La espada de San Jorge (30 page)

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Authors: David Camus

Abro los ojos. No. Trato de abrir los ojos, pero no lo consigo. ¿O los he abierto ya? No. Un soplo sobre mis párpados. Es Morgennes. Su aliento me calienta las pestañas, pegadas por el hielo. Abro los ojos por fin. Pero el mundo está cerrado. Porque todo es gris, negro o blanco. Morgennes está ahí, bajo una rendija de luz, donde ha excavado una galería.

—¡Tenemos que salir! —dice sacudiéndome.

—Dormir un poco más.

—Ya has dormido bastante. Hace varios días que duermes. ¡Basta! ¡Despierta!

—Pero... ¿y los demás? —consigo balbucir.

—Están muertos.

—¡Muertos!

Brutal aflujo de sangre en mis venas. «¡Muertos!» Esta simple palabra me revigoriza. Por fin vuelvo a ser dueño de mí mismo. Me levanto, y me desplomo a los pies de Morgennes, que me sujeta por debajo del brazo y me levanta. Me sostiene contra él. Él es yo. Yo soy él. Formamos una única carne. Qué importa, pues, que muera... Aunque...

—¿Y Cocotte? Has dicho que había puesto un huevo.

—Mentía. Era para que te despertaras.

Levanté la mirada. Un delgado tubo de luz conducía hacia el exterior, entre dos barrotes de metal oxidado.

Morgennes desgarró la poca ropa que le quedaba para enrollármela en torno a las manos, los brazos y el torso.

—Ayúdate con tus cadenas...

—Y el cielo te ayudará —dije yo con una débil sonrisa. —¿Ves?, ya estás mejor. ¡Vamos! ¡Piensa en Cocotte!

Morgennes me aupó hacia arriba y me encontré de cara a la nieve, con la nariz hundida en la blancura y con el cielo sobre la cabeza. Fijé como referencia esa mancha de azul y no aparté la vista de ella. Y me puse a cavar, sin pensar en nada.

Me encontré al aire libre, con la cabeza unas pulgadas por encima de la superficie del suelo. ¿Qué decir? «Nieve en el horizonte», habría gritado el vigía de un barco. «¡Vamos, un esfuerzo más, mi pequeño Chrétien, y pronto nacerás! Salir de este entorno frío te sentará de maravilla.»

Pero en realidad hacía más frío fuera que en el interior, y yo dudaba si abandonar mi nido... Solo que no tenía elección. Morgennes me empujaba con tanta fuerza que me encontré reptando sobre la nieve, arrastrando tras de mí, como un cordón umbilical, la cadena con la que nos habían atado los pies y las manos. Tiré, y Morgennes emergió a su vez a la luz del día. Me sonrió. ¿No era esa nuestra victoria más hermosa? ¿La más maravillosa ascensión que nunca habíamos realizado?

—¡Salvados! ¡Estamos salvados! —le dije.

Estuve a punto de saltarle al cuello. Pero vi que se desplazaba doblado en dos. ¡Tenía frío, temblaba!

—¡Morgennes!

A decir verdad, aquello no tenía nada de extraordinario, ya que estaba completamente desnudo y soplaba el viento. Morgennes se había despojado de todo para dármelo a mí, y solo llevaba encima esa cadena inmunda que se adhería a mis dedos ensangrentados y se le pegaba a la piel. Si seguía tirando, iba a despellejarlo vivo. Debía aflojarla, pero no lo conseguía. Una serpiente de metal nos había aprisionado en sus anillos.

—¡Morgennes!

Se puso a llover. Corrimos hacia una cavidad en la montaña, un hueco lo bastante grande como para poner a resguardo los caballos. El suelo estaba cubierto de paja podrida, y sobre ella, muertos. Cadáveres de caballos con el vientre abierto y la carne blanca, congelada. Y restos de seres humanos. Lo más extraño era la expresión de sus rostros: habían sufrido atrozmente. En su cuerpo —supongo que el frío había contribuido a retrasar la descomposición— se veían rastros de hinchazones.

La muerte silenciosa había ido a visitarles, y en cambio, nos había perdonado a nosotros.

—¿De qué han muerto?

—De peste —me dijo fríamente Morgennes.

—¿Cómo lo sabes?

Me mostró una rata reventada en un rincón de la cueva. No lo entendía. ¿Qué relación tenía aquello con la peste? Morgennes me explicó que había leído en
El libro del tiempo
(esa obra antigua que había robado para Manuel Comneno) que las ratas estaban, si no en el origen, sí al menos ligadas a la peste.

—¿Y Cocotte?

Se encogió de hombros. Como yo, esperaba que estuviera bien, pero no se hacía ilusiones sobre su suerte.

—En cuanto a nosotros —me dijo Morgennes—, creo que ya no tenemos nada que temer. La epidemia debe de haber pasado.

Se acercó a uno de los cadáveres, y reconoció al oficial que nos había arrestado. Sin decir palabra, lo despojó de su túnica naranja.

—Si encontrara un arma, podría romper esta cadena y vestirme...

Miramos por todas partes, y al final dimos con las herramientas de un difunto herrero.

—¡Perfecto!

Empuñó un pesado martillo y lo abatió varias veces contra la cadena, que acabó por partirse. ¡Libres! Froté mis doloridas muñecas, me di un masaje en las pantorrillas y dirigí una franca y cálida sonrisa a Morgennes.

—Gracias. Sin ti...

—Sin mí nunca te habrías encontrado en esta situación. Estarías...

—Estaría muerto... —le dije.

—¿Muerto?

—Sí, destripado por una multitud enfurecida en Arras. O pudriéndome en una prisión peor que la que acabamos de abandonar. .. ¡Recuerda el huevo roto!

—Pero ¿qué viste para asustarte tanto? ¿Puedes decírmelo ahora?

Miré a Morgennes y le prometí:

—Te lo diré, sí; pero no ahora. Cuando estemos seguros, en un lugar... que no sea este, calientes, ante una buena comida y junto a un buen fuego. Entonces te lo diré todo. Te lo juro. Te contaré todo lo que sé...

Al cabo de un rato, la lluvia dejó de caer, y abandonamos la cueva. Morgennes aún arrastraba su cadena.

—¿No quieres dejarla?

La hizo girar en el aire, y me dijo:

—¡Es mi arma! ¿Me preguntabas con qué pensaba vencer al dragón? ¡Lo haré con ella!

Su cadena producía un zumbido aterrador, parecido al de mil colmenas encolerizadas.

Las pequeñas construcciones adheridas a las paredes de la montaña me recordaban esas almejas pegadas a la roca que la marea baja deja al descubierto. Cuando las registramos, encontramos otros cadáveres. Ese pueblo estaba muerto.

—Prendámosle fuego —dijo Morgennes.

Una llama lamió el cielo, fundiendo la nieve a su alrededor. Además de calentarnos, purgaba esos lugares de la enfermedad y de todo el mal que se había instalado en ellos. Morgennes y yo rogamos por el descanso de los muertos.

Al caer la noche, la hoguera todavía ardía. Aprovechamos su luz para seguir explorando ese extraño paraje. Tenía cierto parecido con las cavernas de Capadocia, el país natal de san Jorge: grutas comunicadas entre sí, alojamientos rupestres donde rudas poblaciones se esforzaban en sobrevivir, apartadas del mundo.

Los agujeros en la montaña que tanto me habían intrigado a nuestra llegada resultaron ser una especie de graneros, donde se almacenaban alimentos, armas, armaduras y materiales diversos. Y aunque allí encontramos nuestro equipo (del que os ahorraré la enumeración, pero que comprendía, entre otras cosas, la cruz de bronce de Morgennes y mi draconita), no vimos ni la punta de la cola de un dragón, si exceptuamos los que aparecían aquí y allá en una serie de frescos gigantescos, pintados directamente en la roca, donde también estaban representados todo tipo de peces, bestias salvajes y pájaros alados a los que Noé había invitado a subir al Arca.

En ellos, los dragones ocupaban un puesto de privilegio, como si en esas montañas se les rindiera culto. Sin embargo, los que aquí veíamos no se parecían en absoluto a los monstruos que imaginábamos en nuestras tierras; porque aunque, como ellos, surcaban los cielos, estaban desprovistos de alas y ondulaban entre las nubes como las serpientes en la hierba. El dragón de esta región nos pareció un poco burlesco. Su mirada, su forma de presentar las garras y de correr tras una nube reflejaban una especie de picardía que no tenía nada de hostil. Era casi un animal doméstico. Pero no encontramos nada que nos permitiera saber más sobre él. Lo que para Morgennes fue una decepción.

Una decepción que se tiñó de tristeza cuando encontramos el gallinero, porque solo quedaban un montón de plumas y huesos dispersos. Parecía como si un ejército de lobos se hubiera dado un festín, mordiendo y devorando a todas las gallinas que habían atrapado en sus fauces.

Ni Morgennes ni yo proferimos una sola palabra; era difícil saber si entre las plumas que veíamos pegadas a los muros mezcladas con sangre se encontraban las de Cocotte. En todo caso, estaba claro que en este lugar no quedaba nada vivo.

—Ven —me dijo Morgennes—. No nos quedemos aquí.

Ya se disponía a lanzar su antorcha al interior del gallinero, para que corriera la misma suerte que el resto del pueblo, cuando distinguí un reflejo rojo. ¡Una pequeña pluma! La pluma revoloteó en el aire, describió dos o tres círculos girando sobre sí misma, y fue a posarse sobre una superficie redonda y lisa, del color de la caliza.

—¡Un huevo!

Morgennes levantó su antorcha e iluminó un huevo, misteriosamente salvado de la matanza.

—¡Un huevo de Cocotte! ¡Un huevo de Cocotte!

Estaba convencido de que era suyo. La pluma lo cubrió delicadamente, como para mostrármelo. Lentamente me acerqué al huevo y lo cogí.

Pero en ese momento oí el tañido de una campana. Esta vez estaba seguro, no lo había soñado.

—No —me confirmó Morgennes—, no estás soñando...

No era momento de discutir, y los dos miramos en dirección al tañido de la campana, que se dejó oír de nuevo. En realidad eran campanillas, o cascabeles; en medio de un torbellino de bruma y de polvo blanco, vimos surgir un cortejo de hombres y caballos, cuyas formas difusas empezaron a perfilarse cada vez más nítidamente.

Dos personas marchaban en cabeza, una cubierta con una capa, y la otra con un velo. Sus rasgos aún no sé distinguían con claridad, estaban demasiado lejos, y la nieve y el viento difuminaban las líneas. Todo era confuso. Sin embargo, creímos reconocer... No, era imposible, puesto que estaban muertos.

No me atrevía a pronunciar los nombres que me quemaban en los labios, pero Morgennes lo hizo por mí:

—¿Sibila? ¿Thierry?

¿Estábamos delirando? Nos parecía reconocer, en efecto, en el hombre y la mujer que empezábamos a distinguir en este instante, al conde de Flandes y a su esposa, Sibila. Y si ellos estaban allí, significaba que estábamos en el Paraíso.

Y que estábamos muertos.

Pero no, porque la bruma se disipó, y entonces vimos que se dirigían hacia nosotros un hombre y una mujer que no conocíamos. Detrás de ellos avanzaba bamboleándose un carromato con las armas del papado; sus ruedas revestidas de hierro dejaban en el polvo la marca de dos serpientes.

El hombre, vestido con una gruesa piel y calzado con botas forradas, se acercó jadeando, como si hubiera realizado un gran esfuerzo. Curiosamente parecía aliviado. El grueso collar de barba negra, su mirada inquisidora, que abrazaba todo lo que le rodeaba, y su manera de guardar las distancias, lo identificaban como un clérigo o un diplomático de alto rango. Cuando estuvo solo a unos pasos de nosotros, nos inspeccionó de arriba abajo sin preocuparse de guardar las formas, como si se encontrara frente a unos bárbaros, dudó en hincar la rodilla en tierra, pero preguntó de todos modos a Morgennes:

—¿Sois el Preste Juan?

33

Diría que os burláis de mí. ¿De verdad os estáis burlando?

CHRÉTIEN DE TROYES,

Guillermo de Inglaterra

Amaury tuvo un sueño.

Se encontraba en Jerusalén, en el Santo Sepulcro, en el momento de su coronación. El patriarca aún no le había colocado la corona sobre la cabeza, y Amaury esperaba rezando, con la mirada humildemente baja y las manos unidas en un gesto piadoso. Pero mientras recitaba algunas frases latinas que no entendía en absoluto y que aparentemente no tenían ningún sentido, Amaury se sintió extrañamente solo. Levantó un párpado y constató que frente a él no había patriarca ni niños del coro, y que las dos velas colocadas junto al altar brillaban con una luz extraña.

Un movimiento a su espalda atrajo su atención. Al mirar atrás, distinguió unas serpientes que se deslizaban entre los bancos del Santo Sepulcro, descendían a lo largo de los pilares, de las cortinas, surgían del interior de las vidrieras, salían del suelo, de las juntas de las losas... Y luego emergían de entre sus propios dedos.

Amaury lanzó un grito y se levantó para ir a coger su espada, pero entonces se dio cuenta de que iba vestido con una túnica de lino blanco y de que se había despojado de sus armas —como en los primeros tiempos del Santo Sepulcro, cuando el reglamento prohibía que entraran las mujeres y los hombres armados o con intenciones belicosas.

Llamando a sus hombres, aunque era incapaz de pronunciar nada que no fueran palabras entrecortadas, tartamudeando aún más que de costumbre, Amaury se dirigió apresuradamente hacia la doble puerta de la iglesia. Pero estaba cerrada con llave, y de la cerradura salían áspides. Retrocedió, volvió junto al altar y se arrodilló valerosamente en medio de los reptiles, al pie de la Vera Cruz. Allí, mientras balbucía una oración, vio cómo el relicario de oro y piedras preciosas donde estaba insertada la Santa Cruz ondulaba, se hinchaba, se resquebrajaba y luego se partía en dos y vomitaba culebras.

Amaury despertó bruscamente, con el cuerpo bañado en sudor. Incluso en los inviernos más fríos, como este, a menudo le arrancaba de su sueño una desagradable sensación de ahogamiento. Pero esta vez era distinto. Como un gran insecto que inspeccionara con sus antenas la crisálida en la que se había encerrado antes de su transformación, Amaury palpó con la palma de la mano las sábanas en las que se había envuelto. Estaban húmedas. Pero no era eso lo que más le incomodaba. En cuántas ocasiones se había despertado, de niño, en sábanas húmedas de orina, de adolescente, en sábanas manchadas de semen, o de adulto, en sábanas húmedas de transpiración. Infinidad de veces. No, lo que más le sorprendía era que no se sentía los brazos, ni el derecho ni el izquierdo... Redoblando esfuerzos por liberarse, consiguió por fin extraer uno de sus miembros..., ¡que se había transformado en víbora!

Amaury despertó, esta vez de verdad. Con el corazón palpitante y los brazos entumecidos, gritó:

—¡Chambelán!

En el pasillo que daba a su habitación sonaron unos pasos, la puerta se abrió, y el chambelán apareció en el umbral.

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