La espada de San Jorge (10 page)

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Authors: David Camus

—Y lo he oído todo. ¡He quedado encantado con vuestra actuación! Os necesito.

—Estamos a vuestro servicio—dije.

—¿Qué deseáis que hagamos? —preguntó Morgennes.

—Salvarme la vida.

Vista su palidez, pensé que estaba enfermo; de modo que le dije:

—Pero, señor, estáis equivocado... ¡No somos médicos!

—¡Desde luego que sí! ¡E incluso los mejores! Solo vosotros podéis curarme.

—Pero ¿qué mal padecéis?

—El de ya no ser amado.

Acercando sus manos al círculo de luz, el conde nos contó lo que le atormentaba. Había ido a guerrear a Tierra Santa unos años atrás, acompañado por su esposa.

—Tal vez no luché lo suficiente. Dios sabe, sin embargo, cuánto sufrí para fortalecer su gloria en ese santo lugar... Una noche, al volver de una escaramuza en la que habíamos ensartado a más de un centenar de infieles, me enteré con dolor de que mi esposa, Sibila, había...

Su voz se quebró. Ya no tenía fuerzas para hablar. Pensando que ella debía de haber muerto, guardé silencio, pero Morgennes —que no tenía tantas prevenciones— preguntó:

—¿Había qué?

—¡Había partido! —Que Dios la tenga en su gloria —dije yo persignándome.

—Oh, sí, la tiene. Ese es el problema. Quiero que me la devolváis.

—¿Qué? Pero ¿cómo...?

—Sibila ha pronunciado los votos. Se ha hecho monja en el monasterio de San Lázaro de Betania. Quiero que la saquéis de allí.

—¿De modo que no ha muerto?

El gigante que conducía el tiro lanzó una brazada de leña al fuego, que crepitó alegremente.

—No, no del todo —continuó el conde—. Vive, junto a un rival al que no es posible dar muerte. Fui al Puy de Arras con intención de distraerme, pero fue inútil. Incluso la belleza de María de Champaña me dejó indiferente. Lo único que me emocionó un poco fue vuestro
Cligès
y el
Tristán e Iseo
de Béroul.

—¿Por qué no pedisteis a este último que os ayudara?

—Porque
Tristán
es vuestro, lo sé. Mi mujer estaba en el Puy cuando ganasteis el segundo premio, hace cuatro años... Vuestras palabras la emocionaron tanto que casi me arruiné para adquirirlas a través del superior de vuestra abadía.

—¿Conocéis al padre Poucet?

—Es uno de mis amigos... Si puedo llamar «amigo» a alguien que me ha recibido en confesión desde la infancia, aunque no me haya oído desde que abandoné Flandes... No os sorprendáis, pues, si os digo que os he hecho seguir desde Arras... No quería que dos personas de vuestro talento fueran encerradas bajo el pretexto de que determinado huevo no tenía yema...

—¿Y mi
Tristán
?

—Por desgracia, ya no lo tengo. Sibila se lo llevó consigo al convento. Por eso os necesito. Componed para mí una obra lo bastante conmovedora como para arrebatársela a Dios y hacer que vuelva conmigo. ¡Os cubriré de oro! ¡Os daré todo lo que queráis!

Uniendo el gesto a la palabra, revolvió en su limosnera y sacó un frasco.

—Tomad este frasco de la Santa Sangre de Nuestro Salvador, pagada a precio de oro a ese ladrón de Masada. ¡Es vuestra!

Tendí la mano para cogerlo, pero Morgennes me bajó el brazo.

—Una pregunta más. ¿Por qué no hacéis que vuestros hombres la rapten? Sois rico, tenéis relaciones, amigos poderosos, ¿por qué no ordenáis a algunos espadachines que penetren en el lugar, una noche, y os devuelvan a la elegida de vuestro corazón, de grado o por la fuerza?

—¿Creéis realmente que ese es el mejor medio para que ella me ame?

—¿Qué queréis exactamente? ¿Que os prefiera a Dios? ¿Estáis celoso?

—De ningún modo. Mi dulce Sibila, que siempre me fue fiel en cuerpo y alma, ha sido presa de la locura. En el curso de nuestro anterior viaje, la pasión la dominó. ¡La pasión por Dios! ¿Cómo luchar contra eso? ¿Quién podría hacerlo? ¡Nadie! Además, forzarla a abandonar su retiro la mataría. No quiero que eso ocurra.

Había hablado de un tirón, sin respirar. Se interrumpió un momento, y después de recuperar el aliento, continuó:

—Todo lo que deseo es ayudarla a que me ame de nuevo, no forzarla. Se trata de abrirle los ojos, no de arrancarle los párpados.

—¿Quién os dice que no los tiene abiertos ya? —prosiguió Morgennes.

El conde lanzó un suspiro.

—Sé que no ve. Se encuentra en la oscuridad. Llevadla a la luz, o hundidme a mí en la noche...

—¿Si lo he comprendido bien —pregunté—, es preciso que compongamos (que yo componga) una obra lo suficientemente conmovedora para incitarla a abandonar a Dios?

—Sí, es justamente eso —dijo el conde con voz temblorosa—. Es difícil, lo sé. Pero ¿es irrealizable para alguien con tanto talento?

—Si tengo talento es gracias a Dios. ¿Por qué iba a servirme de él para perjudicarle?

—¿Quién habla de perjudicarle? Lo único que deseo es que lo fascinéis a Él también, para que me deje recuperarla... ¿No podríais complacer a Dios? ¿Convencerle de que me devuelva a mi amada?

—No sé...

—Intentadlo. ¡Decid que sí!

Intercambié una mirada con Morgennes, que sonrió y me dijo:

—En lo que a mí respecta, quitarle una mujer a quien me quitó a mi padre, mi madre y mi hermana no es algo que me incomode...

Entonces, no sabiendo si cometía un sacrilegio o si, por el contrario, formaba parte de los designios de Dios invitarme a desafiarle para superarme a mí mismo, dije al conde:

—Acepto. Pero no olvidéis que incluso Orfeo fracasó.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando apareció mi Eurídice.

12

Tan bella era y tan bien formada que parecía una criatura

urgida de las manos del propio Dios, que había puesto en

ella todo su arte para asombrar al mundo entero.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Cligès

Dios me castigaba.

Porque yo también, a mi vez, amaría y no sería amado.

En el momento mismo en que acepté la propuesta del conde de Flandes, sentí lo que él sentía, y mi corazón se desgarró.

—Os presento a nuestro maestro de los secretos —dijo el misterioso joven—. Su nombre es Filomena.

—¡De modo que sois vos! —exclamé—. Esperaba que fuerais...

—Un hombre—dijo Morgennes.

Curiosamente, Filomena no respondió. Se contentó con saludarnos con una leve inclinación de cabeza, antes de ir a sentarse junto al conductor del tiro.

Aproveché el momento para observarla mejor y tratar de calmar el fuego que ardía en mi pecho. Sus cabellos rubios parecían un astro ante el cual el propio sol palidecía; sus pechos, dos delicadas perlas posadas sobre el coral de su busto; sus manos, dos orgullosos corceles de alabastro, ágiles y delicados. Su rostro imponía respeto, y sus ojos eran de nácar, de un color imposible de describir. Diez siglos no bastarían para describirla por entero. Porque si las palabras para lograrlo existían, me eran inaccesibles. Se me escapaban en el momento mismo en el que creía atraparlas. ¿Creía haber encontrado un adjetivo? Solo escribía banalidades. Y cuando un vocablo se dignaba por fin a surgir, la mayoría de las veces no era más que un inicio de sílaba, pues mi imaginación bogaba ya hacia otras orillas, cada vez más lejanas.

¡Filomena!

Todo lo que conseguía decir sobre ella era: «¡Oh milagro, oh maravilla, oh bendición!». Ciertamente la naturaleza había debido de trastocarse al crearla. Una belleza semejante no podía ser humana. Más que nunca en mi vida, me sentí impotente. Pues si el verbo de Dios no tenía límites, el mío tropezaba aquí con su primer obstáculo.

Y este obstáculo no parecía tener más palabras, ni más alma, que una estatua.

Volví los ojos hacia el conductor del tiro, quien, comparado con ella, era solo un esbozo tosco, un conjunto de círculos y líneas imperfectamente ajustados. Mientras cerraba los ojos para expulsar de mi retina la imagen del maestro de los secretos, oí al capitán del Dragón Blanco:

—Creo que ha llegado el momento de acabar las presentaciones; en primer lugar, este es Gargano, nuestro cochero.

—Buenas noches —ronroneó Gargano.

El mono encaramado a su hombro emitió un chillido, que Gargano nos tradujo:

—Frontín os da las buenas noches.

—Buenas noches —dijo Morgennes.

—Ya conocéis a Thierry de Alsacia, y a Filomena... En cuanto a mí, me llamo Nicéforo.

—Es un nombre griego —constaté.

—No tiene nada de extraño, ya que nací en Constantinopla. Y ahora, ¡que aproveche!

Pasaron varias semanas, durante las cuales avanzamos a buen ritmo hacia el sur. Morgennes estaba aprendiendo a representar un papel elegido para él por Nicéforo, que —según decía el griego— le encajaba de maravilla.

Morgennes, que soñaba con ser armado caballero, no veía ningún inconveniente en interpretar el papel de san Jorge, el más insigne caballero que había existido, famoso por haber matado a un dragón antes de sufrir martirio.

Yo pasaba la mayor parte del tiempo en la parte trasera del carro, viendo cómo el camino se perdía en la lejanía, y mi talento con él. Allí, sentado sobre un pequeño reborde, trabajaba sin cesar en una obra cuyo objetivo era seducir a Filomena y a Sibila. Sin embargo, no conseguía nada. Imposible componerla.

Perdía muchas horas mirando pasar la tierra bajo mis pies o acariciando a Cocotte, que ya no quería poner huevos.

«¿Por qué —me preguntaba— estoy paralizado hasta este punto? ¿Es por temor de ofender a Dios? ¡En absoluto! ¡Es porque no tengo mis libros, mis documentos; mis fuentes! Nunca he escrito a partir de nada... No es posible hacerlo. ¡Dios es el único que puede crear a partir del vacío!»

Desafiar a Dios, ¡ahí estaba el problema!

Y justamente eso era lo que nos disponíamos a hacer, ya que en respuesta al ingreso de su mujer en el monasterio, Thierry de Alsacia había replicado: «¡Chrétien de Troyes la sacará de aquí!».

Morgennes, por su parte, conservaba vivo en su corazón el recuerdo de las desgracias sufridas por su familia, y se había jurado que haría pagar sus crímenes a los culpables, aunque estuvieran protegidos por Dios.

—Si hay que ir al Paraíso, iré —decía a veces, medio en serio, medio en broma.

Sobre esa cuestión, mantenía numerosas discusiones con Gargano, que exclamaba con su voz de acentos cavernosos:

—¡En vuestro lugar, yo no pensaría en ello ni por un segundo! ¡Ir al Paraíso! ¡Robarle a Dios una de sus mujeres, pedirle cuentas! ¡Estáis loco! ¡No olvidéis nunca que la venganza es la ambrosía de los dioses, su plato favorito! Si se la han reservado, no es por casualidad. A sus ojos es demasiado preciosa para que unos simples mortales puedan tocarla, ni tan siquiera con la punta de los dedos. En vuestro lugar, yo lo olvidaría.

—¡Olvidar el amor! —se indignaba Thierry de Alsacia.

—¡Olvidar a la familia! —añadía Morgennes.

—Eso sería como olvidar a Dios —concluía yo, pensando en Filomena.

—Olvidadlo, olvidadlo —repetía Gargano, mientras pasaba un dedo por el pelaje de Frontín, su mono.

Aunque tal vez dijera «olvidado, olvidado», porque su mirada se vaciaba entonces de toda sustancia, como si él mismo hubiera vivido en otro tiempo algo que había olvidado y que lamentaba haber perdido... Uno ya no sabía si se lamentaba de ya no saber o si, por el contrario, nos animaba a imitarle.

En cuanto a Nicéforo, el griego guardaba silencio, pero sonreía distraídamente. A veces sus dedos corrían sobre alguno de los teclados de un órgano del que extraía sonidos que habrían hecho llorar a las Musas.

Era un órgano muy antiguo, que mandó fabricar en Bizancio, en el siglo VIII, el emperador Constantino Coprónimo para ofrecérselo a Pipino el Breve. En esa época hacía ya mucho tiempo que no había órganos en toda la cristiandad, porque los Padres de la Iglesia habían ordenado destruirlos, alegando que los instrumentos de música excitaban los espíritus y apartaban de Dios a los verdaderos creyentes. Este órgano era, por tanto, uno de los más antiguos que existían, y también uno de los más perfectos. Con su pedalero y su teclado con tiradores que se podían meter y sacar, permitía aislar los registros y variar las sonoridades de un modo único en el mundo.

Era un órgano espléndido, «del que solo Filomena conoce los secretos», afirmaba Nicéforo.

—Su padre, que lo había recibido de su propio padre, le enseñó a conservarlo. Ahora que su padre ha muerto, Filomena es la única que posee estos conocimientos. Por eso es tan valiosa para mí...

Una tarde en la que nos acercábamos a las orillas del Pontus Euxinus, con el aire saturado del perfume de los olivos, Morgennes vino a sentarse a mi lado y me dijo:


Monachus in claustro non valet ova duo; sed quando est extra, bene valet triginta.

—«Apenas un par de huevos vale un monje en la clausura; mas si sale al exterior, hasta a treinta aumenta su valor» —traduje—. Lo sé. Debería alegrarme, ser feliz...

—Yo puedo ayudarte, si quieres...

—Incluso Cocotte está enferma. Desde Arras no ha puesto un huevo.

—¿Se sentirá culpable?

—No, no. Es culpa mía, lo sé.

—¿Realmente no hay nada que pueda hacer para animarte?

—Si pudieras... Pero no, creo que no existe ningún remedio para el mal que sufro.

—¿Porque amas y no eres correspondido?

—¿De modo que lo sabes?

—Sí... ¿Por qué no ibas a hablar de lo que amas?

—¿Y de lo que me hace sufrir?

—Si ese es el caso, dilo.

—De Amor, que me ha arrancado de mí mismo, y no quiere retenerme a su servicio. Y sufro hasta tal punto que consiento que imponga este duro sacrificio...

—¡Ves, ya es un principio!

Me encogí de hombros.

—Es un principio de nada... Todo me es indiferente. Incluso los paisajes...

No me preguntéis, pues, por qué no hablo de las ciudades que atravesamos. Os diré solo que partimos justo después del fin de la cosecha, cuando el vientre repleto de las granjas tenía con qué aliviar el voraz apetito de nuestra caravana.

Tampoco os hablaré de las gentes con las que nos cruzamos, ni de las ruinas de Grecia, ni de los rudos combates que libraba

Manuel Comneno en los Balcanes. Ni me referiré a los manjares, vinos, tormentas y fuertes calores, ni a los olores y los sonidos. Podría hacerlo, pero no lo haré. Me contentaré con deciros que si Godofredo de Bouillon había tardado cerca de cuatro meses en llegar a Constantinopla con su ejército, nosotros hicimos el trayecto en la mitad de tiempo.

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