La espada de San Jorge (18 page)

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Authors: David Camus

—¡Es magnífico! —se entusiasmó Morgennes.

—¡Sí! ¿Qué es? —pregunté.

—Es el rabo de un toro, puesto a secar con especias durante tres años y tres días y luego bañado en miel —me respondió una joven esclava, con una hermosa tez cobriza y unos ojos de un azul hechizador.

Pero la comida no había terminado. Porque después del embutido llegaron los patés, las terrinas, las tortas, las empanadas y los pastelillos, con los que nos deleitamos más allá de lo razonable.

—No sabía que tenía un estómago tan grande —dijo Morgennes.

—Estamos violando al menos uno de los diez mandamientos —añadí—. Aquí hay algo que no va como debería, lo juraría...

—Tienes razón.

Al mirar hacia el otro lado de la terraza, vi el mar que rompía contra las costas bajas, salpicadas de árboles, y que entraba en los puertos atestados de embarcaciones, rodeados por altas murallas.

—¡Cocotte! —dijo de pronto Morgennes.

—¿Qué pasa con Cocotte? —pregunté.

—¡Ha desaparecido!

—¿Bromeas?

—No. ¡Espero que no nos la hayamos comido!

Y se lanzó hacia el interior del palacio.

—¡Cocotte! ¡Cocotte!

Abandonando a regañadientes aquel festín, salí tras él.

Con el vientre lleno, pedorreando sin cesar, rodando más que caminando, meando contra las paredes y vomitando en los rincones, pasamos por un verdadero infierno para seguir avanzando a pesar de todo.

—¡Nos ha envenenado! —le dije a Morgennes.

—¡En absoluto! ¡Somos nosotros los que nos hemos atiborrado como cerdos!

En el palacio de Colomán había tal sucesión de pasillos y habitaciones que me entraron náuseas —me recordaba los innumerables platos que acabábamos de devorar, cuya simple evocación me producía mareos—. La mayoría de aquellas salas no tenían muebles, excepto, a veces, un diván, donde roncaban esclavos atiborrados de vino. Cuando tratábamos de despertar a uno de esos durmientes, nos mandaba a paseo y volvía a hundirse en un profundo sueño.

Por fin hicimos un descubrimiento de lo más interesante:

—¡Allí, mira! —dijo Morgennes.

Había una pluma rojiza, en medio de una alfombra con un motivo oriental.

—¿Quién nos dice que es de Cocotte?

—Yo.

Después de recogerla, volvió la mirada hacia una puerta dé la que escapaban aromas de pollo asado.

—¡Qué horror! —dije—. ¡Me niego a entrar ahí!

—¡Haz un esfuerzo, sígueme!

La puerta daba a una escalera de caracol que se hundía en las entrañas del palacio, de donde se oían unos ruidos amortiguados.

—¡Por los dioses! —suspiró Morgennes—. ¡Tengo una migraña espantosa! Es como si las campanas del mundo entero se hubieran dado cita en mi cráneo.

—¡Pues el mío es como la obra de Santa Sofía!

Yo estaba convencido de que habíamos sido víctimas de un sortilegio. Pero ¿cuál? ¿Y por qué? La respuesta debía encontrarse forzosamente en algún lugar cerca de las cocinas, donde acabábamos de entrar. Un maestro cocinero con el cráneo rasurado, vestido de blanco, estaba orgullosamente plantado en el centro de la antecocina. Llevaba a modo de condecoraciones, sujetas a su delantal, mechador, tenedor, trinchante, picador de carne y todo lo que constituye el utillaje de un honrado maestro del gremio. Detrás de él se afanaba un ejército de cocineros, rustidores, marmitones, pinches, aprendices y lavaplatos, equipados con espetones, trapos, calderos, escobas, cucharas, cucharones, batidores, espumaderas, escurrideras y otros mil utensilios.

Extrañamente, no había ni una sola mujer, como si las cocinas estuvieran prohibidas para ellas.

—Si esto no es el infierno, se le parece mucho —observó Morgennes.

Chorros de vapor ascendían silbando hacia las altas bóvedas, inundándolas de humo. Lenguas de fuego lamían los muros o resplandecían en fosas bajo nuestros pies. Hacía tanto calor que grandes gotas de sudor nos resbalaban por la piel. Y los marmitones, que no dejaban de recibir órdenes y patadas en el culo, corrían de un lado para otro azorados, como una horda de pequeños demonios al servicio de diablos más poderosos. Morgennes sujetó por el brazo a uno de estos jóvenes pinches y le preguntó:

—¿Has visto a una gallina? ¿Pequeña y de color rojizo?

El mocoso se encogió de hombros y señaló un rincón de la cocina, entre los hornos, las chimeneas y los sumideros, donde, suspendidos con ganchos, había todo lo que puede concebirse en materia de gallináceas: capones, gallos, cebones, gallinas, pollos, pollitos (a razón de cinco o seis por gancho) y pollas cebadas. Pero ni rastro de Cocotte.

—¡Coc, coc, cot!

—¡Quieto! —chilló de pronto Morgennes a un jovenzuelo que estaba a punto de sumergir dos aves desplumadas en un recipiente de agua caliente.

El joven se quedó inmóvil, manteniendo a los animales sobre el vapor del agua hirviente. Y en ese momento una de las dos giró el cuello en dirección a Morgennes y cacareó con desesperación:

—¡Coc! ¡Coc! ¡Coc! ¡Coc!

—¡Es ella! ¡Es Cocotte! —dijo Morgennes.

Saltó sobre el joven aprendiz y lo lanzó al suelo. ¡Cocotte! Temblando violentamente, la pobre gallina, toda pelada y con la carne salpicada de pequeñas protuberancias, hundió su cabeza bajo el brazo de Morgennes en busca de protección.

—¿Por qué la has cogido? —preguntó Morgennes al cocinero, tendido bajo él.

—Pero... ¡si yo no he hecho nada! —se excusó este, desesperado.

Era tal el escándalo que reinaba en las cocinas que Morgennes casi estaba sordo. Cuando no eran los golpes de la tajadera contra las tablas de mármol o de madera, era el golpeteo de las cazuelas o las soperas que removían los aprendices, el silbido de los fuegos encendidos bajo las calderas, el ruido del agua hirviendo, el chapoteo de los alimentos que tiraban dentro, el tintineo de cristal o de jarras al entrechocar, las órdenes aulladas de un puesto a otro y los chorros de vapor, dispuestos a escaldar a quien se acercara demasiado.

—¡Ibas a matarla! —gritó a voz en cuello Morgennes, mientras levantaba al pobre desgraciado sobre los fogones dudando si lanzarlo al caldero como había intentado hacer él con Cocotte.

El joven se debatía como un loco, lloraba, chillaba. Entonces Morgennes lo dejó en el suelo y le dijo:

—Lo siento, no sé qué me ha pasado. Creo que me han envenenado...

—¡Bravo! ¡Bravo! —gritó en ese momento una voz detrás de nosotros, mientras, por primera vez, se hacía un relativo silencio en las cocinas—. ¡Habéis superado la primera prueba, os felicito!

Morgennes se volvió y vio que Colomán aplaudía con entusiasmo, sentado con indolencia sobre una mesa. Entonces recordó las últimas palabras de Poucet: «¡Guardaos de los ogros!».

—¿Nos diréis quién sois en realidad? —preguntó a Colomán.

—¿Yo? En todo caso, no soy un ogro —replicó Colomán, como si supiera lo que estaba pensando Morgennes.

—Tal vez no lo parezcáis —dijo Morgennes—, pero actuáis como si lo fuerais. ¿Por qué esta prueba?

—Os importa mucho esta gallina, ¿verdad?

—Sí.

—Quería saber hasta qué punto.

—¿Y ahora?

—¡Morgennes, desconfía! ¡Trata de embrujarte! En cuanto a ti —dije amenazando a Colomán con la señal de la cruz—, si eres de Dios...

—¡Tst, tst, tst! —me interrumpió Colomán, sacándose con toda tranquilidad sus magníficos guantes blancos—. No me hagáis reír, por favor. No vayáis a buscar el mal más allá de los hombres... Por mi parte —dijo girando sobre sí mismo—, me jacto de respetar los siete deberes de caridad que todo buen cristiano debe cumplir. Pues esta es mi divisa: «¡
Visito, poto, cibo, redimo, tego, colligo, condi
!». ¡Y en efecto, nunca dejo pasar una ocasión de visitar a los enfermos, dar de beber a los sedientos, alimentar a los hambrientos, rescatar a los cautivos, vestir a los desnudos, acoger a los extraños y sufragar servicios para los difuntos!

Poco a poco, en las enormes cocinas, el escándalo infernal se reanudó. Colomán se acercó a Morgennes.

—Prácticamente te salvé la vida —le dijo—. En el Krak de los Caballeros. Fui yo quien insistió en que te curaran, ¿sabes?

—No lo sabía —dijo Morgennes—. Gracias.

—No me des las gracias... Ah no, no te querían esos orgullosos caballeros, o en todo caso solo para que les acompañaras en sus hazañas como un perro que sigue a su amo... —Haciendo volar la gran capa a su alrededor, se acercó más a Morgennes—.

Sé mi alumno —dijo—. Te enseñaré todo lo que necesitas para que te acepten. Montar a caballo como si hubieras nacido sobre una silla; combatir con la espada de manera que los mejores duelistas se dobleguen ante ti; manejar la lanza, la maza, el martillo. Saltar, nadar, correr... Llevas en ti la fuerza de veinte hombres, lo sé. Pero no tienes una educación militar. Y lo que no se ha aprendido no se puede hacer bien. Sé mi alumno, conviértete en un mercenario.

—¿Un mercenario? Yo soñaba con ser caballero.

—¿No cumple el hombre en la tierra un tiempo de servicio, no lleva en ella la vida de un mercenario? Vamos, ya tendrás tiempo de ser armado caballero. ¡Más adelante!

—Pero ¿por qué yo? —preguntó Morgennes.

—Tengo mis razones. Pongamos que me recuerdas a alguien.

—¿A quién?

—A un amigo.

—¿Y si acepta? —interrumpí—. ¿Cuál será el precio?

—Tendrá que servirme, durante toda su vida.

—¿Durante toda la vida? ¿Y ya está?

—Y si miente irá al infierno.

—Acepto —dijo Morgennes.

—Muy bien. Empezarás enseguida. Pero debes saber que si no mantienes tu palabra, no te me escaparás. Vayas donde vayas, te encontraré y te lo haré pagar...

—No soy un traidor, ni un cobarde —dijo Morgennes.

—¿Y yo? —pregunté—. ¿Os habéis olvidado de mí?

—Desde luego que no. Me ha parecido entender que te interesas por los libros. Aquí tengo más de mil rollos que contienen recetas de platos procedentes de todos los rincones del mundo. ¿Te gustaría consultarlos?

—¿Recetas de cocina? A fe mía que habría preferido algo más consistente, pero por qué no.

—¡Entonces ve!

Y con un gesto que no podía ser más teatral, me señaló una puerta, detrás de la cual se veían estanterías enteras repletas de pergaminos.

—¿Por qué no hay mujeres en este lugar? —preguntó Morgennes a Colomán.

—Hay una, pero una sola; tal vez la conozcas en el momento apropiado. En cuanto a las demás, han perdido el derecho de entrar aquí.

—¿Por qué?

—En los primeros tiempos de esta academia, las mujeres eran admitidas. Pero muy pronto nos dimos cuenta de que eran demasiado crueles. Con demasiada frecuencia infligían a su víctima una sanción mucho más terrible que la que se había ordenado. Cuando se trataba de herir, ellas mataban. Y si se requería un castigo ejemplar, ellas aplicaban diez. No, realmente su lugar no está aquí. Nunca serán unas buenas mercenarias. Les cuesta demasiado obedecer las órdenes.

—¿En qué consiste el entrenamiento? —preguntó Morgennes—. ¿Por dónde empezaré? ¿Por la equitación? ¿La lucha? ¿La esgrima?

—Primero lavarás los platos.

Le mostró una montaña de vajilla sucia que llegaba hasta el techo.

—Son los platos que os han servido —dijo Colomán.

—Muy bien —replicó Morgennes tragando saliva.

—Cuando hayas terminado, pregunta al maestro cocinero cuál es tu siguiente tarea. Volveremos a vernos dentro de tres meses.

—¿Tan tarde?

—Acaba con los platos...

21

Nadie puede hacer bien lo que no ha aprendido.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Perceval o El cuento del Grial

Morgennes comprendió rápidamente que los ruidos de entrenamiento para el combate que había oído al llegar al palacio no procedían de ningún gimnasio, sino de las cocinas.

Allí, en esa parodia de centro de entrenamiento, un verdadero ejército de mercenarios se ejercitaba en la guerra, en recibir y cumplir órdenes, en trabajar en equipo, rascando, frotando, cociendo, calentando, sin rechistar nunca. Generalmente, los que abandonaban no eran mucho mejor tratados que los que intentaban huir. A estos se les castigaba con la muerte, mientras que los primeros debían implorar perdón mientras los torturaban.

A veces tenía lugar una desenfrenada persecución por los pasillos del palacio; ganaba quien atrapaba primero al fugitivo. Y Colomán otorgaba una recompensa a quien conseguía esta proeza: generalmente, una noche con una de sus esclavas o un ascenso.

Morgennes empezó en lo más bajo de la jerarquía, en el puesto de lavaplatos. Poco le importaba, estaba acostumbrado. Porque tanto en Tierra Santa como en Europa, ¿había acaso algo más bajo que un trovador? ¿Un titiritero? ¿Un monje a quien hubieran despojado de los hábitos? ¡Un judío, y quizá ni eso!

El primer combate de Morgennes se llamaba «montón de platos sucios». Era un monstruo de no menos de cincuenta pies de altura y con una anchura de doscientos, que le pidieron que atacara por la cima.

—¡Piensa que si no lo haces así, todo podría derrumbarse sobre nosotros!

Una escalera doble colocada sobre una mesa, que a su vez descansaba en equilibrio —precario, no hace falta decirlo— sobre otra mesa, permitía a Morgennes alcanzar los platos situados más arriba, que, para desgracia suya, resultaron no ser los más pequeños.

Yo miraba a mi amigo desde el suelo, preguntándome cómo se las arreglaría para que la pila no se derrumbara.

Los primeros días, Morgennes no se atrevió a tocar nada. Tenía demasiado miedo de que se desplomara el edificio, tan frágil como un castillo de naipes, y de verse obligado a lavar los platos de los demás como castigo. Dicho de otro modo: le esperaban varias semanas (si no meses) de trabajo sin poder acceder a un ascenso.

—«En el combate —me dijo Morgennes, citando un tratado militar que habíamos encontrado en la biblioteca—, ignorar las consecuencias proporciona mayor resolución que el razonamiento. La reflexión corrige la decisión antes del combate, pero la enturbia en el curso de este.» De modo que observo... No hay ninguna prisa.

Así, Morgennes pasó muchas horas observando su montaña de platos sucios para estudiar su configuración. Era tan alta, tan increíblemente mugrienta, que a su lado los establos de Augías eran un modelo de limpieza.

Una noche, mientras el maestro cocinero le vigilaba, moviendo nerviosamente el pie, Morgennes se echó a reír de repente.

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