La espada de San Jorge (52 page)

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Authors: David Camus

Sin el apoyo de los francos, era casi imposible triunfar. Sin embargo, gracias a su coraje y a su determinación, los insurrectos habrían podido imponerse si el califa no les hubiera retirado su apoyo en el último momento.

—¡Ese perro! —exclamó, rabioso, Dodin el Salvaje—. ¡En lugar de ayudarnos, ha hecho que su guardia personal aniquilara a sus propias tropas!

—Para quedar en buen lugar ante Saladino —dijo Morgennes.

La insurrección estaba a un paso del fracaso.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Galet el Calvo.

—Hay que batirse en retirada. Solos, no tenemos fuerza suficiente para resistir.

—Alguien ha debido hablar, o bien el mensajero se ha dejado atrapar —añadió Dodin.

—Sin Amaury, estamos perdidos.

—Partamos —dijo Morgennes.

Los tres hombres retrocedieron en dirección a Fustat, zigzagueando entre edificios que ya no eran más que hogueras. El calor era tan intenso que enturbiaba el aire. Dodin el Salvaje y Galet el Calvo tenían dificultades para respirar. Este último, el mayor de los templarios, se había quedado atrás.

—¡Dodin! ¡Morgennes!

Morgennes aflojó el paso. Era la voz de Galet el Calvo. ¿Dónde se había metido?

—¡Dodin! ¡Morgennes!

Morgennes se volvió hacia Dodin el Salvaje, que corría a su lado.

—Dile a Azim que huya. Yo voy a buscar a Galet.

—Pero...

—No discutas. Es una orden.

Morgennes parecía tan decidido que Dodin salió disparado en dirección al monasterio de San Jorge, donde esperaba el jefe de los insurrectos. Allí encontró a Azim y le dijo:

—¡Todo está perdido! ¡Hay que escapar!

Manteniendo su sangre fría, Azim declaró:

—No sin Morgennes y Galet.

—Pero el propio Morgennes...

—Marchaos si queréis, pero yo esperaré a Morgennes.

Un crujido atrajo su atención. En el marco de la puerta se dibujaba una forma. Pálida, vestida de blanco como un fantasma. Era Guyana. Viendo la expresión turbada de los dos hombres, preguntó:

—¿Morgennes está en peligro?

—¡Por aquí! —gritó Galet el Calvo—. ¡Morgennes, a mí!

El viejo templario se encontraba bajo un muro derrumbado. El fuego estaba tan cerca que sus ropas empezaban a chamuscarse. Morgennes corrió hacia él, y una visión cruzó por su mente. La de un niño vadeando un río helado. ¿Había llegado el momento de las explicaciones? ¿El momento de la revancha?

—¡Morgennes, sálvame!

Morgennes miró a Galet, y de pronto se sintió incapaz de ayudarle.

—No puedo...

—¡Ayúdame!

Morgennes tuvo una nueva visión. La de Galet, aún joven, cargando contra su padre y su hermana, con la lanza apuntando hacia delante.

—¿Por qué?—preguntó Morgennes a Galet.

—¿Por qué, qué?—susurró el viejo jadeando.

—¿Por qué mataste a mi hermana y a mis padres?

—Pero ¿de qué estás hablando? ¡Estás loco! ¡Sálvame! ¿No ves que mis calzas se están quemando? ¡Tengo las piernas ardiendo! ¡Piedad, piedad!

Morgennes se arrodilló junto al viejo templario y miró a derecha e izquierda. En torno a ellos las llamas eran tan altas que formaban nuevos muros, incandescentes.

—¿Por qué debería salvarte precisamente yo? —preguntó Morgennes bajando la cabeza—. No he sido yo quien te ha colocado bajo este muro. Ha sido él. ¿Por qué no le pides que te ayude?

—¿Él? ¿Quién es él?

—Tu Dios.

—¿De qué hablas? —sollozó Galet el Calvo, con las mejillas bañadas en lágrimas—. ¿No somos amigos?

—No lo sé —dijo Morgennes adelantando la mano hacia la pierna de Galet, por donde corrían las llamas.

—¡Y yo que lo había creído!

Morgennes no dijo nada. Abría y cerraba la mano sobre las llamas sin sentir aparentemente ningún dolor, dejando pasar entre sus dedos cuatro Mamitas que parecían las cuatro pequeñas lenguas de una hidra en miniatura.

—¿Qué sortilegio es este? —resopló Galet.

Entonces comprendió que estaba condenado y le escupió:

—¡No me equivocaba en el Krak de los Caballeros! ¡Eres el hijo del Diablo! ¡Confiésalo!

—Si para ti el Diablo es un hombre apacible, entregado a su trabajo, a su mujer y a sus dos hijos, entonces sí, el Diablo es mi padre. Y puedes estar contento, porque fuiste tú quien lo mataste, tú y otros cuatro caballeros.

—Pero ¿de qué hablas? ¡Creí que sentías rencor hacia mí a causa de la babucha de Nur al-Din! ¡Cógela! ¡Es tuya! ¡Te la doy!

—¿Aún no lo entiendes?

—¡No! —exclamó Galet en su agonía.

—¿Recuerdas a cinco caballeros que en otro tiempo atacaron a una pobre mujer que vivía apartada del mundo con su marido herrero, su hija y su hijo?

—¿De modo que eras tú?

—Éramos nosotros.

—Entonces moriré. Porque, sí, pequé. Pero te pido que me perdones, Morgennes. Porque lo que hice, lo hice por Dios.

—Que ahora te lo paga.

—¡Era joven, Morgennes! Creía hacer el bien. ¡Castigar a un traidor que había tenido la audacia de renegar de su fe para emparejarse con una perra judía!

Se escuchó un crujido más ensordecedor que los anteriores. Cayeron piedras al suelo. Una lluvia de pez se pegó a las ropas de Morgennes y de Galet, chisporroteando sobre los cascos, los yelmos, perforando la carne de Galet, pero dejando casi indemne la de Morgennes.

—¡Perdóname!

—No puedo —dijo Morgennes—. ¿Crees que he olvidado? No he olvidado nada, el dolor es tan vivo como entonces.

Un haz de chispas le salpicó el rostro, causándole —por primera vez en su vida— una profunda quemadura. Se llevó la mano a la cara y sintió algo pegajoso. ¿Su carne?

—Pide a Dios que te perdone, Galet. Yo no tengo ese poder.

Galet el Calvo había cerrado los ojos. Esperaba la muerte. Luego, al ver que Morgennes se levantaba y se alejaba de él, murmuró entre estertores:

—Te perdono. Que Dios pueda perdonarte también.

Morgennes se marchó corriendo. En torno a él todo ardía. Los seres y las cosas, los animales, los vegetales. Pero, en su cabeza y en su alma, era invierno y él corría por el bosque.

Estaba impaciente por llegar al río.

55

No habían pasado tres meses cuando Soredamour recibió en su

seno la simiente de hombre, que fructificó hasta su término.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Cligès

El Nilo es una serpiente.

Un inmenso dragón cuya cabeza está en Alejandría y la cola, en lo desconocido. Porque a su cola corresponde la fuente del Nilo, que nunca ha sido descubierta.

—Si hay que creer al Génesis —dijo Morgennes a Guyana, encendiendo una vela en la cabina del falucho en el que navegaban desde que habían huido de El Cairo—, el Nilo sería uno de los cuatro brazos del inmenso río creado por Dios para regar el Paraíso.

Se volvió hacia Guyana, le pasó la mano por los cabellos y la atrajo dulcemente hacia sí.

—Pero es solo una hipótesis. Para los ofitas, el Nilo es la Serpiente que en otro tiempo tentó a Eva. Un Dios al que conviene adorar, ya que al ofrecer el saber a la humanidad, la liberó de la esclavitud.

—Para mí, el Nilo es nuestro amor —murmuró Guyana.

—Para mí también —dijo Morgennes.

El falucho se deslizaba ahora, desde hacía varios días, hacia el sur, hacia la ciudad de Cocodrilópolis —actualmente llamada Abu Simbel—, donde los ofitas habían tenido su base en tiempos remotos.

—¿No es peligroso ir allí? —preguntó Guyana, mirando cómo la luz de la luna caía como una lluvia de oro sobre las aguas centelleantes del río.

—Según Azim, no. Porque ya no quedan ofitas en Cocodrilópolis desde que Egipto fue conquistado por los árabes, es decir, desde hace cinco siglos. La ciudad está en manos de los chiítas, que siguen resistiendo a Saladino. Desde allí podremos reemprender la lucha.

Guyana no hizo ningún comentario. Pero para ella aquella lucha era vana. Posó la mano sobre la draconita que se encontraba a su lado y dijo a Morgennes:

—La he mirado bien, y la encuentro cada vez más extraña.

—¿Por qué?

—En su interior he visto una especie de renacuajo, como un dragón en miniatura, sin las alas...

Morgennes cogió la piedra y la observó. Efectivamente, en ella se movía una forma, mezcla de blanco, gris, negro y oro, pero de ahí a ver un renacuajo...

—Lo siento, pero no veo nada.

Guyana sonrió y añadió:

—No es eso lo más extraño. Lo más extraño es esto.

Hizo girar la piedra en sus manos, bajo los ojos de Morgennes. Pero él seguía viendo la misma forma, como si la piedra no se hubiera movido.

—Lo sé, efectivamente es muy extraño —dijo Morgennes—. Por más que la gires una y otra vez en todos los sentidos, siempre se ve lo mismo.

—Las leyes de nuestro mundo no cuentan para ella.

—¿Y tú? ¿Qué ves?

Guyana hundió su mirada en la de Morgennes y le dijo:

—A una magnífica niña.

Morgennes se quedó sin aliento.

—Y si te pidiera en matrimonio, ¿aceptarías?

—¿Me lo pides?

En ese momento llamaron a la puerta, y Azim les dijo:

—Hemos llegado. Preparaos para desembarcar.

Unos instantes más tarde, un puñado de ex insurrectos agotados llegaron al puerto, medio en ruinas, de Cocodrilópolis. El cielo era de color malva y la luna de un tono cremoso. Guyana miró alrededor, sujetó la orla de su vestido con una mano y le dio la otra a Morgennes, que la ayudó a poner pie a tierra. Sus pasos resonaron tristemente sobre los bloques de piedra agrietados del pontón, donde estaban pudriéndose algunas barcas de caña.

—No me gusta este lugar —dijo Guyana—. Está demasiado tranquilo.

—La calma que precede a la tempestad —dijo Azim acercándose, con una cuerda en la mano.

Después de atar la cuerda a un poste, abrió los brazos y declaró:

—Sabed, amigos míos, que aquí empieza y termina todo. Estamos en el punto de confluencia de los dos Egiptos, el bajo y el alto. Aquí se entrelazan los misterios y todo puede bascular. De modo que prestad atención. Antiguos dioses nos observan.

Como para apoyar sus palabras, los gritos de las grullas resonaron en el aire.

Dodin el Salvaje desembarcó a su vez, con el único acólito de Azim que había escapado a la matanza. Los dos hombres llevaban una silla, sobre la que iba sentada la mujer de Azim.

—No la dejéis caer —dijo el viejo copto.

—No os preocupéis —replicó el acólito.

Dodin, por su parte, no dijo nada. No había abierto la boca durante todo el viaje, y seguía lamentando la pérdida de su viejo amigo, Galet el Calvo. Galet, del que había sido escudero. Galet, que le había armado caballero. Galet, que ya no estaba con él.

«¡Vengaré tu muerte!»

De vez en cuando acariciaba el mango de su corta daga —esa misericordia encontrada en Francia que había sido su primer trofeo—. Morgennes a menudo le había preguntado por ella: «¿De dónde procede? ¿Quién te la dio? ¿Fue un niño? ¿Una niña...?».

Dodin siempre había evitado responderle. Incluso cuando su relación había mejorado. Porque en las preguntas de Morgennes había algo que no podía definir, una forma de insistir que le daba escalofríos. La misma sensación que había sentido un día cuando una serpiente le había rozado el pie. Y Dodin detestaba a las serpientes y a todo lo que se les parecía. Incluidos los cocodrilos. Por eso no tenía ningunas ganas de permanecer en Cocodrilópolis, por más que se hubiera convertido en Abu Simbel y estuviera habitada por gente normal.

Después de haber dejado a la mujer de Azim en la orilla, volvió la mirada hacia la vaga línea verde que bordeaba el acantilado, un poco más al sur, marcando el inicio de la jungla y de los territorios desconocidos.

—Busquemos con qué abastecernos —dijo—. Y luego larguémonos a lomos de camello hacia el mar Rojo. Después remontaremos hacia Aqaba, y de allí hacia el Pontus Euxinus y luego a Jerusalén. No debemos permanecer aquí. Egipto y todos sus dioses, antiguos y nuevos, sus faraones, sus animales, se nos echarán encima.

—Sobre todo es Saladino quien podría echársenos encima —dijo Azim—. Según mis informaciones, ha enviado una decena de faluchos en nuestra persecución.

—Razón de más para que no prolonguemos nuestra estancia aquí —añadió Dodin.

Desde su huida precipitada de El Cairo, sus cabellos se habían vuelto totalmente blancos. Su mirada, su boca, que en otro tiempo daban a su rostro una expresión sumamente cruel, parecían ahora marcadas por el agotamiento más que por el odio. Dodin el Salvaje se había convertido en Dodin el Fatigado. El derrengado. Estaba tan cansado que, como solía decir: «Ni siquiera sentado me tengo en pie». Dodin no era nada sin Galet. El templario no quería dar vueltas a la pregunta —no ahora—, pero sabía que un día u otro tendría que responder a ella: «¿Qué pasó en El Cairo entre Morgennes y Galet? ¿Cómo murió Galet?».

Después de que los hombres hubieran abandonado el falucho, les tocó el turno a los monos. Durante el viaje, los animales se habían relevado en la popa, en la proa y en la punta del mástil para desempeñar el papel de vigías, con una mano sobre los ojos, escrutando el horizonte para dar la señal de alerta en caso de peligro.

Pero no había habido ningún peligro. Apenas una vaga presencia de cocodrilos aquí o allá, pero nada demasiado inquietante.

Una vez en tierra, Frontín se puso a bailar saltando de un muelle a otro, trepando al hombro de Azim, volviendo a bajar, tirándole del manto, corriendo a ver a Morgennes, escupiéndole al oído entre chillidos.

—¡Lo siento, Frontín, pero no hablo tu lengua!

Azim rió. Guyana les miró, afligida.

—Se diría que trata de decirnos algo.

—Si Gargano estuviera aquí, nos diría qué. Porque pretendía conocer el lenguaje de los animales —añadió Morgennes.

Al oír el nombre de Gargano, Frontín dio unas palmadas e hizo una pirueta.

—Gargano —repitió Morgennes.

Frontín corrió en todas direcciones, más excitado que nunca. Arengó a los demás monos, que sujetaron a Morgennes por las calzas, para invitarle a seguirlos. Morgennes abrió los brazos y dijo:

—¡Está bien, está bien! ¡Os sigo!

Dejándose guiar por los monos, atravesó una ciudad sorprendentemente desierta y llegó al pie de una enorme escalinata. Bordeada de estatuas de dioses con cabeza de cocodrilo, la escalera ascendía hacia una catarata que hacía de frontera entre la ciudad y la jungla. Los escalones eran tan antiguos que probablemente databan de la época heroica en la que los faraones iban a descansar a Cocodrilópolis. Pero un detalle intrigaba a Morgennes. Virutas de madera aparecían esparcidas aquí y allá sobre las losas gigantes. ¿Qué era aquello? Cogió una entre los dedos y la reconoció enseguida.

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