La espada de San Jorge (17 page)

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Authors: David Camus

Meditando esta frase, pasó la mano sobre sus heridas en el vientre y el brazo. Los médicos del Krak le habían cuidado bien; le habían aplicado una mezcla de hierbas y fango.

Después de haberle arrestado, los templarios habían escoltado a Morgennes hasta la cima del Yebel al-Teladj, hasta el Krak de los Caballeros. En esa época (en 1163), la fortaleza estaba rodeada de una única muralla exterior, flanqueada por torres rectangulares. Una modesta capilla, un patio y un pequeño castillo formaban el Krak, que monjes caballeros estaban reforzando con una segunda muralla en forma de triángulo.

—Estará terminada dentro de un año —explicó a Morgennes Keu de Chènevière, el joven hospitalario que se había encargado de acompañarle primero a la enfermería y luego a la gran sala—. Cuando esté acabada, esta plaza fuerte será realmente inexpugnable. Lejos de los hombres, como Dios, y sin embargo, como Él, velando permanentemente por ellos.

—Magnífico —había dicho Morgennes, admirando los andamiajes donde trabajaban obreros con turbantes.

Pero aquel no era momento para visitas. Entre los numerosos bandos que estaban presentes en el Krak —templarios, laicos, bizantinos y, naturalmente, hospitalarios—, eran muchos los que pensaban que el comportamiento de Morgennes, más que de heroico, debía tacharse de sacrílego.

—¡No tiene nada que ver con la victoria de hoy!

—¡Ha tratado de engañarnos!

—¡De hacerse pasar por san Jorge!

—¡Es un usurpador! ¡Un comediante!

—¡Peor, un judío tal vez!

—No, no, no es eso... —les tranquilizaba Colomán, el maestros de las milicias de Constantinopla—. Sencillamente, es astuto como una raposa. ¡Tanto, por otra parte, que no me sorprendería si un día le eligieran Papa!

Miradas cargadas de ira se volvieron hacia él, y la tensión aumentó. Los cristianos de Roma y los de Constantinopla estaban siempre dispuestos a saltarse al cuello cuando se trataba de determinar quién de entre ellos era el digno heredero de Jesucristo. El prudente Raimundo de Trípoli, el conde del pequeño estado del mismo nombre, intervino para cortar en seco la discusión.

—Miremos las cosas de frente —dijo simplemente—. Este hombre, Morgennes, no nos ha perjudicado de ningún modo. ¿Debemos agradecerle a él la derrota del ejército de Nur al-Din?

—¡No, no, a nosotros! —vociferó Galet el Calvo.

—¿O bien a la intervención de nuestros amigos del Temple y de Constantinopla? —prosiguió imperturbable Trípoli, insistiendo en este último término.

—¡A nosotros, a nosotros! —tronó Dodin el Salvaje para apoyar las declaraciones del precedente templario, que resultaba ser su superior.

—No —dijo Raimundo—. Os engañáis. ¿Acaso habéis olvidado lo que está escrito aquí?

Y con el dedo señaló la famosa inscripción grabada en la columna de la gran sala.

—Vamos, vamos. Sabéis que es a Dios, y solo a él, a quien debemos esta victoria.

—Y también se debe a Dios, supongo, que este usurpador haya sobrevivido a no sé cuántas flechas, sablazos y lanzadas. ¿O es al otro?

—¿Por qué no se lo preguntáis vos mismo? —dijo Keu de Chènevière, a quien había impresionado la proeza de Morgennes y que creía su relato.

—¡Ve! —ordenó Galet el Calvo a uno de sus subordinados.

Dodin el Salvaje, el templario que tanto había vituperado a Morgennes hacía un momento, se acercó a él y le gritó a la cara:

—¡
Vade retro Satanas
! ¡Si eres de Dios, permanece con nosotros! ¡Pero si eres del Otro, vete!

Morgennes conservó la calma, y permaneció imperturbable. En realidad toda aquella agitación le aburría un poco. Pero al mismo tiempo le intrigaba y tenía ganas de saber cómo acabaría todo.

—Ya veis —dijo Raimundo— que está con nosotros. No tenéis por qué inquietaros.

—¡No es normal que haya sobrevivido! ¡Nadie, nadie os digo, puede pasar por semejante diluvio de golpes y salir vivo! Y dado que no es san Jorge, tiene que haber una explicación. Dejad que le plante mi daga en el cuerpo; si es del Diablo, no morirá.

Dodin el Salvaje se llevó la mano a la daga que tenía en la cintura; pero, una vez más, Colomán (el bizantino) intervino.

—Interroguémosle primero —dijo aprisionando la mano del templario en la suya—. No me gustan demasiado vuestros métodos; nos privarían de un excelente soldado si os dejáramos continuar.

Raimundo de Trípoli tosió discretamente y se acercó a Morgennes para interrogarle.

—¡Dinos cómo conseguiste sobrevivir! ¿Llevas sobre el pecho uno de esos pentáculos que los musulmanes trazan en el suyo y que les protegen de todo?

—No, y es fácil de probar —respondió Morgennes levantándose la camisa para mostrarles el torso, virgen de toda inscripción.

—Entonces, ¿conoces alguna fórmula mágica que desvíe las flechas y te mantenga a resguardo de los golpes?

—Es verdad, en efecto, que el superior de mi abadía me enseñó una oración de este tipo, que recité a lo largo de todo el combate. Sin embargo...

Morgennes, que había posado la mirada en la daga que Dodin el Salvaje llevaba al costado, bajó la voz hasta callarse.

—¿Sin embargo? —inquirió Raimundo de Trípoli.

—Sin embargo —prosiguió Morgennes—, más bien creo que tuve suerte. Y que san Jorge y Dios no me abandonaron.

—¡Eres del Diablo! —bramó Galet el Calvo—. ¡Vamos, abrid los ojos! —dijo a los presentes—. ¡Es evidente! ¿No veis que os tiene cautivados con sus hechizos?

—No —dijo Keu de Chènevière—. No lo vemos. Porque no es ese el caso.

La tensión había llegado al límite. Morgennes se preguntaba por qué Galet el Calvo y Dodin el Salvaje mostraban tanto encono contra él, y luego recordó que los había visto, en Jerusalén, en compañía de Sagremor el Insumiso. Parecían buenos amigos.

Además, Dodin el Salvaje no quería que se dijera de los templarios: «No fueron ellos quienes salvaron el Krak. ¡Fue ese individuo, Morgennes, que ni siquiera es un caballero!».

El silencio era tan pesado que decidí intervenir. Desde el hogar donde me calentaba las manos, pronuncié:


Omnia orta cadunt
...

—¿Perdón? —dijo Galet el Calvo.

—Todo lo que nace debe morir —tradujo Colomán en tono impasible.

—Si no está muerto —añadí—, es que no había llegado su hora...

—¡Basta! —gritó una vez más Galet el Calvo.

—¡Y vos —dijo Raimundo de Trípoli—, dejad de destrozarnos los oídos con vuestros aullidos! Tal vez estemos en una ciudadela, pero también es un edificio religioso. De modo que un poco de contención.

Por toda respuesta, Galet el Calvo escupió en la paja.

—¿Y bien? ¿Realmente he dicho algo tan increíble? —añadí—. ¿No decide Dios sobre todo? ¿Tanto sobre el momento de nuestro nacimiento como sobre el de nuestra muerte? Si Morgennes todavía está con vida, es simplemente porque Dios lo ha decidido así. Dejad de ver milagros donde no los hay...

Y acercándome a Morgennes, proseguí mi alegato:

—No queréis a este hombre en vuestra orden —dije a los templarios—. Pues bien, nadie os obliga a aceptarlo. Y vosotros —dije luego a los hospitalarios—, ¿dudáis en aceptarlo entre los vuestros?

—Es que no es un noble —argumentó uno de los hospitalarios—. Tal vez entre los cuerpos francos, nuestros turcópolos...

—Pero entonces, si hay que luchar por dinero, mejor elegir a quien pague mejor —precisé yo.

—¡Y en este caso soy yo! —dijo Colomán—. Vamos —añadió dirigiéndose a Keu de Chènevière y a Galet el Calvo—, permitidme que os compense con una donación a vuestras órdenes, y que no se hable más. Llevaré a Morgennes a mi academia para enseñarle el oficio de las armas en el país del primero de todos los caballeros: Alejandro Magno. ¡Y convertiré al hombre que derrotó él solo al ejército de Nur al-Din en el más grande de todos ellos!

—No fue él quien puso en fuga a Nur al-Din —bramó Galet el Calvo—. Si el sultán huyó fue porque llegamos nosotros, no porque tuviera delante a un pobre desgraciado con la túnica ensangrentada... ¡Por otra parte, es a mí a quien debemos este éxito, y no a este individuo!

—Pruébalo —le espetó Raimundo de Trípoli.

Entonces Galet mostró a la asamblea la babucha de Nur al-Din, que poco antes le había entregado Dodin el Salvaje. Todos la miraron con estupefacción. Morgennes, por su parte, estaba a punto de estallar y de sacar a la luz la ignominia de esos canallas que se habían atrevido a tratarle de usurpador; pero no tenía ningún medio de probar lo que iba a declarar, y sus únicos testigos eran todos templarios. Además, sabía que actuar de aquel modo no contribuiría en absoluto a mejorar su situación. Al contrario. Los templarios necesitaban a los hospitalarios, y a la inversa. Y sobre todo aquí, en esta región alejada del centro del reino y a solo unos días de Damasco, la capital de Siria, que había conquistado Nur al-Din. ¿De todos modos, quién le creería? Su palabra no valía nada. Él no era más que un trovador. Un monje sin importancia... Frente a aquellos dos templarios y a todos estos hospitalarios, la prudencia aconsejaba guardar silencio y esperar a que llegara su hora. De manera que Morgennes se abstuvo de realizar ningún comentario. Se tragó su cólera, y recordó las palabras del sabio Guillermo: «Que se olviden de vos. Haceos un nombre en el extranjero».

Para el Caballero de la Gallina había llegado el momento de cambiar de gallinero. El de Constantinopla parecía interesante. Pasó revista a sus últimos años. Su infancia, sus años de estudio en la abadía de Saint-Pierre de Beauvais, sus viajes con Chrétien de Troyes, el concurso del Puy de Arras y el encuentro con la compañía del Dragón Blanco, y luego los meses pasados en Jerusalén, en la comendaduría de los hospitalarios... Todo eso ya había acabado. Necesitaba convertirse en otro hombre. Un hombre parecido al Krak de los Caballeros. Una fortaleza de la fe, un centinela.

Luego volvería.

Cuando comprendió esto, y como si Dios le hubiera aprobado, Morgennes vio cómo Colomán apartaba su mano de la de Dodin el Salvaje, y distinguió por fin la daga con la que ese maldito templario había querido atacarle.

Era la misericordia de su padre.

Capítulo III

¡Mercenario!

20

Nuestros libros nos han enseñado que en Grecia reinó

primero el prestigio de la caballería y de la cultura.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Cligès

—¿Y ahora? —preguntó el general megaduque Colomán (uno de los hombres más poderosos del Imperio)—. ¿Cómo os sentís?

—Tengo mucha hambre —respondió Morgennes, al que solo habían ofrecido un insípido caldo en el Krak de los Caballeros.

Entonces, riendo como solo ríen los ogros, con una risa abierta y atronadora, Colomán declaró:

—Prometo darte de comer hasta hacerte olvidar el significado de la palabra «hambre».

—Será difícil, porque aunque tenga mucha hambre, siempre tengo más memoria que apetito.

—Confía en mí.

Su palacio daba a las orillas del Bósforo. Había sido construido con una piedra rosa que cambiaba de color con la luz. Así, mientras durante la noche resplandecía con el brillo de una perla en medio de un desierto, durante el día se adornaba de malva, lo que hacía que pareciese lleno de dulzura; cuando, en realidad, era todo lo contrario.

En el interior del palacio resonaban gritos, que innumerables pasillos y una increíble cantidad de puertas forradas de metal no lograban ahogar. ¿Qué tipo de gritos? Todos los que puedan imaginarse. Gritos de placer, durante las orgías a las que Colomán invitaba a cortesanas para saciar la lujuria de sus mercenarios. Aullidos de dolor, cuando los esclavos eran azotados hasta sangrar por haber olvidado sonreír o haber volcado una copa. Clamores de soldados ejercitándose, restallido de los látigos sobre las armaduras o la piel. Sollozos, gemidos, cuando la muerte por agotamiento parecía el único final posible al penoso entrenamiento de los reclutas. Y sobre todo, más que ningún otro ruido, el del impacto del metal contra el metal, espadas chocando con estruendo contra un escudo, mazas contra un peto; flechas, lanzas, hundiéndose en la tela, en la carne o en la madera de una diana.

¡Estábamos en el reino de Satán!

—Es el diablo en persona —susurré al oído de Morgennes—. Este tipo me da mala espina. Mírale, con su cabello negro, los labios pintados de rojo, las cejas hirsutas, esos pelos que le salen de la espalda, los caninos como cuchillos... ¡Y qué me dices de sus orejas! ¿No son puntiagudas y afiladas como las de los lobos? Y además, ¿no te parece extraño que siempre esté riendo, que siempre esté de buen humor?

—¿Tú crees que Dios es triste? —preguntó Morgennes.

—No, no he dicho eso. Pero tengo miedo.

—No te preocupes...

Colomán empujó con las dos manos una doble puerta maciza, que daba a una terraza colgada sobre el Bósforo. Allí, sobre mesas de mármol, a la luz de los antorcheros de oro, habían servido un fabuloso festín.

—¡Que aproveche! —nos dijo Colomán—. Lo siento, no me quedo, tengo cosas que hacer. Pero bebed, bebed, porque como decimos aquí: «¡Las ideas negras se aclaran con un buen vino!».

Nos dejó allí, en compañía de numerosas esclavas apenas núbiles y ligeras de ropa, que se esforzaron en servirnos lo mejor posible. Aquello fue una sucesión de terneros, vacas, bueyes, becerros, corderos, ovejas, ensartados en espetones o servidos en tajadas tan gruesas como el puño de Colomán; gordas marranas y pequeños lechones rellenos de aceitunas y alcaparras; jorobas de camello bañadas en aceite de sésamo, seguidos de un bosque de setas y de codornices, perdigones, faisanes, conejos, liebres, puerco espines, y todo tipo de animales de caza —ciervos, corzos, cabras montesas y gamos, sin olvidar a los jabalíes—. Cuando la carne desapareció de la mesa, nos ofrecieron diversos alcoholes y digestivos, y un nuevo diluvio de manjares se abatió sobre nuestras panzas y gaznates. Luego llegó un océano de pescados —sardinas, bremas, lubinas, atunes, merluzas, mújoles, angelotes (una especie de tiburón traído de Francia), rayas, doradas— y de crustáceos (os ahorro la lista), que nos sirvieron sin caparazón, espinas ni escamas, y con algas a modo de acompañamiento. Creía que ya habíamos acabado, cuando nos trajeron gran cantidad de embutidos, con esta sorprendente explicación:

—Para ayudaros a digerir.

Entre las longanizas, salchichones y salchichas, había una larga morcilla negra con un sabor bastante fuerte, que era deliciosa.

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