La esfinge de los hielos (35 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

El
ice–berg
cuya circunferencia parecía ser de 300 a 400 toesas, medía de 130 a 140 pies de altura. Debía, pues, según los cálculos, hundirse en una profundidad cuatro o cinco veces más grande, y, por consecuencia, pesar millones de toneladas.

He aquí lo que había sucedido:

Después de haber sido minado en su base por el contacto de aguas más cálidas, el
ice–berg
se había levantado poco a poco. Cambiando su centro de gravedad, el equilibrio no había podido restablecerse más que por un vuelco brusco, que puso sobre el nivel del mar lo que estaba bajo él. Cogida en estas condiciones la
Halbrane,
fue alzada como con el enorme brazo de una palanca. Gran número de
ice–bergs
se vuelven así en la superficie de los mares polares, y éste es uno de los mayores peligros a que están expuestos los navíos. En una hendidura de la parte Oeste del
ice–berg
estaba sujeta la
Halbrane;
inclinada sobre estribor, la popa en alto, baja la proa.

Pensamos que a la menor sacudida se deslizaría por lo largo de la pendiente del
ice–berg
hasta el mar. En la parte en que estaban las habitaciones de dormir, el choque había sido lo bastante violento para desfondar algunas tablas del casco y del suelo en una extensión de dos toesas. Al primer choque, la cocina, colocada ante el palo de mesana, había roto sus cabos y se había hundido hasta la entrada del
rouf,
cuya puerta, entre los dos camarotes del capitán y del lugarteniente, había sido arrancada de sus goznes.

La gavia y la flecha habían venido abajo tras la rotura de los brandales, en los que se veía la huella, aun fresca, a la altura del tamborete. Por todas partes restos diversos de vergas, berlingas, una parte del velamen, barriles, cajas, que debían flotar en la base del témpano y derivar con él.

Lo que más debía inquietarnos en nuestra situación era que, de las dos canoas de la
Halbrane,
la de estribor había sido aplastada en el momento del abordaje y no quedaba más que la segunda, la mayor, es cierto, suspendida de sus cuerdas a babor. Lo que más apremiaba era ponerla en seguridad, pues tal vez era nuestro único medio de salvación.

De este primer examen resultaba que los mástiles bajos de la goleta estaban intactos y podían ser utilizados; pero ¿cómo sacar la goleta de aquel lecho de hielo, volverle a su elemento natural, y, en una palabra, «lanzarla» como se lanza un barco a la mar?

Cuando el capitán Len Guy, el lugarteniente, el contramaestre y yo nos encontramos solos, yo les pregunté sobre este asunto.

—Esa operación es muy arriesgada, convengo en ello —respondió Jem West—; pero, puesto que es indispensable que se haga, lo haremos. Creo que será necesario abrir una especie de lecho en la base de ese
ice–berg.

—Y sin aguardar un solo día —añadió el capitán Len Guy.

—¿Oye usted, contramaestre? —dijo Jem West—. Desde hoy a la faena.

—Oigo, y así se hará —respondió Hurligueriy—. Una observación, sin embargo, si usted me lo permite, capitán…

—¿Cuál?

—Antes de comenzar el trabajo visitemos el casco, y veamos que averías tiene y cuáles son reparables… ¿De qué serviría lanzar un navío en malas condiciones, que se iría inmediatamente a fondo?

Se accedió a la justa pretensión del contramaestre.

La niebla se había disipado; un sol claro iluminaba entonces la parte oriental del
ice–berg,
desde donde la mirada abarcaba una larga extensión de mar. Por aquella parte, en lugar de las superficies lisas, sobre las que el pie no hubiera podido encontrar punto de apoyo, los flancos presentaban anfractuosidades, rebordes y hasta planicies donde sería fácil establecer un campamento provisional. No obstante, preciso hubiera sido guardarse de la caída de enormes bloques en desequilibrio, que una sacudida podía lanzar lejos. Y, en verdad, durante la mañana varios de estos bloques rodaron con espantoso ruido de avalancha hasta el mar.

En resumen: parecía que fuera sólida la base del
ice–berg.
Por lo demás, si su centro de gravedad se encontraba sobre el nivel de la línea de flotación, no era de temer que diera otra vuelta.

Desde la catástrofe yo no había tenido ocasión de hablar con Dirk Peters. Como cuando le llamaron él había respondido, yo sabía que no se contaba entre las víctimas.

En aquel momento lo vi inmóvil…, y se supone adonde se dirigían sus miradas.

El capitán Len Guy, el lugarteniente, el contramaestre, los maestros Hardie y Martín Holt, a los que yo acompañaba, subieron hacia la goleta a fin de proceder a un minucioso examen de su casco. Por la parte de babor la operación sería fácil, puesto que la
Halbrane
se inclinaba sobre el flanco opuesto. Por la otra parte preciso sería, con más o menos dificultad, desliarse hasta la quilla, abriendo camino en el témpano, si se quería que ninguna parte de la goleta se escapara a esta visita.

Después de un examen que duró dos horas, resultó que las averías no tenían gran importancia y eran fáciles de reparar.

Dos o tres bordajes rotos a la violencia del choque, dejaban ver sus maderas abiertas. En el interior las cuadernas estaban intactas, pues las varengas no habían cedido. Nuestro barco, hecho para navegar en los mares del polo, había resistido, cuando otros construidos con menos solidez hubiesen sido hechos pedazos. Verdad que el timón había sido desmontado, mas esto era de fácil reparación.

Terminada la inspección, reconocióse que las averías eran menores de lo que se hubiera podido temer, lo que nos dio cierta seguridad…, si conseguíamos poner a flote la goleta.

Después del almuerzo se decidió que nuestros hombres comenzasen a abrir un surco oblicuo que permitiría a la
Halbrane
deslizarse hasta la base del
ice–berg.
Pluguiese al cielo que la operación resultase; pues ¿quién hubiera podido pensar, sin espanto, en desafiar en aquellas condiciones los rigores del invierno, pasar seis meses sobre aquella masa flotante, arrastrada no se sabía dónde? Llegado el invierno, ninguno de nosotros hubiera podido escapar a la más terrible de las muertes…, a la muerte por frío…

En aquel momento, Dirk Peters, que a unos cien pasos observaba el horizonte del Sur al Este, gritó con voz ruda:

—¡Al pairo!

¿Al pairo? ¿Qué entendía por esto el mestizo, si no era que la derivación del
ice–berg,
acababa de cesar súbitamente? No era instante de buscar la causa de esta parada, ni de preguntarse qué consecuencias traería…

—¡Es verdad! —exclamó el contramaestre—. El
ice–berg
no anda, y tal vez no ha andad o desde que dio la voltereta.

—¡Cómo!… —exclamó—. ¿No se mueve?

—No —me respondió el lugarteniente—; y la prueba es que los otros témpanos que andan le dejan atrás.

Efectivamente; mientras que cinco o seis montañas de hielo descendían hacia el Sur, la nuestra se había inmovilizado como si hubiera varado en un alto fondo.

La explicación más sencilla era que su nueva base había encontrado un escalón submarino al que se adhería ahora, y que esta adherencia no cesaría más que en el caso de que la parte sumergida su levantase, a riesgo de provocar otra nueva vuelta.

En suma: esto era grave complicación, pues los peligros de una inmovilización definitiva en aquellos parajes hubieran sido tales, que preferible eran los azares de la derivación.

Al menos había la esperanza de encontrar un continente, una isla, y hasta si las corrientes no se modificaban, si la mar quedaba libre, de franquear los límites de la región austral.

Tal era, pues, nuestra situación a los tres meses de aquella terrible campaña. ¿Podía hablarse aun de William Guy y de sus compañeros, ni de Arthur Pym? ¿No debíamos emplear todos nuestros esfuerzos en nuestra salvación? ¿Era de extrañar que los marineros de la
Halbrane
se rebelasen al cabo si obedecían a las sugestiones de Heame, si hacían a sus jefes (a mí sobre todo) responsables de los desastres de semejante expedición? Y ¿qué sucedería entonces, toda vez que, a pesar de la partida de cuatro de ellos, los camaradas del
sealing–master
habían conservado su superioridad numérica?

Esto era, yo lo vi claramente, lo que también pensaban el capitán Len Guy y Jem West.

Efectivamente, aunque los reclutados en las Falklands no formaban más que un total de quince hombres, y nosotros éramos trece comprendido el mestizo, era de temer que algunos de los últimos se uniesen a los de Hearne. Arrastrados por la desesperación, ¿quién sabe si sus camaradas no pensaban en apoderarse de la única embarcación que poseíamos y en volver a tomar el camino del Norte, abandonándonos sobra el
ice–berg
? Importaba, pues, que dicha canoa fuese puesta en seguridad y vigilada continuamente.

Además, en el capitán Len Guy, desde los últimos acontecimientos, se había efectuado notable cambio. En presencia de los peligros del porvenir, parecía haberse transformado.

Hasta entonces, obsesionado por la idea de encontrar a sus compatriotas, había dejado al lugarteniente al mando de la goleta, y no podía entregarse a hombre más capaz y, más devoto suyo. Pero a partir de este día iba a tomar de nuevo sus funciones de jefe, y a ejercerlas con la energía que las circunstancias exigían.

Por orden suya los hombres fueron a colocarse en fila ante él. Allí estaban con los antiguos, Martín Holt y Hardie, los marineros Rogers, Francis, Gratián, Burry, Stem, el cocinero Endicott y Dirk Peters; con los nuevos Hearne y los otros marineros de las Falklands. Estos últimos componían un grupo aparte, del que llevaba la voz cantante el que tenía sobre ellos decisiva influencia.

El capitán Len Guy lanzó una mirada firme sobre sus tripulantes, y con voz recia dijo:

—Marineros de la
Halbrane.
Primero he de hablar de los que han desaparecido. Cinco de nuestros compañeros acaban de perecer en esta catástrofe…

—En espera que los demás perezcamos en estos mares adonde se nos ha arrastrado a pesar nuestro… —dijo Hearne.

—Calla, Hearne —exclamó Jem West, pálido de cólera—. Calla o si no…

—Heame ha dicho lo que tenía que decir —respondió fríamente el capitán Len Guy—, y puesto que lo ha hecho, le pido que no me interrumpa de nuevo.

Quizás el
sealing–master
hubiera replicado, pues se sentía sostenido por la mayoría de la tripulación, pero Martín Holt se acercó vivamente a él y le hizo callar.

El capitán se descubrió entonces, y con emoción que nos llegó al alma pronunció estas palabras:

—Debemos rogar por los que han sucumbido en esta peligrosa campaña, emprendida a nombre de la humanidad. ¡Qué Dios tenga en cuenta a los que se han sacrificado por sus semejantes y no permanezca insensible a nuestra súplica! ¡De rodillas, marineros de
la Halbrane
!

Todos se arrodillaron sobre la superficie helada, y un murmullo de rezo subió al cielo.

Esperamos a que el capitán se levantase para hacerlo también.

—Ahora —continuó—, hablemos de los vivos. Y a éstos digo que, en las circunstancias en que estamos, es preciso que obedezcan todas mis órdenes. No toleraré resistencia ni duda de ninguna clase. Mía es la responsabilidad de la salvación común, y a nadie la cederé… Yo mando aquí como a bordo.

—¡A bordo… cuando no hay barco! —se atrevió a responder Heame.

—Te engañas, Hearne; el barco está allí, y le volveremos a poner a flote. Además, aunque no tuviéramos más que nuestra canoa, soy su capitán… ¡Pobre del que lo olvide!

Aquel día, después de haber tomado la altura con el sextante y marcado la hora con el cronómetro, instrumentos que habían quedado sanos después del choque, el capitán Len Guy obtuvo el punto, resultando de sus cálculos:

Latitud Sur: 88° 55'.

Longitud Oeste: 39° 12'.

La
Halbrane
no estaba, pues, más que a un grado y cinco minutos, o lo que es igual, sesenta y cinco millas del polo austral.

XXIV
EL GOLPE DE GRACIA

—¡A la faena! —había dicho el capitán Len Guy, y desde la tarde de aquel día, todos se pusieron animosamente a ella.

No había tiempo que perder. Todos comprendían que la cuestión del tiempo era la más importante de todas. Respecto a los víveres, la goleta poseía los suficientes para diez y ocho meses sin tener que acortar la ración. De forma que el hambre no era de temer, ni la sed tampoco, por más que las cajas de agua, rotas en la sacudida, hubiesen dejado escapar el líquido que contenían.

Afortunadamente, los toneles de ginebra, de whisky, de cerveza y de vino colocados en la parte de la cala que había sufrido menos, estaban casi intactos. Por esta parte nada teníamos que lamentar, y
ice–berg
iba a suministrarnos agua dulce.

Se sabe que los témpanos, ya estén formados por agua dulce o por agua del mar, están desprovistos de sal. Al transformarse los líquidos en sólidos, se elimina el cloruro de sodio. Es, pues, de poca importancia que el agua potable se obtenga de los témpanos, de una u otra procedencia, por más que se debe preferir la que proviene de ciertos bloques, fáciles de conocer por su coloración casi verdosa y su perfecta transparencia. La lluvia solidificada es la más conveniente para bebida.

Seguramente, por su costumbre de visitar los mares polares, nuestro capitán hubiese reconocido sin esfuerzo los bloques de esta especie. Pero tratándose del
iceberg
sobre el que estábamos era difícil, pues la parte sumergida antes de la vuelta era lo que actualmente emergía.

La primera decisión del capitán Len Guy y de Jem West fue desembarcar todo lo que estaba a bordo, a fin de aligerar a la goleta. Arboladura y aparejo fueron desmontados y transportados después al témpano. Importaba dejar el menos peso posible, y quitar hasta el lastre, en vista de la difícil y peligrosa operación del lanzamiento. Preferible era que la partida se retardase algunos días si tal operación debía practicarse en mejores condiciones.

La operación de volver a cargar se efectuaría en seguida sin grandes dificultades.

Además de esta razón, había otra no menos seria. Efectivamente, hubiera sido inexcusable imprudencia dejar las provisiones en la cala de la
Halbrane,
dada la situación poco segura de ésta sobre el flanco del
ice–berg.
Si los bloques se movían, ¿no le faltaría a la goleta un punto de apoyo? ¡Y entonces con ella desaparecerían las provisiones que debían asegurar nuestra existencia!

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