La espada de San Jorge (50 page)

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Authors: David Camus

—Ha tomado este monasterio bajo su protección —dijo Azim a Morgennes.

—Es posible —dijo Morgennes, sin apartar los ojos de Guyana—. Igual que nos protegió, a ella y a mí, cuando estábamos en el Cofre.

—¿Me dirás por fin cómo conseguisteis salir de allí?

Morgennes inspiró profundamente y recordó los acontecimientos de aquellos últimos días como si acabaran de producirse.

—Como sabes, estábamos en el pozo, ocultos bajo el velo sagrado de la Kaaba. Esperábamos a que los ofitas se marcharan. Por desgracia, cuando estos abandonaron el lugar, el incendio se había propagado a todo el jardín y ya no podíamos hacer nada... Excepto esperar. Afortunadamente, gracias a las provisiones que llevaba conmigo, teníamos comida suficiente. Pero el pozo era húmedo. Guyana tiritaba. Tenía frío, sobre todo de noche. Fuera el aire era caliente y seco. A veces las llamas eran tan vivas que iluminaban el pozo como un sol. Yo había cogido a Guyana entre mis brazos para transmitirle mi calor y para protegerla. Me preguntaba cuánto tiempo iba a durar el incendio y cómo íbamos a salir de allí, cuando sentí que algo se movía en mi bolsillo.

—¿Qué era? —preguntó Azim.

—Esto —dijo Morgennes sacando la draconita de su limosnera.

La depositó cerca de la cabeza de Guyana y prosiguió su relato:

—Ahora no brilla. Solo es una piedra inerte y negra. Pero en el pozo, por una razón que desconozco, se puso a brillar, a calentar. De hecho, emanaba tanto calor de ella que creí que me quemaría. Mis ropas ya empezaban a chamuscarse.

—¿Por qué reaccionaba de este modo?

—No lo sé.

—Qué extraña piedra... —dijo Azim, acercando la mano a la draconita.

—¡No la toques! Podría lastimarte...

Azim interrumpió el gesto.

—Esta piedra es como una serpiente —prosiguió Morgennes—. Muerde a los que se acercan a ella, excepto a su propietario. Es decir, yo.

—Interesante —dijo Azim—. Lo mismo se dice de la Piedra Negra de la Kaaba.

—El caso es que en el interior del pozo la piedra se puso a brillar. Y cuando se la mostré a Guyana, ella exclamó: «¡Una draconita!».

—¿Sabía qué era?

—Era la primera vez que la veía, pero los ofitas le habían hablado de ella. Me contó que se trataba de un poderoso artefacto del que solo existían dos ejemplares en la tierra. Los ofitas poseían uno. Pero un aventurero se lo había robado, mucho antes de mi nacimiento.

—Humm... —dijo Azim—. Realmente interesante. Pero a ti, ¿quién te la dio?

—Mi amigo Chrétien de Troyes, que la había recibido de su padre, que la había recibido del mío.

—¿Que la había recibido de...?

—No lo sé.

—Sería interesante saberlo —dijo Azim—. Pero todo esto no me aclara cómo conseguisteis escapar.

—Solo quería que supieras cómo habíamos sobrevivido. Porque sin esta piedra, estoy convencido de que Guyana habría sucumbido al frío. Por esta razón precisamente la pongo a su lado —dijo señalando la draconita.

Luego tosió, se acarició el mentón y continuó su relato:

—Al extinguirse el incendio, escalé el pozo llevando a Guyana a la espalda. No fue fácil, pero conseguí llegar al jardín, que había quedado reducido a cenizas. Los árboles se habían consumido por entero, ya solo quedaban los tocones ennegrecidos a ras de tierra. Pero mientras caminábamos por este campo de ruinas, donde las volutas de humo entorpecían la visión, cuál fue nuestra sorpresa al ver que los muros habían caído. En el lugar donde, justo antes del incendio, se levantaban aún las puertas del islam y de la cristiandad, ya no había nada. Solo algunos ladrillos, aquí y allá, atestiguaban que una muralla había cerrado este jardín... Y eso era todo.

—¡Por los nombres de los apóstoles! —exclamó Azim—. ¿Y el icono?

—Desaparecido, calcinado...

—¡Por san Jorge, qué gran pérdida!

Morgennes marcó una pausa, y luego terminó su relato:

—Al no tener ya que elegir entre una puerta y la otra, Guyana parecía desconcertada. Me hacía pensar en un pájaro que hubiera vivido siempre en una jaula y que, una vez desaparecidos los barrotes, se diera cuenta de que no sabía volar.

—Pobre niña —murmuró Azim.

Morgennes acarició la mejilla de Guyana y dijo:

—Me gustaría tanto que despertara... Ahora es verdaderamente Ubre.

—¿Cuándo se desvaneció?

—Justo después de haber franqueado la línea que en otro tiempo marcaba el límite del Cofre. Apenas puso el pie en el otro lado, se desplomó.

—A menudo se dice que no hay nada más arduo de franquear que el umbral.

—Primero pensé que era a causa del hambre. Llevándola en brazos, atravesé una ciudad fantasma, huyendo ante un incendio que seguía haciendo estragos al sur de Fustat. Por suerte, conseguí llegar a vuestro monasterio, que se encontraba más al norte...

Así, Morgennes había entrado con Guyana en el monasterio de San Jorge, donde Azim lo recibió con gran alegría, ya que le creía muerto. Al no haber recibido noticias suyas desde hacía demasiado tiempo, el sacerdote copto había hecho rezar muchas plegarias en nombre de su amigo. Azim pensaba que nunca volvería a ver a Morgennes. Su reencuentro fue conmovedor, y los dos amigos se apresuraron a llevar a Guyana a la celda en la que el viejo copto tenía su jergón. Allí la joven recibió los mejores cuidados. Mientras, Azim le contó a Morgennes lo que había ocurrido en El Cairo, los cambios que había experimentado Egipto, y sobre todo el principal de ellos.

—¡Los francos han sido expulsados!

—Peste de sarracenos —refunfuñó Morgennes.

—Por suerte —prosiguió Azim—, conseguí acoger a los dos templarios que hacían los oficios de embajadores ante el califa.

—Has hecho bien. ¿Y qué ha sido de Chawar?

—Ha muerto.

—¿Muerto? ¿Él? ¿Estás seguro? Sería capaz de aliarse con la mismísima muerte y engañarla luego.

—Si vive, es solo bajo la forma de una cabeza cortada que ofreció Shirkuh al califa al-Adid, el cual, en agradecimiento, ha dado a Shirkuh el puesto de Chawar. Debo decir que no es una buena noticia para nosotros, los coptos. Porque nuestros nuevos amos son, sin duda, menos conciliadores con los no musulmanes que los precedentes.

Azim esbozó una mueca de tristeza y luego prosiguió:

—Sin embargo, hay que reconocer que no todo han sido consecuencias negativas. Poco después de la muerte de Chawar, y para asegurarse la benevolencia de la población de El Cairo, Shirkuh la invitó a que saqueara el palacio del visir. Lo que la multitud se apresuró a hacer.

—¿Y dices que no fue negativo? No veo qué beneficio podéis sacar de eso.

—¿Beneficio? Helo aquí.

Azim sacó de uno de sus bolsillos una monedita cuadrada. La moneda llevaba en el anverso la pirámide de Keops, con el ojo de Udjat (un viejo símbolo egipcio) grabado en el centro; el reverso estaba ilustrado con el dibujo de un dragón, aunque sin alas, y con esta frase: «
Presbyter Johannes. Per Dei gratiam Cosmocrator
».

—¿Por qué está en latín? —preguntó Morgennes.

—Para estimular la imaginación de los cristianos. Pero en realidad, esta moneda constituye la prueba de que la historia del «Preste Juan» era un cuento inventado de cabo a rabo por Chawar y su hijo; hemos encontrado varios cofres en los sótanos de su palacio. Pero eso no es todo...

Morgennes aguzó el oído, impaciente por saber lo que el viejo jefe de los coptos tenía que comunicarle.

—Los templarios han recibido la orden de fomentar una revuelta apoyándose en nosotros y en la guardia de esclavos negros.

—¿Una orden? ¿De quién?

—De Amaury, evidentemente. El rey de Jerusalén quiere lanzar un último ataque. Dar un gran golpe antes de que sea demasiado tarde. Quiere amputar el miembro gangrenado que está a punto de contaminar a todo Egipto. Y para eso, ha elegido a tres hombres.

—¿A los templarios? ¿Creía que eran solo dos?

—El tercero eres tú. Y tú tendrás el mando, ha dicho Amaury. Los templarios te obedecerán.

—Muy bien —dijo Morgennes—. ¿Ha dicho Amaury por dónde quería empezar?

—Por matar a Shirkuh.

53

¡Eh! ¡Dios! ¿Es posible expiar este asesinato, este pecado?

¡No, no antes de que todos los ríos se hayan secado y

el mar se haya vaciado!

CHRÉTIEN DE TROYES,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Los preparativos del asesinato duraron seis semanas, durante las cuales Morgennes no dejó de hacerse preguntas con respecto a Guyana: «Si le arrebato a su futuro marido, ¿puedo arrebatarle también a su padre?».

Era incapaz de encontrar una respuesta adecuada porque otra cuestión le atormentaba: «¿Y mi rey? Ya le desobedezco al arrebatarle a su futura reina. ¿Puedo desobedecerle de nuevo no obedeciendo su orden?».

Morgennes volvía una y otra vez sobre estas preguntas, hasta el día en el que se dijo: «¡Vamos! ¿Puede llamarse padre a un hombre que ha abandonado a su hija? Shirkuh no es su padre, del mismo modo que Leonor no es su madre. Guyana está sola en el mundo».

«¡Solo me tiene a mí!», se decía mientras acariciaba sus cabellos y velaba por ella, humedeciéndole los labios y dándole de comer algunas cucharadas de sopa. A menudo pasaba la noche a su lado y solo dormía un par de horas. El resto del tiempo le explicaba alguna de las numerosas historias que conocía.

Pero en su fuero interno no podía evitar lamentarse: «¡Ah si pudiera olvidar! ¿Por qué no soy como los demás? ¿Quién se acordaría de que Shirkuh es el padre de Guyana? ¡Nadie! Mi crimen entonces no sería tal. Apenas sería una falta. ¡Esta memoria es una maldición!».

Una noche en la que había acabado de narrarle un cuento, le abrió su corazón.

—¿Qué debo hacer? ¡Aconséjame!

Pero Guyana estaba en coma. No podía responderle.

—¿Debo obedecer a mi rey?

Guyana esbozó una sonrisa.

—Es eso, ¿verdad? ¿Tú también quieres que mate a tu padre?

Se acercó a ella hasta sentir su calor y tuvo la alegría de verla sonreír de nuevo. Entonces su espíritu se serenó, y abandonó la celda donde descansaba Guyana convencido de haber tomado la decisión correcta.

«Obedezco a mi rey y no disgusto a Guyana, ya que no le arrebato nada de lo que ya no estuviera privada...»

—¡Voy a buscar a mis soldados!

Morgennes había dado a Galet el Calvo y a Dodin el Salvaje todo tipo de instrucciones que los dos viejos templarios se habían apresurado a obedecer, con mayor presteza aún porque temían por su vida. Aparentemente habían aprendido a respetar a Morgennes. Al contrario que ellos, este último se había integrado perfectamente a la forma de vida de los egipcios. Algunos días se parecía tanto a un copto —con su piel tostada, sus numerosos tatuajes y su fraseo lento— que era imposible distinguirle de los verdaderos. Su dominio de los diversos dialectos de Egipto, Francia, Oriente, el Cáucaso y Tierra Santa era tan perfecto que podía atribuirse numerosos orígenes. Siempre que se disfrazara bien, Morgennes podía engañar al mundo entero.

«Habrías sido un excelente ofita», se divertía a veces en decir Azim, para pincharle.

Pero Morgennes no solo disfrazaba su apariencia. Había adoptado también la costumbre de prescindir de ciertos sentimientos y de ponerlos —provisionalmente— como en el interior de una bolsita hundida en el fondo, muy en el fondo, de su corazón. Los acontecimientos que le habían llevado, en otro tiempo, a enfrentarse a los dos veteranos del Temple no debían perturbar el buen desarrollo de su misión. Por el momento, no tenía tiempo para dedicarse a esos detalles. «Los detestaré más tarde», se había dicho un día.

Lo más curioso fue que, durante las semanas que siguieron al incendio de Fustat y mientras Guyana permanecía en coma, los tres hombres llegaron casi a establecer lazos de amistad. Estaban haciendo un trabajo excelente. Más viejos que Morgennes, Galet el Calvo y Dodin el Salvaje le narraban sus antiguos hechos de armas, jactándose de tal o cual hazaña que les había valido una generosa recompensa en armas, armaduras o en especies contantes y sonantes.

—Creía que vuestra orden proscribía la posesión de riquezas.

—No las
poseemos
—aclaraba Galet el Calvo, cuyo rostro estaba surcado por tantas cicatrices como relámpagos cruzan el cielo en una noche tormentosa—. Nos limitamos a entregarlas a nuestra orden, que a su vez está encantada de
prestárnoslas.

Al ver que Morgennes reaccionaba a esta declaración con una mueca extraña, Dodin el Salvaje creyó conveniente precisar:

—Nuestros primos del Hospital hacen lo mismo.

—No os reprocho nada —dijo Morgennes, que sabía cuán tentador puede ser llegar a un arreglo con la propia conciencia.

Gracias a su mediación, los coptos habían aceptado proporcionar a los francos todas las informaciones que necesitaban, así como contactos entre los guardias negros, que solo soñaban con derrocar a Shirkuh.

Su plan incluía varias fases, la primera de las cuales consistía en decapitar a los sunitas y envenenar a Shirkuh. Esta misión recayó en Morgennes, convertido, gracias a la difunta Shyam, en maestro cocinero... en materia de venenos.

Él sería el encargado de acercarse, durante un festín, al nuevo visir, para servirle todo tipo de platos, cada uno de los cuales estaría ligeramente envenenado. Shirkuh tenía un apetito tan voraz que de todos los comensales sería el único en ingerir una dosis letal. En el peor de los casos, los demás sufrirían un buen cólico y pasarían algunos días en cama, pero nadie llegaría a sospechar que Shirkuh había sido envenenado. Para todo el mundo, la causa de su muerte sería su gula.

—¡Que es, mis queridos hijos y hermanos —les recordó Azim—, un pecado mortal!

Así, una noche Morgennes se enfundó en las ropas de un sirviente del palacio del visir y sirvió numerosos manjares y bebidas durante una de las formidables fiestas que daba Shirkuh en honor de los suyos —en esta ocasión, de Taqi, que cumplía diez años—. Durante el banquete se llevaron a la mesa más de treinta platos, de los que los comensales apenas tomaban cinco o seis bocados antes de pasar al siguiente. Excepto en el caso de Shirkuh. Porque ahí donde los demás se conformaban con un poco, él lo devoraba todo. «El León», como le apodaban, trasegaba ánforas enteras de vino y no dejaba en el fondo de las cuscuseras más que el reflejo cobrizo de las antorchas que sostenían los sirvientes.

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