La esfinge de los hielos (34 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La tripulación maniobraba en silencio cuando Jem West, con
voz
breve, daba la orden de evolucionar al través de los pasos. No obstante a pesar de la continua vigilancia, a pesar de la habilidad de los marineros y de la pronta ejecución de las maniobras, de
vez
en cuando se producían peligrosos frotamientos contra el casco, que dejaba a su paso grandes manchas de alquitrán sobre aquellos
ice–bergs.
Y en verdad, el más valiente no podía evitar un sentimiento de terror al pensamiento de que el agua hubiera podido invadimos…

Conviene notar que la base de aquellas montañas flotantes era muy acantilada. Un desembarco hubiera sido impracticable. Así no veíamos ninguna de esas focas, de ordinario tan numerosas en los parajes donde abundan los
ice–fields,
ni bandadas de esos pingüinos que en otra época la
Halbrane
hacía caer por millares a su paso. Los mismos pájaros parecían más raros y asustadizos.

De aquellas regiones desoladas y desiertas emanaba una impresión de angustia y de horror, a la que ninguno de nosotros podía sustraerse. ¿Cómo conservar la esperanza de que los sobrevivientes de la
Jane,
si habían sido arrastrados a aquellas espantosas soledades, hubieran podido encontrar refugio en ellas y asegurar su existencia? Y si la
Halbrane
a su vez naufragaba, ¿quedaría un solo testigo de la catástrofe?

Pude observar que desde la víspera, a partir del momento en que la dirección del Sur había sido abandonada para cortar la línea de los
ice–bergs,
en la actitud habitual del mestizo habíase operado brusco cambio. La mayor parte del tiempo permanecía al pie del palo de mesana, y no se levantaba más que para echar mano a alguna maniobra, sin demostrar en su trabajo ni el celo ni la vigilancia de otra época. Parecía desanimado. No porque hubiera renunciado a creer que su compañero de la
Jane
vivía, pues pensamiento tal no podía nacer en su cerebro… Pero, por instinto, comprendía que, siguiendo la dirección que seguíamos, no se encontrarían las huellas del pobre Pym.

«Señor —me hubiera dicho—. Compréndame… No es allí… No es allí…»

¿Y qué hubiera yo podido responderle?

A las siete de la tarde se levantó una bruma bastante espesa, que iba a hacer mala y peligrosa la navegación de la goleta.

Aquel día de emociones, de ansiedad, de alternativas crueles, me había puesto algo enfermo. Así, pues, entré en mi camarote, y vestido me tendí en mi catre.

No pude conciliar el sueño. Obsesionábanme crueles pensamientos. Mi imaginación, tan reposada en otra época, estaba sobrexcitada. Creo que la constante lectura de las obras de Edgard Poe y el medio extraordinario en que sus héroes realzaron sus aventuras habían ejercido sobre mí una influencia, de la que no me daba cabal cuenta.

Al siguiente día iban a terminar las cuarenta y ocho horas, última limosna que la tripulación concedía a mis instancias.

—¿No marcha la cosa como usted desea? —me había dicho el contramaestre en el momento en que yo penetraba en el
rouf.

No, puesto que la tierra no se presentaba tras la flotilla de los
ice–bergs,
y el capitán Len Guy pondría al siguiente día el cabo al Norte.

¡Ah!… ¡Qué no fuera yo el amo de la goleta! ¡Si la hubiera podido comprar, aun a precio de toda mi fortuna; si aquellos hombres hubieran sido esclavos míos que yo hiciera obedecer a latigazos, la
Halbrane
no hubiera abandonado jamás aquella campaña, así hubiera tenido que llegar hasta el punto de la Antártida sobre el que la cruz del Sur arroja sus resplandecientes luces!

¡En mi agitado cerebro bullían mil pensamientos, mil ansias!

¡Quería levantarme, y antojábaseme que poderosa o irresistible mano me clavaba en el lecho! Se apoderaba de mí el deseo de abandonar en el instante aquel camarote donde luchaba con las pesadillas de incompleto sueño, de lanzar a la mar una de las canoas de la
Halbrane,
y arrojarme en ella con Dirk Peters, que no vacilaría en seguirme…, y después abandonarnos a la corriente que se propagaba hacia el Sur.

Y lo hacía… Sí… Lo hacía en sueños… Estábamos en el día siguiente. El capitán Len Guy, después de lanzar una última mirada al horizonte, ha dado la orden de virar. Una de las canoas está allí. Yo prevengo al mestizo. Nos deslizamos hasta ella, sin ser vistos. Cortamos la cuerda. Mientras la goleta sigue adelante, nosotros quedamos atrás, y la corriente nos lleva…

Vamos así hasta la mar libre… Al fin nuestra canoa se detiene. Allí hay tierra… Creo ver una especie de esfinge que domina el casquete austral. La esfinge de los hielos… Me dirijo a él… Le pregunto… El me entrega los secretos de aquellas misteriosas regiones… Y entonces, en tomo del mitológico monstruo, aparecen los fenómenos, cuya realidad afirmaba Arthur Pym. La cortina de vagos vapores, hendidos de rayas luminosas, se desgarra… ¡Y ante mis ojos no se presenta el cuerpo de sobrehumana grandeza…, sino el de Arthur Pym, feroz guardián del polo Sur, desplegando al viento de las altas latitudes el pabellón de los Estados Unidos de América!…

Este sueño fue bruscamente interrumpido, o se modificó al capricho de una imaginación alocada… No lo sé; pero tuve el sentimiento de que acababa de ser repentinamente despertado. Parecióme que se efectuaba un cambio en el balanceo de la goleta, que, suavemente inclinada sobre estribor, se deslizaba por la superficie de aquella mar tan tranquila… Y, sin embargo, aquello no era el vaivén propio del barco.

Sí… Positivamente, yo me sentí levantado como si mi lecho fuera la barquilla de un aerostato…, como si los efectos del peso se hubieran extinguido en mí.

No me engañaba. Había pasado del sueño a la realidad.

Varios golpes, cuya naturaleza no comprendía aun, resonaron sobre mi cabeza. En el interior del camarote las paredes desviaban de la vertical, hasta el punto de hacer sospechar que la
Halbrane
se volvía sobre su costado. Casi en seguida fui arrojado de mi lecho, y poco faltó para que el ángulo de la mesa me golpease en el cráneo. Me levanté al fin y conseguí asomarme al montante de la puerta, que cedió bajo mis pies.

En este instante oí un ruido de desgarramiento en el flanco de babor.

¿Era que se había producido un choque entra la goleta y alguna de aquellas colosales masas flotantes que Jem West no había podido evitar en medio de las brumas?

De repente, violentas vociferaciones estallaron en la popa, después gritos de espanto, a los que se mezclaban las voces alocadas de la tripulación.

En fin, se produjo un último choque, y la goleta quedó inmóvil.

FIN DEL CUADERNO SEGUNDO.

CUADERNO TERCERO
XXIII
EL «ICE BERG» VOLTEADO

Me dirigí a cubierta para ganar el puente. El Capitán Len Guy, que había abandonado su camarote, arrastrábase sobre sus rodillas, tan inclinada estaba la banda, y como pudo fue a agarrarse al listón de barraganete de las empavesadas.

Hacia la proa, entre el castillo y el mástil de mesana, algunas cabezas asomaban entre los pliegues de la trinquete abatida como un toldo caído.

Eran las de Dirk Peters, Hardie, Martín Holt y Endicott, suspendidos a los obenques de estribor.

Es de suponer que en aquel momento el contramaestre y el cocinero hubieran cedido a un 50 por 100 las primas ofrecidas desde el paralelo 84.

Un hombre se arrastró hasta mí, pues la pendiente le impedía mantenerse en pie. Era Hurligueriy. Extendido a lo largo, con los pies apoyados contra el dintel de la puerta, yo no temía deslizarme hasta la extremidad del pasadizo. Ayudé al contramaestre a que se levantara, no sin trabajo.

—¿Qué hay? —le pregunté.

—Un encallamiento, señor Jeorling.

—¿Estamos en la costa? —exclamé.

—Una costa supone una tierra —respondió irónicamente el contramaestre—, y no la hay más que en la imaginación de ese diablo de Dirk Peters.

—En fin…, ¿qué ha sucedido?

—Pues un
ice–berg
en plena bruma… un
ice–berg
que no hemos podido evitar.

—¿Un
ice–berg,
contramaestre?

Un
ice–berg
que ha elegido este instante para dar una voltereta; al volverse ha encontrado a la
Halbrane
y la ha levantado como una raqueta a un volante, y henos aquí encallados a una regular centena de pies sobre el nivel de la mar antártica.

¿Hubiera podido imaginarse desenlace más terrible a la aventurada campaña de la
Halbrane
? En medio de aquellos extremos parajes, nuestro único medio de transporte acababa de ser arrancado de su elemento natural, levantado, por la palanca de un
ice–berg,
a una altura que pasaba de 100 pies. ¡Sí! Lo repito; ¡qué desenlace! Hundirse en lo más fuerte de una tempestad, ser destruidos en un ataque de salvajes, ser aplastado entre dos témpanos, estos son peligros a los que se expone todo navío que se aventura en los mares polares. Pero que la
Halbrane
hubiera sido levantada por una montaña flotante en el momento en que esta montaña se volvía, y que hubiese encallado casi en su cima ¡no!, esto pasaba los límites de lo verosímil.

¿Con los medios de que disponíamos conseguiríamos bajar la goleta de aquella altura? Yo lo ignoraba. Lo que sabía era que el capitán Len Guy, el lugarteniente y los antiguos de la tripulación, recobrados del primer espanto, no eran gentes que se desanimaran por terrible que fuera la situación. De esto no tenía yo la menor duda… Sí… Ellos emplearían todos sus esfuerzos para la salvación común. Respecto a las medidas que sería preciso tomar, nadie lo hubiera podido decir aun.

En efecto: un velo de bruma gris envolvía al
ice–berg.
No se distinguía nada de su masa enorme, a no ser la anfractuosidad en la que la goleta estaba hundida, ni el lugar que ocupaba en medio de aquella flotilla en derivación hacia el Sudeste.

La más elemental prudencia exigía evacuar la
Halbrane,
cuyo deslizamiento podía ser determinado por alguna brusca sacudida del
ice–berg.
¿Estábamos siquiera seguros de la estabilidad de éste? ¿No se podía temer que diese otra vuelta? Y si la goleta caía en el vacío, ¿quién de nosotros hubiera podido salir sano y salvo de tal caída, y después del hundimiento final, en las profundidades del abismo?

En algunos minutos la tripulación abandonó a la
Halbrane.
Todos buscamos refugio sobre el talud, esperando que los vapores que cubrían al
ice–berg
se disipasen. Los oblicuos rayos solares no lograban atravesarles, y apenas si el disco rojizo se distinguía al través de aquel montón de opacas vesículas que extinguían la luz.

No obstante, a distancia de once pasos podíamos distinguimos los unos a los otros. En cuanto a la
Halbrane,
no presentaba más que una masa confusa, cuyo negruzco color se destacaba vivamente sobre la blancura de los témpanos.

Entonces nos preguntamos si alguno de los que estaban en el puente de la goleta en el momento de la catástrofe no había sido arrojado al mar. A la orden del capitán, los marineros presentes se unieron al grupo formado por el lugarteniente, el contramaestre, Hardie, Martín Holt y yo. Jem West pasó lista. Cinco de nuestros hombres no respondieron; el marinero Drap, uno de los antiguos tripulantes, y cuatro de los nuevos, a saber: dos ingleses, un americano y uno de los fueguinos embarcados en las Falklands.

Así, aquella catástrofe costaba la vida a cinco de los nuestros, las primeras víctimas de la campaña desde la partida de las Kerguelen… ¿Serían las últimas?

No era dudoso que aquellos desdichados hubieran perecido, pues en vano se les llamó, y en vano se les buscó sobre los flancos del
ice–berg
y por todas partes donde pudieran estar.

Las tentativas hechas, una vez disipadas las brumas, fueron inútiles. En el momento en que la
Halbrane
fue cogida por debajo, la sacudida fue tan violenta, tan repentina, que aquellos hombres no tuvieron fuerza para sostenerse, y, verosímilmente, jamás se encontrarían sus cuerpos, que la corriente había debido de arrastrar.

Cuando la desaparición de los cinco hombres fue un hecho, la desesperación invadió todos los espíritus. ¡Entonces apareció más vivamente la horrible perspectiva de los peligros que amenazan a una expedición al través de la zona antártica!

—¿Y Hearne? —preguntó uno.

Martín Holt acababa de arrojar este nombre en medio del silencio general. El
sealing–master,
del que nos habíamos olvidado, ¿había sido aplastado en el recinto estrecho, de la cala donde estaba encerrado?

Jem West se lanzó hacia la goleta, se tiró por medio de una amarra que pendía de proa, y llegó al puesto, por el que se penetraba en aquel lado de la cala…

Nosotros esperábamos, inmóviles y silenciosos, saber la suerte de Heame, por más que el genio malo de la tripulación fuese poco digno de lástima.

No obstante, ¡cuántos de nosotros pensábamos entonces que si sus consejos hubieran sido oídos, si la goleta hubiera tomado la dirección Norte, no nos veríamos en el duro trance de tener por único refugio una montaña de hielo en derivación! Y en esto, ¡cuál no era mi responsabilidad, pues yo había arrastrado a la prolongación de aquella campaña!

Al fin el lugarteniente apareció en el puente, y tras él Heame.

Por milagro, ni los tabiques, ni las tablas que revestían el interior de la cala habían cedido.

Heame se deslizó a lo largo de la goleta y se reunió a sus camaradas sin pronunciar palabra, y no hubo para qué ocuparse más de él.

A las seis de la mañana la niebla se disipó por efecto del descenso acentuado de la temperatura. No se trataba de esos vapores cuya congelación es completa, sino más bien del fenómeno llamado
frost–rime, o
humo helado, que se produce algunas veces en estas altas latitudes. El capitán Len Guy lo reconoció en las fibras prismáticas, con la punta dirigida en sentido del viento, que lanzaba la ligera costra depositada sobre los flancos del
ice–berg.
Los navegantes no confunden
este frost–rime
con el hielo blanco de las zonas templadas, cuya congelación no se efectúa sino después de estar depositado en la superficie del suelo.

Entonces se pudo apreciar el grueso del macizo, sobre el que estábamos como moscas sobre un terrón de azúcar, y, seguramente, vista desde abajo la goleta, no debía de parecer mayor que la yola de un barco de comercio.

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