcar o no?

—Lo segundo —respondió Jem West. Efectivamente, si la canoa hubiese podido llevarnos con todas las provisiones para una navegación de cinco a seis semanas, no hubiéramos dudado en tomar pasaje en ella, a fin de picar, gracias al viento del Sur, al través de la mar libre. Pero, puesto que la canoa no era capaz para contener más que once o doce hombres, hubiera sido preciso designarlos a la suerte.

Y los que no llevase, ¿no serían condenados a perecer de frío, ya que no de hambre, sobre aquella tierra que el invierno, no tardaría en cubrir con sus escarchas y sus hielos?

En fin, si el
ice–berg
continuaba siguiendo aquella dirección, caminaríamos en condiciones aceptables. Nuestro vehículo de hielo, es verdad, podía faltarnos, hasta dar la vuelta, o caer en una contracorriente que le arrojaría fuera de su itinerario, mientras que la canoa, caminando oblicua al viento cuando éste fuera contrario, hubiera podido conducirnos a nuestro objeto si las tempestades no la asaltaban y si el banco de hielo la ofrecía un paso.

Pero, como acababa de decir Jem West, ¿había por qué discutir esta eventualidad?

Después de comer, la tripulación subió al más alto bloque, sobre el que permanecía Dirk Peters. Al acercamos, el mestizo descendió por el lado opuesto, y cuando llegué a la cima no pude verlo.

En aquel sitio, pues, nos encontrábamos todos, menos Endicott, poco amigo de abandonar sus hornillos.

La tierra vista al Norte dibujaba sobre una décima parte del horizonte su litoral cubierto de playas y dentellado de cúspides, sus lontananzas limitadas por el perfil bastante accidentado de altas y poco lejanas colinas. Había allí un continente o por lo menos, una isla, cuya extensión debía de ser considerable.

Hacia el Este aquella tierra se prolongaba hasta perderse de vista, y no parecía que su último límite estuviera por aquel lado.

Al Oeste, un cabo, bastante agudo, que terminaba en un peñasco, cuya silueta figuraba una enorme cabeza de foca formaba la extremidad. Más allá se extendía el mar.

No había uno de nosotros que no se diese cuenta de la situación.

Conseguir acostar en aquella tierra sólo dependía de la corriente, que, o podía llevar al
ice–berg
hacia un remolino que le arrastrase a la costa, o que podía seguir impulsándolo hacia el Norte.

¿Cuál era la hipótesis más admisible? El capitán Len Guy, el lugarteniente, el contramaestre y yo hablábamos de nuevo del caso, mientras que los tripulantes, en grupos, cambiaban sus impresiones con este motivo. Al fin de cuenta, la corriente tendía más bien hacía la parte Norte de aquella tierra.

—Después de todo —nos dijo el capitán Len Guy—, si ella es habitable durante los meses de verano, no parece que posee habitantes, puesto que no vemos ningún ser humano sobre el litoral.

—Observemos, que el
ice–berg
no es propio para provocar la atención como nuestra goleta lo hubiera hecho.

—Evidentemente, señor Jeorling, y la
Halbrane
hubiera atraído los indígenas… si los hay…

—De que no los veamos, capitán, no debe deducirse…

—Seguramente, señor Jeorling —respondió el capitán Len Guy—. Pero convendrá usted en que el aspecto de esta tierra no es el de la isla Tsalal en la época en que la
Jane
llegó a ella. Entonces veíanse colinas verdes, espesos bosques, árboles en plena floración, pastos abundantes… y aquí, a primera vista, no hay más que desolación y esterilidad.

—Convengo en ello. Todo en esta tierra es desolación y esterilidad. Sin embargo, me atrevo a preguntar a usted, si no piensa desembarcar en ella.

—¿Con la canoa?

—Con la canoa —en el caso en que la corriente alejara de ella a nuestro
ice–berg
!

—No tenemos momento que perder, señor Jeorling, y algunos días de escala podrían condenamos a una invernada cruel si llegábamos demasiado tarde para tranquear los pasos del banco de hielo.

—Y hay que tener en cuenta lo lejos que está —dijo Jem West.

—Conforme —respondí, insistiendo—. Pero alejarnos de esta tierra sin haber puesto el pie en ella, sin habernos asegurado de que no conserva las huellas de un campamento…, de si su hermano de usted, capitán…, sus compañeros…

Mientras yo hablaba, el capitán Len Guy sacudía la cabeza. No era la aparición de aquella costa árida lo que podría devolverle la esperanza, ni aquellas extensas planicies estériles, ni aquellas descarnadas colinas, ni aquel litoral bordeado por un cordón de rocas negruzcas ¿Cómo hubieran podido vivir allí náufragos durante algunos meses?

Además habíamos arbolado el pabellón británico, que la brisa desplegaba en la cima del
ice–berg.
William Guy la hubiera reconocido y ya se hubiera precipitado a la ribera.

¡Nadie!… ¡Nadie!

En aquel momento Jem West, que acababa de obtener ciertos puntos de situación, dijo:

—Tengamos paciencia antes de tomar ninguna resolución. No pasará una hora sin que sepamos a qué atenernos. Nuestra marcha no parece disminuirse, y es fácil que un remolino nos lleve oblicuamente hacia la costa.

—Esa es mi opinión —declaró el contramaestre—, y si nuestra máquina flotante no se estaciona, poco falta para ello… Se diría que vuelve sobre sí misma.

Jem West y Hurliguerly no se engañaban. Por uno u otro motivo, el
ice–berg
tendía a salir de la corriente que había seguido sin interrupción. Un movimiento giratorio había sucedido al de derivación, gracias a la acción de un remolino que llevaba hacia el litoral.

Aparte esto, algunas montañas de hielo que iban delante de nosotros acababan de chocar en los bajos fondos de la ribera.

Era, pues, inútil discutir si había o no lugar de lanzar la canoa al mar.

A medida que nos aproximábamos, la desolación de aquella tierra se acentuaba, y la perspectiva de sufrir allí seis meses de invernada hubiera llenado de espanto a los corazones más resueltos.

Hacia las cinco de la tarde, el
ice–berg
penetró en una profunda escotadura de la costa, terminada en la derecha por larga punta, contra la que no tardó en inmovilizarse.

—¡A tierra!… ¡A tierra!…

Este grito se escapó de todos los labios. La tripulación bajaba ya, por el talud del
ice–berg,
cuando Jem West mandó:

—¡Esperad la orden!

Se manifestó alguna vacilación, sobre todo por parte de Heame y de varios de sus camaradas. Después el instinto de la disciplina dominó, y, finalmente, todos fueron a colocarse en fila en tomo del capitán Len Guy.

No fue preciso poner en la mar la canoa, pues el
ice–berg
se encontraba en contacto con la punta.

El capitán Len Guy, el contramaestre y yo, precediendo a los otros, fuimos los primeros que abandonamos el campamento, y nuestras plantas hollaron aquella tierra nueva, virgen, sin duda, de toda humana huella.

El suelo volcánico estaba sembrado de ruinas pedregosas, fragmentos de lavas, piedra pómez, escorias. Más allá del cordón arenoso de la playa subía hacia la base de altas colinas, que formaban el último término a una media milla del litoral.

Nos pareció indicado ganar una de estas colinas, de unos 1200 pies de altura. Desde la cúspide, la mirada podía abarcar extenso espacio, ya de tierra, ya de mar, en todas direcciones.

Preciso fue caminar durante veinte minutos sobre un suelo duro y desprovisto de vegetación. Nada recordaba las fértiles praderas de la isla Tsalal antes que el terremoto la hubiese agitado, ni los espesos bosques de que habla Arthur Pym, ni los ríos de aguas extrañas, ni las escarpaduras de tierra arenosa, ni los macizos de estética del laberinto. Por todas partes rocas de origen ígneo, lavas endurecidas, escorias polvorientas, cenizas grises, y nada del humus preciso para las plantas rústicas menos exigentes.

No sin dificultades y sin riesgo el capitán Len Guy, el contramaestre y yo llegamos a hacer la ascensión de la colina, en lo que empleamos una hora. Aunque la noche hubiera llegado, no traía obscuridad ninguna, pues el sol no desaparecía aun tras el horizonte de la Antártida.

Desde la cúspide de la colina, la vista se extendía a 30 o 35 millas, y he aquí lo que apareció a nuestros ojos.

Atrás se desarrollaba la mar arrastrando gran número de montañas flotantes, de las que unas acababan de unirse con el litoral, haciéndole casi inabordable. Al Oeste veíase una tierra muy accidentada, en cuya extremidad no se distinguía, bañada al Este por una mar sin límites.

Imposible era resolver con acierto si estábamos sobre una gran isla o sobre el continente antártico.

Verdad es que, fijando atentamente en la dirección Este el anteojo marino, el capitán Len Guy creyó advertir algunos vagos contornos entre las fieras brumas.

—Vean ustedes —nos dijo.

El contramaestre y yo tomamos el instrumento y miramos cuidadosamente.

—Me parece —dijo Hurliguerly— que allí hay como una apariencia de costa.

—Así lo creo —respondí.

—Se trata, pues, de un estrecho, al través del cual la deriva nos ha conducido —concluyó el capitán Len Guy.

—Un estrecho —añadió el contramaestre— que la corriente recorre de Norte a Sur, y después de Sur a Norte.

—Entonces ¿cortará en dos el continente polar? —pregunté.

—No hay duda —respondió el capitán Len Guy.

—¡Ah!… ¡Si tuviéramos nuestra
Halbrane
!… —exclamó Hurligueriy.

Sí… A bordo de la goleta y hasta sobre el
ice–berg
—ahora, en la costa, como un navío desamparado— hubiéramos podido subir aun algunos centenares de millas, tal vez hasta el banco de hielo…, tal vez hasta el círculo antártico…, tal vez hasta las tierras vecinas… ¡Pero sólo poseíamos una frágil canoa, que apenas podía contener una docena de hombres, y éramos veintitrés!

No había más que volver a descender hacia la ribera, regresar a nuestro campamento, transportar las tiendas al litoral y tomar las medidas necesarias en vista de la invernada que las circunstancias iban a imponernos.

No hay que decir que el suelo no mostraba huella alguna de pasos humanos ni vestigio de habitantes. Podríamos afirmar que los sobrevivientes de la
Jane
no habían puesto el pie sobre aquella tierra, sobre aquel «dominio inexplorado», como le calificaban los mapas más modernos. Ni ellos… ni nadie, y no sería allí donde Dirk Peters encontraría las huellas de Arthur Pym.

Y esto resultaba igualmente de la quietud que mostraban los únicos seres vivientes de aquella comarca, que no se asustaban al vernos. Ni las focas, ni las morsas se zabullían en aquellas aguas; los petreles y los cormoranes no huían; los pingüinos permanecían inmóviles en fila, viendo, sin duda, en nosotros volátiles de una especie particular. Sí. Era la vez primera que el hombre aparecía ante sus ojos, prueba de que jamás abandonaban la tierra aquella para aventurarse en más bajas latitudes.

De vuelta a la ribera, el contramaestre descubrió, no sin cierta satisfacción, varias espaciosas cavernas vaciadas en el granito, bastante grandes, unas para alojarnos, otras para guardar el cargamento de la
Halbrane.
Cualquiera que fuese la decisión que tomáramos ulteriormente, nada mejor podíamos hacer que almacenar allí nuestro material y proceder a una primera instalación.

Después de haber subido por las pendientes del
ice–berg
hasta el campamento, el capitán Len Guy ordenó a sus hombres que se reunieran. Ni uno faltó, a no ser Dirk Peters, que, había roto decididamente toda clase de relaciones con los demás tripulantes. Pero en lo que a él se refería, ni en el estado de su alma, ni en su actitud, en caso de rebelión, había temor que sentir. El estaría al lado de los leales, en contra de los rebeldes, y en cualquier circunstancia podríamos contar con él.

Cuando el círculo estuvo formado, el capitán Len Guy se expresó sin dejar ver síntoma de abatimiento. Hablando a sus compañeros, él les presentó la situación reducida a decimales, por así decirlo. La necesidad que en primer lugar se imponía, de bajar el cargamento a tierra y arreglar una de las cavernas del litoral. Respecto a la cuestión de alimentos, afirmación de que los víveres, harina, carne en conserva; legumbres secas, bastarían para todo el invierno, por largo y riguroso que éste fuera. Respecto a la cuestión de combustible, declaración de que el carbón no faltaría a condición de no derrocharle, y que sería posible economizarle, pues bajo la cubierta de nieve y hielo, los invernantes pueden desafiar los grandes fríos de la zona polar.

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