La esfinge de los hielos (37 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

—¿Es eso todo lo que usted ha oído de la conversación, contramaestre?

—Todo, señor Jeorling, y me ha parecido tan extraña, que, he querido ponerlo, en conocimiento de usted.

—¿Y qué deduce usted de ella?

—Nada, sino es que considero a Hearne como un miserable de la peor especie, capaz de trabajar en secreto para conseguir un mal deseo, al que quería asociar a Martín Holt.

Efectivamente: ¿qué significaba la nueva actitud de Hearne? ¿Por qué pretendía unirse, con Martín Holt, uno de los mejores tripulantes de la
Halbrane
?

¿Por qué le recordaba las escenas del
Grampus
? ¿Es que Heame sabía de este asunto más que los otros? ¿Acaso estaba al tanto del secreto, del que el mestizo y yo nos creíamos únicos depositarios?

La cosa no dejó de inquietarme seriamente. Sin embargo, me guardé de decir nada a Dirk Peters. Si éste hubiera podido sospechar que Hearne, hablaba de lo que había pasado a bordo del
Grampus;
si hubiera sabido que aquel miserable, como lo llamaba Hurliguerly, no sin razón, no cesaba de hablar de su hermano Ned a Martín Holt…, ¡sabe Dios lo que sucedería!

En suma, y cualesquiera que fuesen las intenciones de Hearne, era lamentable que nuestro maestro velero, con el que debía estar el capitán Len Guy, tuviese amistad con aquel. El
sealing–master
tenía ciertamente sus razones para hacer lo que hacía. Cuáles eran, yo no podía adivinarlo. Así es que, aunque la tripulación parecía haber abandonado toda idea de rebelión, se imponía severa vigilancia, especialmente en lo que a Hearne se refería.

Por lo demás, la situación iba a tener fin, por lo menos en lo que concernía a la goleta.

Dos días después, los trabajos estaban terminados. Se había acabado de reparar el casco y de formar el lecho de lanzamiento hasta la base de nuestra montaña flotante.

En aquella época, el hielo estaba ligeramente reblandecido en la superficie superior, por lo que este último trabajo no había exigido grandes esfuerzos. El lecho rodeaba oblicuamente el flanco Oeste del
ice–berg,
de forma que no ofreciera pendiente demasiado acentuada. Con calabrotes de retención, convenientemente dispuestos, el deslizamiento, al parecer, debía de efectuarse sin desperfectos. Yo más bien temía que la elevación de la temperatura no hiciese menos fácil la operación en el fondo del lecho.

No hay que decir que el cargamento, los mástiles, anclas, cadenas y demás aparatos no habían sido puestos a bordo. El casco era por sí muy pesado, poco manejable, y convenía aligerarla cuanto fuera posible. Cuando la goleta hubiera encontrado su elemento, el armarla de nuevo sería negocio de algunos días.

En la tarde del 28 se tomaron las últimas disposiciones. Había sido preciso apuntalar el lecho en algunos sitios donde la fusión del hielo se acentuaba. Después, desde las cuatro de la tarde, se permitió descansar a todo el mundo. El capitán Len Guy hizo entonces distribuir doble ración a sus hombres, que realmente merecían este suplemento de whisky y de ginebra, pues habían trabajado rudamente durante aquella semana.

Repito que toda tentativa de rebelión parecía haber desaparecido desde que Hearne no excitaba a sus compañeros. Puédese afirmar que toda la tripulación no se preocupaba más que de la capital cuestión del lanzamiento… ¡La
Halbrane
en la mar significaba la partida… la vuelta!… ¡Verdad que esto, tanto para Dirk Peters como para mí, significaba el definitivo abandono de Arthur Pym!

La temperatura de aquella noche fue de las más elevadas que habíamos experimentado hasta entonces. El termómetro marcó 53° (11° 67 c., sobre cero). También, a medida que el sol comenzaba a aproximarse al horizonte, el hielo se fundía, y mil arroyos serpenteaban por todas partes.

Los más madrugadores estaban de pie a las cuatro. Yo fui uno de ellos. ¡Apenas si había dormido, o imagino que, por su parte, Dirk Peters no había podido tampoco hacerlo, ante la idea desoladora de volver atrás!

La operación del lanzamiento debía comenzar a la diez. Contando con los retrasos posibles y teniendo en cuenta las minuciosas precauciones que convenía tomar, el capitán Len Guy esperaba que aquella quedara terminada antes del fin de aquel día.

Nadie dudaba que al llegar la noche la goleta no hubiera bajado por lo menos a la base del
ice–berg.

No hay que decir que todos debíamos ayudar a la difícil maniobra.

A cada uno se le había designado su puesto. Unos para facilitar el deslizamiento con rodillos de madera; los otros, al contrario, para moderar la velocidad, en caso de que la bajada fuera demasiado rápida y que hubiera necesidad de retener el casco por medio de calabrotes y de guindalezas preparados al efecto.

A las nueve terminóse el almuerzo bajo las riendas. Nuestros marineros, siempre confiados, no pudieron impedir el beber un último trago al buen resultado de la operación, y nosotros unimos nuestros vítores, algo prematuros, a los suyos. Por lo demás, las disposiciones habían sido concebidas con tanta sagacidad por el capitán Len Guy y por el lugarteniente, que el lanzamiento presentaba serias probabilidades de resultar.

Íbamos al fin a abandonar el campamento para colocarnos en nuestros puestos respectivos (algunos marineros se encontraban ya en ellos), cuando sonaron gritos de estupefacción y de espanto… ¡Qué horrible espectáculo! Y aunque duró bien poco… ¡qué impresión de terror dejó en nuestras almas!

Uno de los enormes bloques que formaban el asiento de la
Halbrane,
desequilibrado por la fusión de su base, acababa de separarse; y rodaba dando enormes saltos por encima de los otros…

Un instante después, falta de apoyo la goleta, oscilaba sobre la pendiente.

A bordo, sobre el puente, en la proa, había dos hombres:

Rogers y Gratián… En vano estos desdichados quisieron saltar por la banda… No tuvieron tiempo de hacerlo, y fueron arrastrados en la espantosa caída…

—¡Sí!… ¡Yo lo vi! Vi a la goleta volverse…, deslizarse primero sobre su flanco izquierdo y rebotar de bloque en bloque y precipitarse, al fin, en el vacío.

Un instante después, desfondada, dislocada, el bordaje abierto, las cuadernas rotas, la
Halbrane
se hundía, haciendo saltar enorme manga de agua al pie del
iceberg…

XXV
QUE HACER

¡Embrutecidos, sí! ¡Quedamos como embrutecidos, después que la goleta, arrastrada como la roca de una avalancha, desapareció en el abismo!

¡Nada restaba de nuestra
Halbrane
! Un momento antes, a cien pies en el aire, y ahora a quinientos en las profundidades de la mar. ¡Si!… ¡El embrutecimiento, que no nos permitía pensar en los peligros del porvenir! ¡El embrutecimiento de las mentes que no pueden dar crédito a lo que ven sus ojos!…

Después, vino la postración como consecuencia natural. No hubo ni un gesto, ni un grito… Permanecimos inmóviles sobre el suelo de hielo… No hay frase alguna que pueda pintar el horror de aquella situación.

Cuando la goleta se hundió en el abismo, vi que una gruesa lágrima caía de los ojos de Jem West. ¡Hundida aquella goleta, a la que tanto amaba! ¡Sí… aquel hombre tan enérgico… lloró!

Tres de los nuestros acababan de perecer…—, ¡y de qué manera más horrible! Rogers y Gratián, dos de nuestros más fieles marineros… Yo les había visto tender los brazos al vacío…, y hundirse después con la goleta… ¡Y aquel otro de las Falklands, un americano, aplastado al paso, y del que no quedaba más que una masa informe, que yacía en un mar de sangre!… ¡Tres nuevas víctimas más, desde hacía diez días, que inscribir en la necrología de la funesta campaña! ¡Ah, la fortuna, que nos había favorecido hasta el momento en que la
Halbrane
fue arrancada a su elemento, nos asestaba ahora sus más furiosos golpes! Y de todos, ¿no sería el último el golpe mortal?

El silencio fue roto por gran tumulto de gritos de desesperación, que justificaba aquella irremediable desgracia. Más de uno pensaba, sin duda, que hubiese sido preferible hallarse a bordo de la
Halbrane,
cuando ella rebotaba sobre los flancos del
ice–berg.
¡Todo hubiera concluido como para Rogers y Gratián! ¡Aquella expedición insensata hubiera tenido el único desenlace que merecían tantas temeridades y tantas imprudencias!

Al fin, el instinto de conservación les arrastró, y a excepción de Hearne, que, separado de los demás, afectaba silencio, sus camaradas gritaron:

—¡A la canoa! ¡A la canoa!… Aquellos desdichados estaban fuera de sí… El espanto les extraviaba. Acababan de lanzarse hacia la quebradura, donde nuestra única embarcación, insuficiente para todos, había sido puesta al abrigo desde que se efectuó la operación de descargar la goleta.

El capitán Len Guy y Jem West se lanzaron fuera del campamento. Me reuní a ellos al momento, seguido por el contramaestre. Estábamos armados y decididos a hacer uso de nuestras armas. Era preciso impedir que aquellos furiosos se apoderasen de la canoa… No ahora propiedad de algunos, sino de todos…

—¡Aquí, marineros! —dijo el capitán Len Guy.

—¡Aquí —repitió Jem West— o hago fuego sobre el primero que avance un paso más!

Ambos, con los brazos extendidos, les amenazaban con sus pistolas. El contramaestre les apuntaba con su fusil. Yo tenía mi carabina dispuesta a echármela a la cara. ¡Fue en vano! Aquellos locos no escuchaban nada, no querían escuchar, y uno de ellos, en el momento en que franqueaba el último bloque, cayó herido por la bala del lugarteniente. Sus manos no pudieron agarrarse al talud y, rodando por los témpanos, desapareció en el abismo.

¿Era aquel el principio de una carnicería? ¿Iban los otros a hacerse matar? Los tripulantes antiguos, ¿se unirían a los nuevos?

Pude notar en este momento que Hardie, Martín Holt, Francis, Burry y Stern dudaban en colocarse a nuestro lado, mientras Hearne, inmóvil a algunos pasos de allí, se guardaba de hacer señal que animase a los rebeldes.

No podíamos dejar a éstos dueños de la canoa, dueños de embarcarse en ella diez o doce; dueños, en fin, de abandonarnos sobre aquel
ice–berg,
y en imposibilidad de volver a darnos a la mar.

Y, como en el último grado del terror, inconscientes del peligro, sordos a las amenazas, iban a tocar a la embarcación, un segundo tiro, disparado por el contramaestre, alcanzó a uno de los marineros, que cayó muerto con el corazón atravesado.

¡Un americano y un fuegiano menos que contar entre los más decididos partidarios del
sealing–master
!

Entonces, ante la canoa, apareció un hombre.

Era Dirk Peters, que había subido por la pendiente opuesta.

El mestizo puso una de sus enormes manos sobre la roda, y con la otra hizo señales a los furiosos para que se alejaran.

Con Dirk Peters allí, no teníamos necesidad de volver a hacer uso de nuestras armas: él bastaba para defender la barca.

Efectivamente; como cinco o seis marineros avanzaran, él se dirigió a ellos, cogió al más próximo por la cintura, le subió y lo envió rodando a diez pasos; y no pudiendo agarrarse a nada aquel desdichado, hubiese caído al mar si Heame no hubiere acudido en su auxilio, cogiéndola al paso.

¡Bastante era con los dos muertos por las balas!

Ante la intervención del mestizo, la rebelión cesó repentinamente. Además nosotros llegamos junto a la canoa, y con nosotros aquellos de nuestros hombres cuya vacilación no había sido duradera.

El capitán Len Guy con los ojos brillantes y seguido de Jem West, con voz terrible, exclamó:

—Debería trataros como a malhechores, y, no obstante, sólo quiero miraros como locos… Está canoa no es de nadie:

¡es de todos! Ahora es nuestro único medio de salvación… y habéis querido robarla… robarla miserablemente… Entended bien… lo que por última vez os repito… ¡La canoa de la
Halbrane
es la misma
Halbrane
! ¡Yo soy su capitán, y desdichado del que no me obedezca!

Y al pronunciar estas últimas frases, el capitán Len Guy miraba a Hearne… Por lo demás, éste no había figurado en la última escena (ostensiblemente al menos). Sin embargo, nadie dudaba que hubiese inspirado a sus compañeros el pensamiento de apoderarse de la canoa y que proyectase excitarles aun.

—¡Al campamento! —dijo el capitán. Tú, Dirk Peters, quédate aquí.

Por toda respuesta el mestizo movió su gruesa cabeza y se instaló en su puesto.

La tripulación volvió al campamento sin la menor resistencia. Unos se extendieron sobre sus petates; otros se dispersaron por los alrededores.

Hearne no intentó reunirse a ellos ni acercarse a Martín Holt.

Al presente los marineros estaban reducidos a la ociosidad, y no quedaba más que examinar aquella situación y ver los medios de salir de ella.

El capitán Len Guy, el lugarteniente y el contramaestre se reunieron en consejo, y yo me uní a ellos.

El capitán empezó diciendo:

—Hemos defendido nuestra canoa, y continuaremos defendiéndola…

—¡Hasta la muerte! —declaró Jem West.

—¿Quién sabe si pronto nos veremos obligados a embarcarnos en ella? —dije.

—En ese caso —añadió el capitán Len Guy—, como todos no cabríamos en ella, habría necesidad de elegir. La suerte destinaría a los que debían partir, y yo sería uno de tantos.

—¡Aun no ha llegado ese caso, qué diablo! —respondió el contramaestre—. El
ice–berg
es sólido, y no hay temor de que se funda antes del invierno.

—No —afirmó Jem West;— no es de temer… Lo que es preciso es vigilar la canoa, y también los víveres…

—¡Es una suerte que hayamos puesto el cargamento en seguridad! —dijo Hurligueriy—. ¡Pobre y querida
Halbrane
!… Quedará en estos mares como
la Jane…
su hermana mayor!…

—Sí —pensaba yo—, y por diferentes causas; la una, destruida por los salvajes de Tsalal; la otra, por una de esas catástrofes que ningún poder humano consigue evitar.

—Tienes razón, Jem —dijo el capitán. Sabremos impedir que nuestros hombres se entreguen al pillaje. Tenemos víveres para más de un año, sin contar con la pesca…

—Y es preciso tanta más vigilancia respondió el contramaestre, cuanto que ya he visto rondar en tomo de los barriles de whisky y de ginebra…

—¿Y de qué no serían capaces esos desdichados en los furores de la embriaguez? —exclamó.

—Yo tomaré medidas respecto a este punto —dijo el lugarteniente.

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