La esfinge de los hielos (36 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

Aquel día se empleó en descargar las cajas de carne en conserva, las legumbres secas, harinas, galleta, té, café, barriles de ginebra, de whisky, de vino y de cerveza, que fueron colocadas en sitio seguro, en las anfractuosidades próximas a la
Halbrane.

Hubo también que prevenir a la embarcación contra todo accidente, y añadiré que también contra el posible intento de Hearne y algunos otros de su bando, que tal vez pretendiesen apoderarse de ella con el objeto de volver a tomar el camino del banco de hielo.

La canoa mayor, con su juego de remos, su timón, sus mástiles y velas fue, pues, colocada a treinta pies de la parte izquierda de la goleta, en el fondo de una cavidad que se tendría cuidado de vigilar. Durante el día no había nada que temer. Durante la noche, o mejor dicho durante las horas destinadas al sueño, el contramaestre u otro de los maestros harían guardia cerca de la cavidad, y podíamos tener la seguridad de que la embarcación estaría al abrigo de un mal golpe.

Los días 19, 20 y 21 de Enero fueron empleados en el doble trabajo del transporte del cargamento y del desarbolo de la
Halbrane.
Se eslingaron los bajos mástiles por medio de vergas en escora.

Más tarde Jem West vería de reemplazar los mástiles de flecha y gavia, y en todo caso no serían indispensables para volver ya a las Falklands, y a cualquier otro punto propio para invernar.

No hay que decir que el campamento había sido establecido sobre el banco de que he hablado, no lejos de la
Halbrane.
Varias tiendas construidas con velas, sujetas con pernios, cubriendo los lechos de los camarotes y del puesto, ofrecían suficiente abrigo contra las inclemencias atmosféricas, ya frecuentes en aquella época del año. El tiempo, por lo demás, era bueno y favorecido por una brisa permanente del Nordeste y la temperatura de 46° (9° 75 c. sobre cero). La cocina de Endicott fue instalada en el fondo del banco junto a un machón, cuya pendiente muy alargada permitía tocar la extrema cima del
ice–berg.

Preciso es reconocer que durante estos tres días de un trabajo de los más fatigosos, nada hubo que reprochar a Heame. El
sealing–master
sabía que era objeto de especial vigilancia, como sabía que el capitán no toleraría que provocase la insubordinación entre sus camaradas. Era de lamentar que sus malos instintos le llevasen a desempeñar aquel papel, pues su vigor, su destreza y su inteligencia hacían de él un hombre precioso, y nunca se mostró más útil que en aquellas circunstancias. ¿Habíanse despertado en él los buenos sentimientos? ¿Había comprendido que del común esfuerzo dependía la salvación común? Lo ignoro, pero no tenía confianza en él, ni Hurliguerly tampoco.

No es preciso que insista en el ardor que el mestizo desplegaba en aquellos rudos trabajos, siendo siempre el primero en la faena, haciendo la obra de cuatro, durmiendo apenas algunas horas y no descansando más que en el momento de las comidas, que hacía solo. Apenas me había dirigido la palabra desde que la goleta había sufrido el accidente. ¿Y qué hubiera podido decirme? ¿No pensaba yo como él, que era preciso renunciar a toda esperanza de continuar la desdichada empresa?

Algunas veces yo veía a Martín Holt y al mestizo, el uno junto al otro, ocupándose en alguna difícil maniobra. Nuestro maestro velero no desaprovechaba ninguna ocasión de aproximarse a Dirk Peters, que huía de él por las razones que se saben. Y cuando yo pensaba en la confidencia que el mestizo me había hecho con motivo del referido Parker, el propio hermano de Martín Holt, en la espantosa escena del
Grampus,
sentíame sobrecogido de profundo terror. No dudaba yo que, descubierto el secreto, el mestizo se convertiría en objeto de repulsión.

Se olvidaría que era el salvador del maestro velero, y éste, al saber que, su hermano… Felizmente, solamente, Dirk Peters y yo poseíamos el secreto.

Mientras el descargamento de la
Halbrane
se efectuaba, el capitán Len Guy y el lugarteniente estudiaban la cuestión del lanzamiento, cuestión que ofrecía grandes dificultades. Tratábase de poner a nivel aquella altura de un centenar de pies donde estaba la goleta y el mar, por medio de un lecho abierto siguiendo un trazado oblicuo sobre el flanco Oeste del
ice–berg.
Así, que mientras una cuadrilla designada por el contramaestre se ocupaba en descargar la goleta, otra, a las órdenes de Jem West, comenzó el trazado entre los bloques que erizaban aquella parte de la montaña flotante.

¿Flotante? No sé por qué me sirvo de esta palabra, pues la montaña no flotaba. Inmóvil como un islote, nada autorizaba a creer que derivase nunca. Otros
ice–bergs
pasaban en gran número al largo, dirigiéndose al Sudeste, mientras el nuestro permanecía al pairo, para emplear la expresión de Dirk Peters. ¿Se minaría lo bastante su base para separarse del fondo submarino? ¿Chocaría con él alguna pesada masa de hielo y lo separaría al choque?

Nadie lo podía prever, y no se debía contar más que con la
Halbrane
para abandonar definitivamente aquellos parajes.

Los diversos trabajos mencionados duraron hasta el 24 de Enero. La atmósfera estaba en calma, la temperatura no bajaba; la columna termométrica había ganado dos o tres grados. El número de los
ice–bergs
que venían del Noroeste aumentaba; un centenar, el choque con los cuales podría traer las más graves consecuencias.

Hardie habíase puesto a trabajar en la recomposición del casco, cambiando cabillas, reemplazando cabos de bordaje y calafateando resquebraduras.

Nada faltaba de lo que este trabajo exigía, y teníamos la seguridad de que sería bien ejecutado. En el silencio de aquellas soledades resonaban ahora los martillazos dados sobre los clavos y los golpes para meter y rellenar las quiebras. A estos ruidos uníanse los ensordecedores gritos de las gaviotas, albatros y petreles que volaban sobre la cúspide del
ice–berg.

Cuando yo me encontraba a solas con el capitán Len Guy y con Jem West, el principal asunto de nuestra conversación era, como fácilmente se comprende, nuestra situación, los medios de salir de ella, las probabilidades de conseguirlo, etc.

El lugarteniente tenía grandes esperanzas, y de no ocurrir accidente imprevisto estaba seguro de que resultaría bien la operación del lanzamiento. El capitán Len Guy mostrábase más reservado. Por lo demás, ante la idea de que iba a renunciar definitivamente a toda esperanza de encontrar a los sobrevivientes de
La Jane,
sentía que su corazón se desgarraba.

Y en efecto: cuando la
Halbrane
estuviera en disposición de darse a la mar, cuando Jem West le preguntara qué camino había de seguir, ¿el capitán se atrevería a responderle: «cabo al Sur»? No; y aquella vez no hubiera sido seguido ni por los nuevos ni por la mayoría de los antiguos tripulantes. Continuar las pesquisas en aquella dirección, elevarse más allá del polo, sin tener la seguridad de tocar el Océano Indico, a falta del Océano Atlántico, hubiera sido demostrar una audacia que ningún navegante se hubiera podido permitir. Si algún continente cerraba la mar por aquel lado, ¿no se hubiera expuesto la goleta a ser arrinconada por la masa de los
ice–bergs,
quedando en la imposibilidad de separarse de allí antes del invierno austral?

Intentar obtener en tales condiciones que el capitán Len Guy prosiguiese la campaña, hubiera, sido buscar una negativa.

La cosa no era para proponerse, pues se imponía la necesidad de volver al Norte, de no retrasarse un solo día en aquella porción de la mar antártica. Sin embargo, si yo había resuelto no hablar de ello al capitán Len Guy, no desaprovechaba las ocasiones de hacerlo con el contramaestre.

Generalmente, terminada su faena, Hurliguerly se reunía conmigo, y hablábamos, remontándonos a nuestros recuerdos de viaje.

Un día en que estábamos sentados en la cúspide del
iceberg
con la mirada fija en el horizonte, él dijo:

—¡Quién hubiera pensado, señor Jeorling, estando la
Halbrane
abandonaba a las Kerguelen, que seis meses y medio después, en esta latitud, ella estaría acostada sobre el flanco de una montaña de hielo!…

—Lo que es más lamentable —respondí—, porque sin este accidente hubiéramos conseguido nuestro objeto y hubiéramos tomado el camino de vuelta.

—Dice usted que hubiéramos conseguido nuestro objeto —respondió el contramaestre—. ¿Entiende usted por eso que hubiéramos encontrado a nuestros compatriotas?

—Tal vez, contramaestre.

—Yo no lo creo, señor Jeorling; por más que éste fuese el principal y hasta el único objeto de nuestra navegación al través del Océano polar…

—El único… Sí… Al principio —insinué—. Pero después, las revelaciones del mestizo con motivo de Arthur Pym…

—¡Ah!… ¡Eso le preocupa a usted siempre…, como al bravo Dirk Peters!

—Siempre, Hurliguerly; y ese deplorable, ese imprevisto accidente, nos ha hecho naufragar a la vista del puerto.

—Le dejo a usted sus ilusiones, señor Jeorling: y puesto que cree usted haber naufragado a la vista del puerto…

—¿Por qué no?

—¡Sea, y en todo caso es un famoso naufragio! —declaró el contramaestre—. ¡En vez de dar en un honrado bajo fondo naufragar en el aire!…

—De forma que tengo derecho para decir que es una desdichada circunstancia, Hurligueriy…

—Desdichada, sin duda, y en mi opinión se debe sacar de ella un provechoso consejo…

—¿Cuál?

—Que no es permitido aventurarse tan lejos en estas regiones; y mi opinión es que el Creador prohíbe a sus criaturas encaramarse a los polos de la tierra.

—Sin embargo, ese punto no está ahora más que a unas 60 millas…

—Conformes, señor Jeorling. Sesenta millas…, que significan lo mismo que 1000 cuando no hay medio de franquearlas. Y si el lanzamiento de la goleta no resulta, henos condenados a invernar en una forma que hasta los osos polares rechazarían.

No respondí más que con un movimiento de cabeza. Hurligueriy me preguntó:

—¿Sabe usted en lo que pienso con frecuencia, señor Jeorling?

—¿En qué, contramaestre?

—En las Kerguelen… Seguramente, durante la mala estación se disfruta allí de un hermoso frío. No es grande la diferencia que hay entre aquel archipiélago y las islas situadas en los límites de la mar antártica… ¡Pero en fin…, se está en la proximidad del Cabo, y si le agrada a uno ir a él a calentarse las pantorrillas no hay banco de hielo que corte, el paso! Mientras que aquí, en medio de los hielos, nunca se sabe si se encontrará la puerta abierta.

—Repito, contramaestre, que sin este último suceso, al presente todo hubiera terminado de una o de otra forma. Nos quedarían aun más de seis semanas para salir de los mares australes. En suma: es muy raro que a un barco le suceda lo que a nuestra goleta…, ¡una verdadera desgracia después de haber aprovechado tan felices circunstancias!

—Circunstancias que han terminado, señor Jeorling…, y temo…

—¿Cómo?… ¿Usted también, contramaestre?… ¿Usted, que siempre se ha mostrado tan confiado?…

—La confianza se usa como unos pantalones, señor Jeorling. ¡Qué quiere usted! Cuando me comparo con mi compadre Atkins, instalado en su buena posada; cuando pienso en el
Cormorán Verde,
en el salón del piso bajo; en las mesitas donde se saborea el whisky y la ginebra con un amigo, mientras la sartén cruje más fuerte que la veleta sobre el tejado…

¡Ah!… No es ventajosa para nosotros la comparación. Y, a mi juicio, Atkins ha entendido mejor la vida…

—¡Eh!… Ya volverá usted a ver a ese digno Atkins, y al
Cormorán Verde,
y a las Kerguelen… ¡Por Dios, no se desanime…, pues si usted…, un hombre de buen sentido y de resolución, desespera ya!…

—¡Oh! ¡Si sólo se tratase de mí, señor Jeorling, el mal no sería más que a medias!…

—¿Es que la tripulación?…

—Sí… y no —respondió Hurligueriy—; pues conozco a algunos que no están satisfechos…

—¿Ha vuelto Heame a quejarse, y excita a sus compañeros?

—No, abiertamente al menos, señor Jeorling…, y desde que le vigilo nada ha visto ni oído. El sabe además lo que le espera si saca la pata. De modo que ese bergante ha cambiado sus amuras… Esto, que no me extraña en él, me extraña en nuestro maestro velero…

—¿Qué quiere usted decir, contramaestre?

—Que ambos parecen haberse hecho buenos amigos. Obsérveles usted. Hearne busca a Martín Holt, habla frecuentemente con él, y Martín Holt no le pone mala cara.

—No es Martín Holt hombre que escuche los consejos de Heame, ni que le siga, si el otro intentase sublevar a la tripulación.

—Sin duda, no, señor Jeorling. Sin embargo, me disgusta verlos juntos…, Hearne es hombre peligroso y sin conciencia, y Martín Holt no desconfía de él lo bastante.

—Hace mal…

—Y, espere usted…; ¿Sabe usted de qué trataban el otro día en una conversación de la que sorprendí algo? …

—Nunca se las cosas hasta que usted me las dice, Hurligueriy.

—Pues bien. Los oí hablar de Dirk Peters, y Heame decía:

No hay que querer mal al mestizo, Holt, porque no haya respondido jamás a tus preguntas ni haya querido recibir tus gracias. Aunque es una especie de bruto, pose mucho valor, y lo ha probado sacándote de aquel mal lance con peligro de su vida. Además, no olvides que formaba parte de la tripulación del
Grampus,
con tu hermano Ned, si no estoy equivocado.

—¿Ha dicho eso? —exclamó—. ¿Ha nombrado al
Grampus
?

—Sí… Al
Grampus.

—¿Y a Ned Holt?

—Precisamente, señor Jeorling…

—Y ¿qué ha respondido Martín Holt?… —Ha respondido:

Ignoro en qué circunstancias ha perecido mi desdichado hermano… ¿Ha sido durante una rebelión a bordo?… No creo que haya hecho traición a su capitán… ¿Tal vez ha sido asesinado?…

—Y ¿ha insistido Heame, contramaestre?

—Sí, añadiendo: ¡Es cosa triste para ti, Holt! El capitán del
Grampus,
según me han dicho, fue abandonado en una canoa con dos o tres de sus hombres…, y ¡quién sabe si tu hermano no estaría con él!…

—¿Y después?

—Después, señor Jeorling, ha añadido: ¿No se te ha ocurrido nunca pedir noticias a Dirk Peters? Sí; una vez —respondió Martín Holt— he preguntado al mestizo sobre el asunto, y nunca he visto a un hombre en tal estado de enervamiento al responderme: «No sé nada… no sé nada…», con voz tan sorda, que apenas podía entenderle…, y ha ocultado la cabeza entre las manos sin añadir palabra…

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