La espada de San Jorge (13 page)

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Authors: David Camus

—¡Qué espectáculo!

—¡Realmente, lo nunca visto!

El patriarca de Jerusalén apretaba los puños. Aquello no tenía nada que ver con las artes que él apreciaba, aquellas que autorizaba a representar en el interior del Santo Sepulcro y que mostraban la Pasión o el nacimiento de Cristo.

—¡Cuidado!

Una pata del tamaño de un tronco de árbol se abatió sobre el centro de la cueva e hizo temblar la sala.

—¡Mirad! ¡Ahí!

Resbalando a lo largo del miembro anterior del dragón, Morgennes volvió al escenario y se puso a buscar un arma: una piedra, una roca.

En ese momento, Amaury empuñó el estandarte real, que sostenía aún su condestable, y se lo lanzó a Morgennes mientras gritaba:

—¡San Jorge, t-t-toma esto!

Morgennes lo sujetó y apenas tuvo tiempo de agradecer su gesto al rey con una inclinación de cabeza, porque el dragón ya se disponía a atacar de nuevo. ¡Garras, garras y colmillos afilados! ¡Una dentellada a la derecha con el cuello, una patada a la izquierda! Morgennes paró cada uno de los golpes que descargaba contra él el dragón y rodó bajo su vientre.

Muy pronto, la hermosa enseña de Jerusalén quedó hecha jirones. Luego, Morgennes dobló una de sus rodillas. Su pecho se elevaba a sacudidas. Le costaba respirar. El violento palpitar de la sangre en sus sienes era como un repique de campanas. ¿Había llegado el final? La otra rodilla cedió también... Estaba a punto de ser derrotado. Nadie podía vencer al universo, nadie tenía la menor posibilidad de batirle. Y entonces una voz surgió del fondo de la cueva.

Una voz femenina.

—¿Quién anda ahí?

Una mujer, vestida completamente de blanco, apareció en el extremo de la gruta. Llevaba un velo sobre el rostro, de modo que no se veía si era hermosa o fea. Por su voz, solo podía saberse que era joven y distinguida.

Debía de ser la princesa.

—¡He venido para salvaros! —le gritó Morgennes.

Levantó la cabeza justo a tiempo para ver cómo el dragón iniciaba su última carga.

Morgennes empuñó la lanza, clavó la base en el suelo y la sostuvo con la punta hacia arriba. Murmuró un padrenuestro y clavó la mirada en lo que sería su gloria o su perdición.

El gran dragón se dejó caer sobre Morgennes, y san Jorge desapareció, aplastado. El impacto fue tan violento que toda la sala tembló. Un verdadero terremoto. ¿Y ahora? ¿Era el final?

¿Había muerto la diabólica criatura? ¿Y san Jorge con ella?

No. Aún no había terminado.

Porque el dragón empezó a agitarse, como atacado por la fiebre. Girando de lado, mostró su lomo a la multitud. Job tenía razón! ¡Era una auténtica hilera de escudos, imposible de penetrar! Un murmullo se alzó entre el público...

—¿Y san Jorge?

—¡Aquí está!

Un río de sangre surgió de entre los omóplatos del gran dragón y salpicó la sala. Como Atenea saliendo de su padre equipada con todas sus armas, Morgennes emergió con un grito prodigioso y levantó su lanza.

¡Había vencido! ¡Bendito fuera el todopoderoso Dios de los ejércitos!

Pero en la sala reinaba el silencio. Nadie se atrevía a gritar, por miedo a que todo empezara de nuevo. Todos retenían el aliento; la explosión de júbilo, unánime, no resonó hasta el momento en que el dragón dejó escapar un sonoro pedo, seguido de un olor a col.

—¡Victoria!

La nobleza aplaudió a rabiar, e incluso Thierry de Alsacia, hasta entonces cariacontecido, dio rienda suelta a su alegría.

—¡Viva san Jorge! —gritó.

Morgennes saludó al público, hizo algunas reverencias y se llevó la mano al corazón. Parecía agotado, pero feliz. Las ropas, la barba y los cabellos estaban empapados de una sangre de color rojo oscuro y apenas se distinguía su rosada carne.

Entonces, mientras la princesa corría hacia él para dejarse abrazar, subí al escenario y me dirigí a la multitud:

—Así, la sangre fue pagada con la sangre y los golpes respondieron a los golpes. Dos fuerzas, dos potencias, se han enfrentado, y no ha sido la más voluminosa la que ha salido victoriosa. Porque una estaba guiada por Dios, y la otra por Satán...

—Es muy cierto —gritó Amaury, que estaba encantado con el espectáculo que había presenciado.

Devolví la mirada al rey, satisfecho de que el misterio representado le hubiera complacido. En general, yo tenía una pobre opinión de los que se ganan la vida recitando ante los poderosos; pero este rey era una excepción. Este rex bellatore, este rey guerrero, había querido que representaran para él el más formidable combate llevado a cabo por un soldado cristiano, y yo se lo había ofrecido. Con la complicidad, es cierto, de toda la Compañía del Dragón Blanco, y en particular de Filomena... Por otra parte, no solo habíamos representado nuestro espectáculo para Amaury. Lo habíamos hecho también contra la muerte y la tristeza. Para que el rey olvidara, aunque solo fuera el rato que dura una obra, el fallecimiento de su hermano. Y para que Thierry de Alsacia olvidara también a Sibila y su sufrimiento.

—¡Esta aventura —continué— proporcionará tanto renombre a san Jorge que en adelante será tenido por el mejor caballero del mundo y de todas partes vendrán a honrarlo!

—¡Viva!

—¡San Jorge!

Realmente me sentía feliz. Sí. Había ganado mi apuesta de mantener a la muerte a raya... Lástima que en Jerusalén no hubiera concursos de poesía como en Arras. «Vaya, y ahora que lo pienso, ¿dónde está Thierry de Alsacia? No le veo por ninguna parte...» Aprovechando un breve reflujo en la tormenta de aplausos, precisé: «Y aquí acaba el cuento...». Y abandoné el escenario.

Me sentía inquieto. ¿Dónde se habría metido el conde de Flandes?

Apenas había puesto el pie fuera de la cueva, cuando el rubicundo Amaury me abrazó. El rey estaba tan gordo que desaparecí entre los pliegues de su grasa, y sentí sobre mi pecho la presión de sus voluminosos senos.

—A fe mía que tengo que recompensar a cada uno de los miembros de vuestra c-c-compañía —me dijo Amaury—. ¡P-p-pídeme lo que quieras!

—Bien —dije—, si me atreviera a...

—¡Atrévete! Te lo ordeno.

—Me apasionan los textos y las obras de todos los géneros... ¿No podría consultar vuestros libros? ¿Entrar en vuestras bibliotecas?

—¿Nuestros libros? Pero ¿p-p-para qué?

—No solo los vuestros —precisé—, sino los de todo vuestro reino. Yo pongo en romance cuentos de aventuras, y me es muy útil rodearme de los mejores autores, para inspirarme en ellos...

—Ya veo. No es complicado. —Amaury se volvió hacia el canónigo de Acre y le ordenó—: Guillermo, muestra nuestros manuscritos a este buen monje.

—¿Todos?

—Sí, incluidos los que mantienes a salvo de miradas indiscretas...

—Se hará como deseáis, sire —dijo Guillermo.

—¿Y tú? ¿Qué quieres? —preguntó Amaury a Nicéforo.

—¿Yo? Nada. Solo vuestro éxito...

—¿Es decir...? P-p-perdóname, joven amigo, pero desconfío de los que quieren mi bien.

—Sin embargo, majestad, eso es justamente lo que más deseo: vuestro bien.

—¿Cuál? ¿El que significará unir Egipto al reino, o bien el de verme en los b-b-brazos de una mujer?

—Ambos, amado rey —concluyó Nicéforo con una sonrisa enigmática.

—Bien, haré t-t-todo lo que esté en mi mano por satisfacerte. Y tú, mi buen, emm..., soldado, monje, comediante... En fin, tú, el del cráneo más o menos tonsurado, ¿qué deseas?

La pregunta iba dirigida a Morgennes, que se tomó tanto tiempo para responder que todos los que estaban a su alrededor se impacientaron.

—¿Y bien? —dijo el rey—. ¿Tan complicado es?

—Sire, por favor —dijo Morgennes—. ¡Hacedme caballero!

—¿Caballero? ¿Pero por qué d-d-demonios un clérigo que ronda la treintena querría hacerse caballero?

—Tengo mis razones —dijo Morgennes—. Por otra parte, solo tengo veinticuatro años.

—¡Entonces tenemos casi la misma edad! Pero eso no te hace más digno de llevar las armas... ¿Has sido ya el escudero de alguien?

—Nunca.

—¿Y tu linaje? ¿Es noble acaso?

—Lo ignoro, majestad.

—Probablemente no, entonces. Porque unos orígenes nobles no se olvidan. ¡Se proclaman!

Amaury se apartó de Morgennes, dejó en el suelo a uno de sus bassets y se alejó mascullando:

—P-p-problema solucionado...

—Pero sire...

El rey se detuvo, encendido de cólera:

—Escucha, tal vez tu p-p-padre fuera un caballero, y en ese caso, en virtud de las normas en uso entre nosotros, tienes hasta los t-t-treinta años para ser armado caballero tú también. Después de lo cual, volverás a convertirte en un rusticus. O dicho de otro modo, en un desharrapado, un destripaterrones...

Algunos hombres rieron burlonamente. Pero Amaury les ordenó callar.

—¡Un campesino! Tenemos necesidad de ellos...

—¡Sire —insistió Morgennes—, ponedme a prueba, y veréis que merezco ser armado!

—Cualquier otro, en tu lugar, ya habría renunciado. Escucha, tu d-d-determinación me complace, pero no se p-p-puede cambiar el hecho de que nunca has sido escudero y de que t-t-tus orígenes son, como mínimo, dudosos. De modo que te p-p-propongo esto: ¡el día que mates a un auténtico d-d-dragón, con escamas, g-g-garras y fuego, ese día te armaré caballero!

—¡Sire, es un gran honor! —se lo agradeció Morgennes.

Dirigiéndose a su corte, Amaury declaró:

—Vosotros sois testigos. ¡Si este individuo me trae la prueba de que ha matado a un d-d-dragón, le armaré caballero al momento!

Algunos rieron. Otros no. A decir verdad, nadie sabía si los dragones existían. Había rumores que afirmaban que en Egipto se encontraban serpientes tan enormes que tal vez habían sido concebidas por dragones.

—Si su alteza me lo permite —intervino entonces el senescal de Amaury—, para matar a una criatura como esa hay que estar bien equipado... Este hombre no puede partir a la aventura enfundado en una armadura de tela y armado con una espada de madera... Necesita una buena y recia coraza y una espada de buen metal.

—¿Qué propones? —preguntó el rey.

—Me han informado de que Sagremor el Insumiso, ese caballero que os faltó al respeto hace poco, se encuentra por aquí... Su armadura tiene una magnífica corladura y su espada está bien bruñida. Tal vez aceptaría separarse de ellas para dárselas a Morgennes, si este las reclamara cortésmente.

—Extraña idea —dijo Amaury—. Pero, después de todo, ¿quien dice «caballero» no dice también «p-p-pruebas»?

El rey se volvió hacia Morgennes, que mantenía la cabeza humildemente baja, y sentenció:

—T-t-te autorizo a ir a ver a Sagremor el Insumiso. Lo reconocerás por su armadura corlada. Le dirás que te he autorizado a c-c-coger sus armas...

—Iré sin demora —dijo Morgennes antes de salir.

Mientras el rey se disponía a preguntar a Gargano y a Filomena lo que deseaban en recompensa por su éxito, yo salí a buscar a Thierry de Alsacia, cuya desaparición me inquietaba cada vez más.

La atmósfera asfixiante que reinaba en el interior de la sala donde se había desarrollado el espectáculo dio paso al agradable frescor del mes de febrero hierosolimitano. En el patio de la ciudadela de David se apretujaba una multitud tan densa que no se podía dar un paso. Todo tipo de gentes, villanos y nobles, laicos y religiosos, se abrían paso a codazos para ver al nuevo rey. Entre ellos, Morgennes divisó una mancha rojiza que se desplazaba sobre un caballo blanco y se dirigió hacia ella.

—¡Eh, vos!

El hombre que llevaba la armadura rojiza se volvió hacia Morgennes:

—¿Qué quieres? —gritó.

—¡Vuestra armadura, y también vuestra espada, si no tenéis inconveniente!

—¿Y si lo tengo?

—¡Las necesito!

—¡Ven a buscarlas!

El caballero espoleó a su montura y la lanzó a través de la multitud sin preocuparse por evitarla. Un muchacho que no había tenido tiempo de apartarse, habría sido pisoteado por los cascos del caballo si un hombre no se hubiera lanzado sobre él para ponerle a salvo.

Mientras tanto, Morgennes se había plantado con firmeza sobre sus pies, había apretado los puños y no perdía de vista la cabeza del corcel. Cuando el caballo estaba ya a punto de derribarlo con su pecho, giró sobre sí mismo y le lanzó un vigoroso puñetazo en la frente. El semental acusó el golpe, se balanceó durante una fracción de segundo y luego se derrumbó sobre las losas del patio, inconsciente.

El caballero, caído en el suelo, estalló de rabia.

Morgennes le dio tiempo a levantarse, bajo las miradas estupefactas de los espectadores.

—¡Sacrilegio! —aulló su oponente incorporándose—. ¡Esa no es forma de pelear entre hombres! ¡Saca tu arma!

El caballero desenvainó su espada y estuvo a punto de cortarle la cabeza, pero Morgennes había retrocedido justo a tiempo, de modo que el arma solo le hizo un pequeño corte en la garganta.

—¡Bribón! —gritó el Caballero Bermejo—. ¡Espera y verás!

La multitud había formado un círculo en torno a ellos, sorprendida por este combate que enfrentaba a un caballero aguerrido, equipado con una soberbia espada, con un villano cuya armadura estaba hecha de tela basta y cuya única arma eran sus puños.

—¡Guardias! —gritó alguien.

—¡Detenedlos! —gritó otro.

Pero el senescal de Amaury llegó justo a tiempo para decir:

—¡No os mezcléis en esto! Que la derrota del uno confirme la victoria del otro. ¡Y hasta entonces, golpes, sudor y sangre!

Morgennes observó a su adversario, buscando un punto flaco. Aparentemente no había ninguno, excepto la cabeza, que llevaba descubierta. De modo que esperó a que el Caballero Bermejo levantara su pesada espada en el aire para lanzarse contra él. Allí, pegado a su enemigo, estaría a salvo de los golpes, ya que para descargarlos necesitaba mucho más espacio del que él le concedía. Pero no por nada Sagremor era conocido como «el Insumiso», y cuando Morgennes se encontró debajo de él, en lugar de golpearle con la hoja de su espada, le descargó la empuñadura contra el cráneo. Morgennes retrocedió, aturdido, sujetándose la cabeza con las manos y lanzando gemidos de dolor. Tenía que reaccionar rápidamente, porque la espada de Sagremor volvía a alzarse hacia el cielo, y esta vez el filo no erraría el objetivo. Contando con que su enemigo no esperaría que repitiera la misma maniobra, Morgennes se lanzó de nuevo contra el caballero, lo sujetó por la cintura y lo levantó en el aire para hacerle bascular hacia atrás. Sagremor se vio obligado a soltar su arma, que chocó con gran estrépito contra el suelo.

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