La espada de San Jorge (26 page)

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Authors: David Camus

—¡Es la de la cabeza! —dijo el chino, dándose golpecitos en el cráneo con un dedo—. Muy muy dura. Tendréis que utilizar mucho vuestra cabeza, si queréis pasar.

—¿Pasar? —dije—. Pero ¿para ir adónde?

—Al otro lado —dijo el chino.

Miré al otro lado del puente para ver qué había, y distinguí una enorme abertura tallada en la roca, que se hundía en la montaña. La entrada estaba flanqueada por bajorrelieves en forma de dragón; pero eran dragones sin alas, como los de los estandartes, largos y sinuosos, con una larga cola de serpiente.

—¿Estáis listos? —preguntó el chino—. Debo deciros que si fracasáis, ya nunca podréis volver a intentarlo.

—Estamos listos —dijo Morgennes.

—¡Muy bien! —dijo el chino—. Os haré una pregunta. Si no conocéis la respuesta, no pasaréis. Si la conocéis, tendréis derecho a plantearme una a mí. Si yo no conozco la respuesta, podréis pasar. En caso contrario...

—Comprendido —dijo Morgennes—. Empecemos.

—Primera pregunta: «¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?

—¡Diablos! Esta es una pregunta para Cocotte —dijo Morgennes mirando a nuestra gallina.

Se rascó la cabeza.

Yo reflexionaba... Algo me decía que debía inspirarme en mi propia experiencia. Particularmente en la de Arras... Lo que iba después del primer premio era la gallina. Luego venían los huevos. Además, Cocotte ya no ponía desde que habíamos tenido que huir...

—Es la gallina —respondí.

—¡Buena respuesta, honorable competidor! —dijo el chino—. Un punto a vuestro favor. Ahora tenéis derecho a plantearme un enigma.

—Muy bien —dije—. Tengo uno que no es muy difícil: «Recorro los libros sin aumentar mi saber; di cómo me llamo».

—¡El gusano! —exclamó el chino.

—¡Por Nuestra Señora! —exclamó Morgennes golpeándose la palma con el puño.

—Si queréis ganar, tendréis que hacerlo mejor —continuó el chino—. Ahora me toca a mí: «Vi un ser maravilloso, una nave aérea que llevaba sobre sus cuernos un botín de guerra. Quería construir una habitación en la fortaleza. Entonces un ser prodigioso apareció sobre las cimas de la montaña (todos los habitantes de la tierra saben quién es). Cogió el botín y lo lanzó a la viajera, que partió hacia el oeste. El polvo se elevó en el cielo. El rocío cayó sobre la tierra. La noche se fue. Nadie conoce el camino de este ser, al que tú debes nombrarme».

—Lo sé —dijo Morgennes.

—Yo también, es fácil. ¡Es el sol!

—¡Bravo! —dijo el chino—. ¡Vuestro turno!

—Sabéis, con nosotros esto puede durar mucho tiempo —dijo Morgennes, que había leído muchos libros que contenían enigmas.

—¡Acabas de darme una idea! —dije—. ¿Qué es lo más viejo que hay?

—¡El tiempo! —respondió el chino.

—A decir verdad —confesó Morgennes—, había otra respuesta posible: «Dios». Pero la de nuestro amigo es igualmente correcta, ya que ni Dios ni el tiempo tienen principio. De modo que se acepta. ¡Vuestro turno!

—Nómbrame una cosa —dijo el chino— a la que ninguna otra se parece, ni en la tierra, ni en el mar, ni entre los mortales; la naturaleza ha asignado reglas extrañas al desarrollo de sus partes: cuando nace es inmensa; en el mediodía de su vida es muy pequeña, y cerca de su muerte vuelve a hacerse inmensa.

—Fácil —dijo Morgennes—. ¡Es la sombra! Me toca...

Reflexionó un rato, luego pensó en su infancia y en los largos momentos pasados al borde del río. Entonces preguntó al chino:

—Mi morada no es silenciosa. Yo no hago ruido. El Señor ha ordenado que estemos unidos. Yo soy más rápido que mi morada, a veces más fuerte; pero ella trabaja más. A veces descanso, pero ella es infatigable. Habitaré en ella mientras viva. Si me separan de ella, muero. ¿Quién soy?

—¡Ja, ja! —rió el chino—. ¡Es un pez en el río! ¡Me toca!

—¡Dios mío! —dijo Morgennes—. ¡Esto no acabará nunca!

Se alejó unos pasos, buscando una idea. A veces el viento le traía preguntas y respuestas como estas:

—¿Qué es lo más grande?

—El espacio.

—¿Qué es lo más hermoso?

—El mundo.

—¿Qué es lo más común?

—La esperanza.

—¿Qué es lo más útil?

—Dios.

—¿Qué es lo más perjudicial?

—El vicio.

—¿Qué es lo más fuerte?

—La necesidad.

—Etc.

—Etc.

Siguieron así durante un rato que le pareció interminable. Lo peor era que tenía la impresión de que el juego estaba trucado, ya que algunas de las respuestas eran discutibles y en algunos casos había varias posibilidades. Pero el chino nunca discutía nuestras respuestas, ni nosotros las suyas. Y como siempre tenía respuesta para todo, este jueguecito estaba condenado a durar una eternidad.

Mirando las estatuas de piedra que se encontraban frente al puente, Morgennes buscaba la solución a este problema, cuando de pronto tuvo una inspiración repentina, ¡una iluminación! Entonces, abalanzándose como un toro contra el chino, le propinó tal cabezazo en medio del pecho que lo lanzó al vacío, al otro lado del puente.

—¡Lo has matado! —exclamé.

—Me sorprendería. Creo que es un inmortal, y que le he dado la respuesta adecuada —dijo, dándose golpecitos en la cabeza como había hecho el chino.

—Muy astuto.

—Vía libre. ¡Partimos hacia el Paraíso!

29

Los gigantes no tenían picas ni escudos, espadas

cortantes ni lanzas, sino solo mazas.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Erec y Enid

Guillermo penetró en una sala gigantesca, cuyo techo —una cúpula de cristal— se confundía con las nubes, que, a su paso, le proporcionaban sombra y luz —tanta sombra que creía encontrarse en plena noche, o tanta luz que debía protegerse los ojos con la mano para no quedar cegado.

—¡Oh gloria del mundo! —exclamó Guillermo—. ¡Oh secretos eternos! ¡Prodigio de los cielos! ¿Qué es esto que veo?

Sus rodillas temblaban, pero había aprendido que no servía de nada tener miedo. Aparentemente, no entraba en los propósitos de Manuel ponerle a prueba.

Hablemos de qué le había impulsado a lanzar esos gritos. Porque no era a causa de esta sala, con sus fabulosos juegos de sombra y luz. Las riquezas de la biblioteca habrían bastado por sí solas para llevar al éxtasis a todo un ejército de coleccionistas durante una vida entera, pero los tesoros de la sala siguiente debían de ser mucho más sorprendentes aún. Porque estaban guardados por gigantes. En la media luz, Guillermo distinguió a cinco soldados con una altura de varias toesas vestidos con armaduras antiguas. Sus manos enguantadas de hierro se cerraban sobre unas mazas enormes, y sus escudos estaban decorados con una hidra.

—¡Es la señal! —dijo el emperador—. La señal de que el diluvio efectivamente tuvo lugar y de que existieron otros tiempos antes del nuestro. La señal de que la Biblia dice la verdad. Al menos en la primera parte...

—¿No serán nefilim? —apuntó Guillermo.

—Exactamente. ¿Os habéis fijado en sus mazas?

—Sí.

Manuel se volvió hacia su secretario, que continuó por él:

—Son de madera de gofer, la madera con la que se construyó el Arca de Noé.

—¿Y están vivos?

—Tranquilizaos —continuó el emperador—. Están muertos desde tiempos inmemoriales. Aquí podéis ver solo la concha, porque el interior está vacío. Sus huesos, sin embargo, nos esperan en la siguiente sala. Mis artesanos han conseguido la proeza de juntarlos, lo que permite hacerse una idea de su fisonomía.

—¿Puedo preguntar a su majestad dónde los encontró?

—¡Dónde iba a ser sino en Tebas, la ciudad natal de Hércules!

Guillermo se acercó a una armadura, se puso de puntillas y la tocó justo por debajo de la rodilla. El metal estaba frío, en perfecto estado. Las nubes se reflejaban en él entre reflejos azulados.

—¡Por la Virgen María! Esto me hace pensar en otra leyenda...

—No penséis —dijo Manuel—. ¡Venid!

La sala siguiente ofrecía un gran contraste con la que acababan de dejar. El techo era tan bajo como alto era el de la anterior, hasta el punto de que Guillermo (que era alto para ser un franco), Colomán y los guardias de Manuel Comneno tuvieron que agacharse para avanzar. Si no hubiera habido aquí y allá, insertados en las paredes, algunos antorcheros que difundían una luz tenue, podrían haber creído que estaban en una tumba.

Pero Guillermo se dio cuenta de que ese era el caso.

Sobre grandes mesas de piedra dispuestas en círculo, los esqueletos de los gigantes de la habitación contigua descansaban en un silencio sepulcral. Sus cráneos, de gruesos huesos, casi tocaban la bóveda de la sala, y proporcionaban a las numerosas arañas allí refugiadas un lugar ideal para tejer sus telas.

—¿Por qué esta sala tiene un techo tan bajo? —preguntó Guillermo.

—Imaginad que se incorporaran —dijo Manuel—. Al menos quedarían bloqueados. Con este tipo de prodigios prefiero no correr ningún riesgo.

Prudente decisión, en efecto. Aunque no tranquilizó totalmente a Guillermo. Las manos de estos nefilim eran del tamaño de su cuerpo, y no podía imaginar cómo sobreviviría a su abrazo si por desgracia uno de ellos se apoderara de él. Tal vez estos gigantes estuvieran bloqueados en postura yacente, pero eso no impedía que siguieran pareciendo impresionantes. Y temibles.

—Habladme —dijo Manuel— de esta leyenda a la que habéis hecho alusión.

—Se trata justamente de la del nacimiento de Tebas. Se dice que esa ciudad fue fundada por un tal Cadmo, después de haber matado a un dragón. El héroe recibió de la diosa Atenea la orden de plantar en la tierra los dientes de ese dragón, y en el lugar donde Cadmo los había lanzado crecieron gigantes, que se mataron entre ellos...

—Todos excepto cinco, que ayudaron a Cadmo a construir la ciudad —añadió Manuel—. Conocía esta leyenda, que sin duda debe tener un fondo de verdad, puesto que ahí están los cinco gigantes. Pero eso no es todo...

Guió a Guillermo hacia el centro de la habitación, a un punto situado en el corazón del círculo formado por los cinco gigantes. Allí, sobre una estela de piedra, había un pequeño cofre de vidrio engastado de oro, con un diente gigantesco en su centro.

—¿Qué es? —preguntó Guillermo.

—¿No lo adivináis?

—No. Un diente de...

—Sí. Un diente de dragón.

—¿Y si lo lanzáramos al suelo, surgiría un gigante?

—¿Quién sabe? No tengo ganas de probarlo. Pero creo que sí. De modo que mejor no tocarlo. Seguidme, la visita continúa.

«¿Por qué razón —pensó Guillermo—, me muestra todo esto? ¿Adónde quiere ir a parar? ¿Qué espera de mí? En cualquier caso, si quería impresionarme, es evidente que lo ha conseguido. ¡En Tierra Santa no poseemos ni la décima parte de todas estas maravillas!»

Manuel descendió un corto tramo de escalones, que conducía a una puerta de acero oscuro. Después de abrirla por medio de un mecanismo que Guillermo no llegó a ver totalmente, pero que consistía en un sistema de ruedas con muescas que formaban un codo al girar sobre sí mismas, el emperador invitó a Guillermo a precederle.

Esta nueva sala estaba totalmente sumergida en la oscuridad, pero en ella —al contrario que en la precedente— no reinaba el silencio. Silbidos, ruidos de criaturas que se arrastraban por el polvo... ¡Serpientes!

Guillermo retrocedió un paso, pero el secretario del emperador le puso la mano en el hombro.

—¡Mostrad al emperador que no tenéis nada que ver con este espantoso asunto y entrad!

Inmediatamente, grandes gotas de sudor perlaron la espalda y la frente de Guillermo, que se armó de valor y balbució una corta plegaria, destinada a apartar de su camino a las fuerzas del mal. El primer paso que dio al penetrar en ese lúgubre recinto le confirmó que su plegaria funcionaba; dio un segundo paso, y luego un tercero.

Un guardia lanzó una antorcha al suelo, y Guillermo vio centenares de reptiles. Pequeños, grandes, delgados como un dedo o gruesos como el brazo. Rayados, moteados, con manchas redondas o de color uniforme. Con la piel fina, o al contrario, mudándola y arrastrando su vieja piel tras ellos. Algunos no se movían, mientras que otros se desplazaban a una velocidad pasmosa, pasando sobre el dorso y luego bajo el vientre de sus congéneres, moviendo la cola, mostrando los colmillos, agitando una lengua bífida como la del Diablo. La antorcha, que había creado un círculo de luz en torno a Guillermo, mantenía a las serpientes a distancia.

Entonces, coincidiendo con el chirrido de una puerta que se cerraba, el emperador dijo a Guillermo:

—¡Si sobrevives, te creeré!

La puerta se cerró de golpe, y Guillermo sintió un pánico infinito.

Al ver que la llama de la antorcha bajaba de intensidad y que el círculo de arena en el que se hallaba se llenaba poco a poco de serpientes, a Guillermo no se le ocurrió nada mejor que ponerse en las manos de Dios. Y en las de Masada. ¿Cuál de los dos le fue más útil? Guillermo siempre se negó a reconocerlo, pero tal vez fuera el segundo; porque, apretando contra sí el bastón con cabeza de dragón, murmuró para sí mismo: «¡Vamos, si Masada no me engañó, este bastón es el de Moisés, de modo que debería gobernar a las serpientes!».

—¡Serpientes! ¡Apartaos!

Silbidos de serpientes que se agitaban mirando a Guillermo. Lenguas, dientes, ojos vueltos hacia él. El círculo ya no disminuía de tamaño, pero tampoco se ensanchaba.

—¡Serpientes! ¡Retroceded!

Esta vez las serpientes retrocedieron. Solo unas pulgadas, pero lo suficiente para que Guillermo pudiera recoger la antorcha y volver sobre sus pasos. Evidentemente la puerta estaba cerrada. Mientras agitaba la antorcha y el bastón para mantener a las serpientes a distancia, Guillermo pegó la oreja a la puerta y escuchó. Pero no oyó nada. Entonces, desesperado, y no sabiendo cuándo iría a buscarle el emperador (ni siquiera si volvería), Guillermo avanzó por la habitación. ¿Había una salida? Le pareció que sí, ya que un pasillo se perdía en la oscuridad, más allá del halo luminoso de la antorcha. Cuando una serpiente se acercaba demasiado, Guillermo la golpeaba con el bastón, y aunque el golpe no la matara, bastaba para alejarla.

«¡A fe mía que este es un bastón poderoso! —sonrió Guillermo—. ¿Quién sabe si no mataría a un dragón?»

Cobró ánimos y dio algunos pasos por el pasillo, que resultó formar parte de un laberinto. El cadáver de una anciana estaba tendido en el suelo. Sus ropas, de estilo oriental, eran las de una extranjera. Por lo visto, Guillermo no había sido el primero en despertar las sospechas del emperador.

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