La espada de San Jorge (27 page)

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Authors: David Camus

—No has muerto en vano —dijo Guillermo a la difunta.

Se inclinó hacia ella, espantando con su bastón a las serpientes que se habían enrollado en su caja torácica, y le rompió la mano.

—Bien —dijo hablando en voz alta para infundirse valor—, ya que tengo que afrontar este laberinto, más vale que empiece enseguida.

Rompió una de las falanges de la mano del esqueleto y la dejó en el suelo. Le serviría de referencia en caso de que volviera sobre sus pasos. Luego eligió ir a la izquierda, a la izquierda, y de nuevo a la izquierda. Ya vería si tropezaba con un callejón sin salida o si giraba en círculos. Extrañamente, ya no tenía miedo. Mejor aún, se sentía inocente.

«Seguro que saldré de esta... ¡Porque yo no he hecho nada!»

En realidad, no era completamente falso, ya que él no tenía nada que ver con la última carta que había recibido el emperador. «Sí. Sí. Saldré de esta. Pero ¿y después? Bien, creo que me lanzaré a los pies del emperador y... ¿Confesaré?»

Guillermo caminó durante un buen rato; volvió sobre sus pasos, eligió otro camino, fue hacia la izquierda, otra vez a la izquierda, y luego a la derecha... Y se encontró de nuevo en el punto de partida. Cambió de camino por tercera vez, luego otra, y una quinta. En vano.

—Veamos, la salida tiene que estar en algún sitio...

Pero no. Ya había utilizado todos los dedos de su esqueleto; se disponía a seccionar la otra mano, cuando oyó detrás de él una serie de chasquidos y luego un chirrido de goznes. Apretando su bastón contra el pecho, Guillermo se volvió y vio cómo se abría la puerta por donde había entrado. El emperador estaba allí, y le contemplaba con expresión satisfecha.

30

Pero era fatal que quien había atravesado el puente sintiera

al fin cómo la fuerza abandonaba sus manos.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Era un corredor largo y ancho, con las paredes adornadas con bajorrelieves en forma de dragones. Seis magníficos gongs de oro, colocados a ambos lados del pasillo a intervalos regulares, esperaban a ser golpeados por un mazo suspendido ante cada uno de ellos por una cadena que colgaba del techo. En el extremo del corredor, una pesada puerta de doble batiente debía de proteger el acceso a algún importante tesoro, porque una cabeza humana se encontraba insertada en ella, justo en el centro. Con los labios y los ojos cerrados, la cabeza tenía todo el aspecto de un sabio que estuviera meditando. Hubiera podido parecer viva, de no ser porque era de piedra.

—¿Otra prueba? —pregunté a Morgennes.

—Es posible.

Mientras observaba los gongs, me pregunté: «¿Habrá un orden preciso para golpearlos? ¿O bien hay que golpear solo uno? ¿O dos? Y en caso de error, ¿cuáles serán las consecuencias? ¿Se abrirá una trampilla en lo alto para verter sobre nosotros un mar de fuego? No, probablemente no. Aquí no hay rastros de quemado. ¿Y si se abre bajo nosotros, para precipitarnos a los abismos?».

Curiosamente la línea de luz se detenía exactamente al pie de los dos primeros gongs. ¿Era premeditado? ¿Tenía un sentido? Lo más extraño era que los bajorrelieves en forma de dragón y los motivos de oro resplandecían, mientras que los gongs permanecían en la oscuridad. Como si la luz no tuviera incidencia sobre ellos.

Me dirigía hacia uno de los mazos colocados ante los gongs para leer lo que había inscrito en ellos, cuando un ruido atrajo mi atención. Era Morgennes. Acababa de llamar a la puerta de piedra, con toda naturalidad, como si llamara a la puerta de su vecino. No me habría sorprendido demasiado si le hubiera oído preguntar: «¿Hay alguien en casa?».

—¿Qué estás haciendo?

—Oh, nada —respondió Morgennes—. Era solo una idea.

—A propósito de ideas, ¿no te ha parecido extraño que el chino conociera a Shyam?

—Shyam no es china —me recordó Morgennes—. Hablaba chino. Pero su tez cobriza, sus largos cabellos negros, su profundo conocimiento de las especias, su afición por los elefantes y el Kama Sutra, aparte de otras muchas cosas, me hacen pensar que debía de ser originaria de la India.

—Como el Preste Juan...

—Esto es cada vez más raro. Realmente no esperaba oír hablar de Shyam en un lugar como este. Por momentos tengo la impresión de encontrarme en uno de esos cuentos de aventuras que tanto te apasionan.

Pero yo ya no le escuchaba. Había cogido uno de los mazos situados más cerca de la ladera de la montaña para tratar de descifrar la inscripción grabada sobre su mango. De hecho había cuatro —en latín, en griego, en chino, y la última, en una lengua desconocida—, una en cada una de las caras del mango, pero todas decían: «Despierta a los gongs, y el guardián de la puerta se despertará».

—¿Despertar a los gongs?

Morgennes me miró, vio la línea de luz al pie de los primeros gongs y me dijo:

—¡Cojamos cada uno un mazo, y a mi señal golpeemos juntos los gongs!

Dicho y hecho. Sujetamos un mazo cada uno, y a una señal de Morgennes, los abatimos sobre los de la primera fila.

El sonido que surgió fue tan potente que creí que las paredes iban a derrumbarse. Pero no ocurrió nada de eso. Al contrario, bajo nuestros ojos maravillados, la línea de luz saltó al pie del tercer y el cuarto gong, mientras los dos primeros se ponían a resplandecer como dos pequeños soles.

—¡Por el Dios de Jacob! —exclamé.

—¿Crees que hemos desplazado el sol?

—Vamos a ver.

Una vez fuera, constatamos que el sol no había cambiado de lugar.

De vuelta en el interior, miramos la línea de luz con todo el respeto —o el horror— debido a los fenómenos fantásticos. Ahora, en medio del corredor, aquella luz era para nosotros como la frontera entre lo extraordinario y lo real, y casi temíamos lo que íbamos a encontrar cuando iluminara la puerta con la máscara de piedra.

Una vez más nos colocamos a uno y otro lado del corredor, levantamos simultáneamente los mazos y los dejamos caer al mismo tiempo sobre el tercer y el cuarto gong, que emitieron un sonido más grave y también se pusieron a brillar. Nos pareció que habíamos bajado un peldaño, que habíamos dado un paso más en dirección a los infiernos.

—¡Sus párpados se han movido! —exclamé, apuntando con el dedo a la máscara de piedra de la puerta.

—Te equivocas. ¡Son sus labios los que se han movido!

—¡En todo caso, ha reaccionado!

Morgennes se acercó a la máscara. Aparentemente no había cambiado nada. Nada excepto que ahora la luz del día había alcanzado al quinto y al sexto gong, es decir, los últimos. Después de ellos solo quedaba la puerta.

—Ya sabes lo que debemos hacer —dijo Morgennes—. Vamos, valor.

Levanté mi mazo y di la señal a Morgennes:

—¡A la una! ¡A las dos! ¡A las tres!

Los últimos golpes de gong resonaron, y esta vez penetró tanta luz en el corredor que me vi obligado a cerrar los ojos. Cocotte soltó unos cacareos inquietos y giró en círculos en su jaula, tropezando con los barrotes de metal.

—¡Morgennes!

La luz disminuyó de intensidad. Y Morgennes abrió los ojos. Pero ¿qué fue lo que vio? Los bajorrelieves en forma de dragón se agitaron en los muros, azotaron el aire con las colas, tendieron las garras hacia el techo, abrieron las fauces y desaparecieron bajo las altas bóvedas del corredor. Ahora solo quedaban los gongs, tan brillantes como estrellas, y la enorme puerta de piedra, que poco a poco cambiaba de aspecto. En efecto, en el momento en el que habíamos golpeado los últimos gongs, la línea de luz había saltado en dirección a la puerta, que ahora iluminaba totalmente. ¿Era a causa de la luz, o a causa del sonido cavernoso de los gongs? En cualquier caso, la puerta se hendía, se resquebrajaba, y el ser que ocupaba su centro salió al fin de su sueño. De sus ojos, profundos y resplandecientes, cayó polvo, su boca escupió pedazos de yeso, y luego unas manos partieron la puerta en mil pedazos. Entre un tronar de piedras derribadas, un ser del tamaño de un niño, blanco como la nieve, fornido como un coloso, apareció en medio del corredor en el lugar donde había estado antes la entrada. Se trataba del hombre cuyo rostro se encontraba antes en el centro de la puerta, que ya solo era ruinas y polvo.

—¿Una prueba más? —se preguntó Morgennes.

—Es posible —dije yo sonriendo.

En contra de lo que podía esperarse, el enano blanco no nos atacó, sino que nos saludó y nos obsequió con una profunda reverencia.

—Amigos —nos dijo—, ¡os felicito! Nunca, antes de vosotros, había llegado nadie hasta mí.

—¿Quién sois? —pregunté.

—Mi nombre no tiene ninguna importancia.

—¿Nos encontramos en las puertas del Paraíso? —inquirió Morgennes.

El enano le dirigió una mirada extraña, esbozó una especie de mueca, y luego dijo:

—¿No estamos siempre a las puertas del Paraíso?

—¿Qué protegéis? —continuó Morgennes—. ¿Qué hay tras esta puerta? ¿Sois uno de esos genios buenos que conceden deseos cuando se los libera del frasco donde estaban aprisionados?

—Nones —dijo el enano—. No soy un genio. ¡Simplemente soy el guardián de la puerta que permite acceder a la Ultima Prueba!

—Ah, ya sabía que todavía quedaba una prueba —dije—. Estaba escrito. Y bien, esa prueba, ¿en qué consiste?

—Lo ignoro. Por mi parte, solo soy el humilde guardián de la puerta —repitió el enano haciendo otra reverencia.

—Ahora que esta puerta ya no está —dijo Morgennes—, no veo qué nos impide ir más lejos...

—Yo —dijo el enano—. Porque los que quieran avanzar deberán pasar sobre mi cuerpo.

—¿Pasar sobre vuestro cuerpo?

—Exacto.

—Perfecto —suspiró Morgennes—. ¡Preparaos!

Y dicho esto, se acercó al enano y trató de apartarlo a un lado. Pero el enano se movió tan poco como si Morgennes hubiera intentado desplazar una montaña.

—¿No preferís jugar al juego de los enigmas? —le pregunté, viendo las dificultades que tenía Morgennes.

—No —dijo el enano—. Es la norma. Después de la prueba de la cabeza viene la del cuerpo. Es una prueba difícil.

—Escuchad —le dijo Morgennes—, no tengo ganas de haceros daño. Pero si es lo que queréis, no dudaré en emplear la fuerza...

—Para vencerme —prosiguió el enano, impasible—, deberéis recurrir a todo vuestro cuerpo, a vuestros brazos, a vuestras piernas, a vuestros músculos...

—Comprendido —dijo Morgennes.

—Entonces, ¡vamos!

Después de un nuevo saludo, volvió a colocarse en posición, con las manos hacia delante y los dedos abiertos. Como un luchador.

—Sería mejor que abandonaras —dijo Morgennes arremangándose.

—Imposible —dijo el enano.

Morgennes sujetó al enano por la cintura y trató de levantarlo. Pero el enano no se movió ni un milímetro, como si sus pies estuvieran clavados al suelo. Morgennes, jadeando, con el rostro bañado en sudor y rojo como un pimiento, tuvo que detenerse para recuperar el aliento. Luego preguntó al enano:

—¿Es la sala del trono lo que está ahí, detrás de ti?

—Ya os lo he dicho —dijo el enano—. No lo sé.

—Bien. Continuemos.

Morgennes volvió a arremangarse, y una vez más el enano le saludó, inclinando profundamente el busto.

—¡Eres muy cortés para ser un guardián!

—¡Es la norma! —dijo el enano—. Además, ¿no dicen que la cortesía abre todas las puertas?

Morgennes no le escuchaba, porque estaba demasiado ocupado tratando de empujarle, de tirar de él, de zancadillearle y de utilizar todo tipo de presas; siempre en vano. Incluso trató de estrangularle, pero como el enano no respiraba, no sirvió de nada. ¿Y si pasaba a su lado? Por desgracia, el espacio entre el enano y el marco de la puerta no era lo bastante ancho. Cuando Morgennes trataba de deslizarse por él, el enano le bloqueaba inmediatamente el paso; era muy rápido.

—¡Por el vientre de Dios! ¡Debe haber algún medio!

Morgennes, que había retrocedido un paso, se limpió el polvo de la ropa tratando de aparentar serenidad. No lo consiguió. Aquel enano le horrorizaba... ¡No era un enano, era una roca! ¡Un Krak! Jamás conseguiría moverlo. A menos que utilizara la astucia...

—¡Te mueves rápido, amigo! Pero si tratáramos de pasar los dos, mi compañero y yo, ¿qué harías?

El enano se limitó a reír burlonamente, y le dijo, ejecutando una nueva reverencia:

—Como deseéis.

En ese momento se me ocurrió una idea. De repente todo me pareció evidente:

—Déjame hacer a mí —dije a Morgennes.

—¡Pero te harás daño! No, no; soy yo quien debe...

—¡Apártate!

Morgennes retrocedió un paso y dejó que me acercara al enano, que se inclinó hacia delante para saludarme, con los brazos colgando a lo largo del cuerpo. Le devolví el saludo, lo que tuvo por efecto que el enano exagerara su reverencia. Me doblé, a mi vez, un poco más.

—Empiezo a comprender —dijo Morgennes—. ¡Muy astuto!

Habíamos llegado a un punto en el que tuve que hincar la rodilla en tierra, tan profundo era el saludo del enano. Tan profundo era que se arrodilló y luego se tendió completamente. Yo seguí saludándole, apoyé las manos en el suelo, toqué con la cabeza las losas del corredor, mientras a mi lado Morgennes me imitaba.

Y entonces se produjo el milagro.

El enano saludó tan bajo, tan profundamente, que se hundió en el suelo y desapareció. En el lugar donde había estado el guardián, solo quedó una especie de escalón, un rellano, que invité a franquear a Morgennes con una sonrisa radiante.

—La cortesía abre puertas, ¿verdad? —le dije, orgulloso como un pavo.

—Abre «todas las puertas» —me corrigió Morgennes repitiendo los términos exactos empleados por el enano.

—¡Eres un mal jugador! —añadí yo riendo.

Entramos en una pequeña sala circular, sumergida a medias en la oscuridad.

En el centro de la habitación, sentado en un trono enmarcado por dos candelabros de siete brazos, un hombre estaba sumergido en la lectura de un libro. Nuestra llegada pareció no preocuparle en absoluto, porque siguió leyendo tranquilamente. Su trono era de madera tallada, adornado con grabados que representaban dragones. Los candelabros difundían la luz justa para permitirle leer, y cuando volvía las páginas, mostraba una sonrisa satisfecha. No era ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, y su cabeza rubia estaba adornada por una tonsura parecida a la de un monje. Lo más extraño era que a su espalda se erigía un muro desnudo, sin ninguna inscripción, pero con una cabeza de hombre encajada en él como una joya viva. La cabeza, que nos observaba con expresión serena, hacía movimientos con los labios como si quisiera hablar y parpadeaba a veces, dejando ver unos ojos de un azul intenso. Su nariz tenía un perfil griego, y también sus cabellos, cortos y ensortijados, tenían ese tono cobrizo característico de los habitantes de Grecia, y particularmente de Macedonia.

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