La espada de San Jorge (22 page)

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Authors: David Camus

Instalado sobre este extraño pedestal, vacilé un instante pero luego recuperé el equilibrio. Morgennes tenía la fuerza de un semidiós. En varias ocasiones, esta fuerza sobrehumana le había permitido realizar hazañas que yo me había jurado narrar en breve, en uno de mis relatos o —mejor aún— en uno de esos misterios religiosos que siempre me había gustado componer para edificación de las multitudes.

—Y bien, señor, ¿qué os parece vuestro nuevo corcel? —preguntó Morgennes.

—¡Maravilloso! ¡Me entran ganas de espolearlo!

—No te lo aconsejo, amigo mío —dijo Morgennes riendo—. Si no quieres que de una coz te plante aquí en el suelo, tan bien y tan profundo que solo tus dos pies te sirvan de epitafio.

Y dicho esto, hundió su bastón en la nieve y continuó su camino.

Morgennes seguía avanzando con una determinación inexorable. Su fuerza era tan prodigiosa y su moral tan inquebrantable, que me dije que después de todo tal vez no le sería imposible acabar con el dragón utilizando sus puños como única arma.

Pero apenas habíamos recorrido media legua cuando un ruido hizo que nos detuviéramos. Parecía un batir de alas. O mejor dicho, el batir de un millar de alas, como si un ejército de pájaros viniera hacia nosotros.

Agucé el oído y me incorporé lo mejor que pude sobre los hombros de Morgennes para ver qué era lo que se acercaba. Pero por más que mirara, solo veía nieve, nieve, nieve, y luego un mar de nubes de superficie lechosa, agitado por remolinos, donde el cielo parecía vaciarse.

25

¡Sí, la carta les había engañado bien!

CHRÉTIEN DE TROYES,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Sentado sobre un trono de oro adornado de diamantes, el emperador de los griegos, el basileo de Constantinopla Manuel Comneno I, tenía la mirada perdida, concentrado en sus pensamientos. Con una mano bajo el mentón y tamborileando nerviosamente con la otra sobre el reposabrazos de su trono, no podía evitar dar vueltas y más vueltas en su cabeza a la decisión que había tomado y que anunciaría al acabar la mañana al embajador del reino de Jerusalén, un canónigo llamado Guillermo.

Este último estaba tendido sobre el suelo enlosado de mármol del Chrysotriclinos, la sala del trono imperial. Guillermo, que nunca perdía la paciencia, negociaba desde hacía dos años, y desde hacía dos años esperaba que el emperador se dignara responder a su demanda. Manuel Comneno, igual que sus predecesores, tenía fama de hacer esperar infinitamente a los que querían solicitarle un favor. Se decía que algunos visitantes habían permanecido tanto tiempo en la sala del trono que se habían quedado dormidos y habían pasado la noche bajo la vigilancia de la guardia imperial: unos fornidos escandinavos tocados con cascos de oro, que sostenían entre sus manos una gran hacha de doble filo.

Sin embargo, Guillermo sentía que la actitud del basileo había cambiado. No solo lo sentía, sino que además lo oía. Sí, sin lugar a dudas el tamborileo de los dedos de Manuel sobre su trono recordaba a una marcha militar, sinónimo de guerra. ¡Habían ganado la partida! El emperador de los griegos iba a ayudar a sus hermanos de Tierra Santa a conquistar Egipto, y él, Guillermo, podría volver por fin a su querida ciudad de Tiro, donde le esperaba el cargo de archidiácono.

¡Había triunfado!

Desde luego, había tenido que recurrir a la astucia, y tal vez tuviera algo que ver en su éxito esa misiva conocida como «la carta del Preste Juan», que había empezado a circular hacía dos años entre los muros de Constantinopla e incluso más lejos, más allá de las fronteras del Imperio.

Esta carta, dirigida a «
Emanueli Romeon gubernatori
», es decir, a Manuel Comneno, estaba firmada por un misterioso «
Presbyter Johannes
», que pretendía reinar sobre un poderosísimo imperio cristiano situado en
India Maior, Minor y Media
y proponía a sus hermanos cristianos que fueran a ayudarle a desembarazarse de los enemigos de la tumba de Cristo (es decir, de los sarracenos). Seguía una descripción realmente increíble de su imperio, que cualquier persona sensata habría reconocido inmediatamente como una fabulación.

Pero las cosas están hechas de tal modo que, como diría Amaury: «¡Cuanto más descabellado, mejor funciona!».

La falsedad era tan grosera que parecía más verdadera que la realidad.

No pudiendo imaginar que semejante galimatías se hubiera escrito con el objetivo de engañarles, muchos bizantinos habían creído a pies juntillas los asertos que contenía la carta. Los unicornios, dragones, gigantes, cíclopes, grifos, amazonas —todas esas criaturas fantásticas que formaban parte habitual de la fauna del imperio del Preste Juan— volvieron a ponerse de moda. Del pueblo bajo a la alta nobleza, todos tenían ganas de creer en ello. ¡Era tan divertido! Además, ¿quién probaría que no tenían razón? Todo eso pasaba en un país tan lejano que bien podía tratarse del Paraíso. ¿No decía la carta: «De nuestra tierra mana leche y miel»? Todos soñaban en las mesas de oro, amatista o esmeralda, en las columnas de marfil y los lechos de zafiro que componían el mobiliario de los numerosos palacios del Preste Juan; todos se decían que ese reino era tan opulento que sería extraño que no pudieran disfrutar de sus riquezas algún día, aunque solo fuera un poco. Por el momento, a la espera de su felicidad futura, se contentaban con un adelanto, bajo la forma de un sueño o una vaga esperanza para los más pobres, y de un tapiz, una moldura o un mosaico para los más acaudalados.

Guillermo sonreía, pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse triste. Estaba triste porque el pueblo era fácil de embaucar. Porque bastaba con hablar de forma atractiva y brillante para ser creído. Por desgracia, las verdades no siempre eran agradables de oír. Pero ¿quién se preocupaba por eso?

La verdad es enojosa. Todo lo que interesa a la gente es la leche y la miel. Aunque, después de todo, ¿por qué no?

Naturalmente, la descripción de un lugar como ese no habría bastado para modificar la política de un emperador de la talla de Manuel Comneno, si no hubiera habido, aquí y allá, algunas pequeñas puyas inteligentemente dirigidas contra él para hacer que se saliera de sus casillas.

Así, la autenticidad de la fe del basileo (que pretendía ser «el pío elegido de Dios») era puesta en duda por un rey más poderoso que él («sin igual en la tierra», estaba escrito), que se contentaba con el simple título de «padre»: «Queremos y deseamos saber si, como Nos, estáis imbuido de la fe verdadera y si creéis fervientemente en Nuestro Señor Jesucristo».

Luego, con un hábil cambio de perspectiva, decía que si el emperador podía pasar a ojos de sus «sencillos griegos» por un dios, el Preste Juan sabía, por su parte, que estaba muy lejos de serlo. Manuel Comneno, «mortal y sometido a la corrupción humana», no era más que un hombre como los demás, susceptible de ser criticado.

O destituido.

Porque Manuel debía su cargo de emperador, no a su naturaleza (que nada tenía de excepcional), ni tampoco a Dios, sino más bien al azar y a las circunstancias. Emperador hoy, en Constantinopla. Pero ¿y mañana? ¿Y en otro lugar?

¿No hablaba el Preste Juan de reclutarlo como «mayordomo»?

Cuando las primeras copias de esta carta habían llegado al palacio del emperador, Manuel se había contentado con encogerse de hombros con una sonrisa desdeñosa.

«Mi prestigio es tan grande —se había dicho— y sus aserciones son tan extravagantes, que nadie le prestará atención. O mejor aún, se reirán...»

Pero el emperador no sabía que sus consejeros habían esperado varias semanas antes de atreverse a hablarle de la carta, porque, para ellos, el asunto era grave. Tan grave que temían despertar su cólera, y nadie quería ser el «portador de las malas noticias».

Cuando por fin se decidieron a informarle de la misiva, no comprendieron por qué Manuel no captaba enseguida su importancia.

Para ellos, estas cartas eran los zapadores de un ejército, que, con un trabajo subterráneo, ponían en peligro las más altas murallas y podían hacer que se derrumbaran. El emperador, en cambio, solo había visto en ellas tonterías y elucubraciones para distraer a las multitudes; palabras tan locas que nadie, nunca, les concedería crédito.

Y sin embargo...

Poco a poco empezaron a murmurar a sus espaldas. Y del murmullo se pasó a la risa, disimulada, por el momento.

Pero Manuel sentía que se aproximaba el instante en el que hablarían en su presencia sin preocuparse de ser vistos o no, el momento en el que reirían a carcajadas, y en el que, «por el bien del Imperio», sus generales le rogarían que les cediera el trono. Decidió reaccionar. Cegado por la cólera, empezó por ordenar que quemaran todas las copias de la carta. Se encontraron algunas decenas, que fueron a alimentar los hornos de las termas imperiales. La semana siguiente se recogieron dos veces más. El mes siguiente habían vuelto a multiplicarse, y con ellas llegaron los estallidos de risa.

Como las cabezas de la hidra, las copias de «la carta del Preste Juan» no se dejaban aniquilar. Al contrario, cuantas más quemaba Manuel, más se multiplicaban. Comprendió entonces que debía cambiar de táctica.

Como era un emperador inteligente, dotado de un profundo conocimiento de la naturaleza humana y de un agudo sentido de la política, una vez se hubo calmado su cólera, valoró por fin en su justa medida a su enemigo. El adversario al que debía vencer no era un ejército, contra el que pudiera enviar a sus mercenarios, sino un mito. Una leyenda. Era sobre todo, como el Paraíso, la esperanza de una vida mejor. Un adversario contra el cual era peligroso triunfar...

El único modo de vencerle era atacarlo con sus propias armas, y crear, por tanto, otras ficciones que contrarrestaran las suyas. Combatir el rumor con el rumor, las palabras con las palabras, las ideas con las ideas, de manera que ya no pudiera distinguirse lo verdadero de lo falso. Abundar en el sentido de esta carta y ahogarla bajo una montaña de nuevas cartas, a cual más loca, para contribuir a dar cuerpo al pretendido imperio del Preste Juan.

Y de este modo, hacerle entrar en la leyenda.

Porque, después de todo, ese imperio no le molestaba para nada. Lo que le molestaba eran los ataques formulados contra él; era el aura de su enemigo.

Menos de un año después de la primera aparición de esta carta, salieron a la luz, como por azar, otras versiones. Pero en ellas ya no se hablaba de Manuel Comneno. Estas cartas «de nuevo estilo» iban dirigidas a Federico Barbarroja, el emperador del Sacro Imperio Romanó Germánico, o también al papa Alejandro III. De este modo, la atención empezó a desviarse del basileo (que ya solo era un poderoso entre tantos otros), para centrarse en el fabuloso imperio del Preste Juan —que algunos soñaban con ir a explorar.

Y así fue como Manuel Comneno conservó su trono y el pueblo, sus sueños.

Pero esa mañana había llegado otra carta. Y esta había decidido a Manuel a partir a la guerra. El emperador levantó el dedo meñique y su secretario ordenó a Guillermo:

—¡Levantaos!

Guillermo se incorporó apoyándose en su bastón, pero mantuvo, humildemente, la cabeza baja.

—Su majestad, el emperador Manuel Comneno, basileo de los griegos, ha tomado su decisión —prosiguió el secretario.

—Majestad... —dijo Guillermo, mirando a los pies del emperador.

—Silencio —prosiguió el secretario, imperturbable—. Su majestad ha decidido acudir en vuestra ayuda.

—No sé cómo...

—Silencio. Su majestad ha dado orden a sus astilleros para que se consagren sin tardanza a la construcción de la mayor flota de guerra que el mar haya contemplado nunca. Estará lista dentro de un año. En ese momento su majestad la enviará a Egipto, bajo el alto mando del megaduque Colomán, para que apoye a las tropas del rey Amaury de Jerusalén...

El emperador inclinó la cabeza, parpadeó, y su secretario concluyó:

—Ahora podéis hablar y dar las gracias a su majestad.

—Sire, su majestad es demasiado bondadosa. Mi agradecimiento no será nada en comparación con el que el rey Amaury os hará llegar cuando conozca esta fabulosa noticia. Pero permitidme que os comunique, en nombre de Tierra Santa y de la Vera Cruz, nuestra profunda gratitud. ¿Puedo saber qué ha motivado que su majestad entrara en guerra a nuestro lado?

El emperador dudó un instante; luego chasqueó los dedos y tendió la mano abierta en dirección a un pequeño paje que estaba arrodillado en un rincón del Chrysotriclinos. Al oír que el emperador le llamaba, el paje se incorporó y corrió a depositar en la mano del emperador un fino rollo de pergamino.

—Esta mañana, su majestad ha recibido esto —dijo el secretario.

Manuel mostró el pergamino a Guillermo.

—Se trata de una carta enviada por un tal Preste Juan —prosiguió el secretario imperial.

—Estoy al corriente —dijo Guillermo, turbado.

—Imposible —dijo el emperador, prescindiendo esta vez de la intermediación de su secretario, lo que hizo que todo el mundo se estremeciera en la sala—. Esta carta solo ha sido leída por mí, y trata una cuestión que creía confidencial...

—¿Qué dice?

—Es una carta de agradecimiento, firmada por el Preste Juan. Tomad, leedla.

Guillermo desenrolló la carta que le tendía Manuel Comneno y leyó lo siguiente: «Majestad, mi muy caro emperador y amigo, nos han hecho saber que sentís un gran afecto por Nuestra Excelencia y que en vuestra casa a menudo se hace mención de Nuestra Alteza. Posteriormente hemos sido informados, a través de nuestro embajador, de que queríais enviarnos algunas entretenidas y divertidas bagatelas, con las que nuestra justicia estará encantada. Queremos agradecéroslo. Sabed que se les concederá la mejor de las acogidas».

—No comprendo —dijo Guillermo—. ¿De qué bagatelas se trata?

—No creemos en la existencia del Preste Juan —dijo Manuel Comneno —. Pero sí sabemos que alguien ha redactado esta carta para dañarnos y desestabilizar nuestro trono. Las bagatelas de que aquí se habla hacen referencia a dos agentes, uno de ellos un mercenario, encargados de encontrar y matar a su autor. Aparentemente han sido desenmascarados.

—Pero ¿por quién? —exclamó Guillermo.

—Ésa es la cuestión.

Sí, y doblemente, se dijo Guillermo. Porque él no tenía nada que ver con esta última carta.

26

¡A ti corresponde ahora decirme qué hombre eres

y qué es lo que buscas!

CHRÉTIEN DE TROYES,

Ivain o El Caballero del León

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