La espada de San Jorge (47 page)

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Authors: David Camus

Guillermo, por su parte, oscilaba entre la cólera y la tristeza; no sabía si era más apropiado dar rienda suelta a su odio o estallar en sollozos. No hizo ni una cosa ni la otra, pero no pudo evitar pensar: «No hace falta ser adivino para leer en estas entrañas el fin de los sueños de Amaury».

Esta victoria no era tal.

Peor aún, era una espantosa derrota, porque acababa de levantar contra ellos a los pocos egipcios que aún eran aliados de los francos.

«¿Quién lo ha querido? —se preguntaba Guillermo—. ¿Quién ha permitido esto? ¿Dios? ¿Alá?»

De pronto se sintió aturdido y se llevó la mano a la frente. «Alá...» Pero ¿qué decía? ¿Estaba loco? Seguramente estaba delirando, porque de otro modo nunca habría acudido a su mente el nombre de este falso dios. Notando la boca sucia —había pronunciado el nombre de ese demonio—, escupió al suelo, y su flema cayó sobre un enjambre de moscas, dispersándolo.

Tres días atrás, el ejército franco y los hospitalarios se habían presentado ante las murallas de Bilbais para negociar la rendición. Amaury esperaba conseguirla a cambio de algunas monedas de oro, o de la vaga promesa de un feudo por inventar (¿no había concedido ya a sus vasallos, aliados y señores más tierras de las que tenía Egipto?); el rey había esperado que la ciudad se sometiera sin oponer demasiada resistencia.

Pero, para sorpresa de los francos, cuando Amaury reclamó al joven gobernador de Bilbais un lugar donde acampar, este respondió: «No tienes más que acampar sobre la punta de nuestras lanzas. ¿Crees que esta ciudad es un queso que podéis devorar?».

Metáfora culinaria que Amaury había aprovechado enseguida para replicar: «Un queso, sí. Del que El Cairo es la crema».

Unas horas más tarde, el sitio empezaba, y tres días más tarde —es decir, en ese 4 de noviembre de 1168 de siniestra memoria— Bilbais, con sus frágiles murallas demolidas por los francos, era tomada.

Bajo el mando de su maestre Gilberto de Assailly, los hospitalarios y sus cohortes de mercenarios fueron los más ardientes propagadores de la fe cristiana. Ávidos por convertir esta ciudad en la pieza maestra de sus futuras posesiones egipcias, se encargaron de limpiarla de todo lo que en ella había vivido al margen de sus leyes y, hasta ese momento, en una paz relativa. A niños que salían corriendo de una casa que era pasto de las llamas se les clavaba al suelo de una lanzada; las mujeres eran violadas bajo las miradas de los hombres; las hijas, bajo las de sus padres, y todos acababan decapitados, en el mejor de los casos. Porque, dominados por un ardor demoníaco, los hospitalarios —a los que habían prometido mucho y que querían ofrecer un adelanto de las penas del infierno a esos infieles— pretendían demostrar el vigor de su fe desplegando todo el abanico de sus capacidades para innovar en materia de crueldad.

Pobres niños desmembrados a los que hacían correr, por diversión, con los brazos arrancados por las calles de la ciudad, para verles tropezar y luego agonizar sobre el cadáver de otro. Piernas medio cortadas, cuellos rajados, manos, dedos, sexos y senos entregados a perros adiestrados para atacar, a los que habían «olvidado» alimentar en previsión del sitio.

Los mantos negros con la cruz blanca se teñían de rojo, y hasta las patas de los caballos, que chapoteaban entre los intestinos, triturando las vísceras y mezclando las tripas entre una sinfonía de bufidos, estaban cubiertas de sangre.

¿Se podía ser más cruel? Seguramente. Pero Amaury, asqueado hasta la náusea por este espectáculo, ordenó detener la carnicería.

—¡Deteneos!

No le escuchaban. Tal vez fuera el rey, pero no era Dios ni el Papa. Y en esa hora, Dios había ordenado: «¡Matad! ¡Aniquilad sin distinción de religión, edad ni sexo! ¡Matadlos a todos!».

Esa matanza debía servir para alimentar el feroz apetito del Dios de los hospitalarios.

—¡Deteneos! —volvió a gritar Amaury.

En vano.

Sabiendo que debía tomar distancias si no quería ver su autoridad, ya vacilante, reducida a la nada, volvió a su tienda en el linde de la ciudad. Allí ordenó que le trajeran la Vera Cruz y se encerró con ella.

—Tú —gritó a la reliquia—, ¿es eso lo que querías? ¿Nuestra p-p-perdición? ¿No comprendes que p-p-por ti han emprendido esta expedición? ¿Qué esperas de nosotros? ¿Matanzas, muertes, sangre? ¿Nada más? ¿No te complace la p-p-paz?

Luego, volviéndose hacia la entrada de su tienda, aulló:

—¡Guillermo!

Guillermo de Tiro asomó la cabeza.

—¿Sire?

—¡Ven!

Guillermo se acercó a Amaury, esforzándose en contener la cólera que hervía en su interior.

—Dime —le preguntó Amaury—, ¿qué p-p-pensamientos ocupan tu espíritu?

—Majestad, no sé.

—Guillermo, nunca me has mentido. De todos los seres que c-c-conozco, eres uno de los pocos en cuyas manos pondría la vida de mi hijo, que es mi bien más precioso. ¿Qué p-p-piensas de mi real persona? Dime la verdad.

—Sire, realmente no...

—¡Habla, o a fe mía que te c-c-corto la lengua!

Guillermo tragó saliva, y luego dio su opinión al rey, tal como este le había ordenado.

—Majestad, creo que habéis traicionado vuestra palabra, por dos veces, y vuestro cometido... Creo que un castigo terrible nos espera, creo que...

—¿Por dos veces?

—La palabra que disteis, a través de mi persona, al emperador de Bizancio, Manuel Comneno. Habíais convenido que le esperaríais un año, antes de atacar.

—Esta es una.

—Y la palabra que disteis este verano al califa al-Adid y a su visir, Chawar. Recordad esa ceremonia en el curso de la cual insististeis en estrechar la mano desnuda del califa. Se sometió a vuestras exigencias, sin comprenderlas, y...

—Entonces, según tú, ¿soy un t-t-traidor?

—Uno de los peores.

—Veamos, tampoco soy Judas, ¿no?

—Igual que el califa de Egipto no es Jesús. Aquellos a los que habéis traicionado se encontraban de vuestro lado, dispuestos a ayudaros. Habéis traicionado a vuestro hermano, a vuestro padre. Pero sobre todo os habéis traicionado a vos mismo. Y con vuestro gesto habéis indicado el valor que otorgáis a vuestros antepasados, a vuestros sueños, a vuestro pueblo, a vuestro cometido y, para acabar, a vuestra propia persona.

Como un león enjaulado, Amaury caminaba de un lado a otro de su tienda, cogiéndose continuamente el mentón con una mano y pasándose la otra por su rala cabellera.

—Vamos, busquemos, tiene que haber una solución.

—Majestad, si puedo permitirme...

—Sigue.

—Cuando el vino se ha escanciado...

—Hay que beberlo. ¿Quieres que p-p-prosiga con esta expedición?

—Perderéis Egipto, es un hecho. Porque todos los egipcios se pondrán del lado de Chawar y os hostigarán siempre que puedan, en todas partes, aunque consigáis manteneros en El Cairo. Algo que dudo que podáis hacer si Nur al-Din decide enviar a Shirkuh contra vos...

—¿Shirkuh? P-p-por lo que sé, aún no está ahí. En cuanto a que me hostiguen, no voy a preocuparme por algunas escaramuzas cuando tengo a mis órdenes, o eso espero, un ejército tan p-p-poderoso como el de Jerusalén. Por no hablar de los hospitalarios, de la armada (que en este momento debe de estar remontando el Nilo) y de Constantinopla, que aún p-p-puede acudir en nuestra ayuda.

—Majestad, ningún ejército, por poderoso que sea, puede esperar vencer en territorio enemigo si no consigue una victoria total.

—¿De modo que es un p-p-problema sin solución? ¿Me dices que siga adelante, y sin embargo no crees que existan p-p-posibilidades de éxito?

—Majestad, todo lo que podéis esperar ganar es un poco de tiempo. El tiempo que necesitaréis para rehaceros y para lograr que los bizantinos os den su apoyo dentro de un año. Bilbais llevará para siempre los estigmas de nuestro paso por ella. Y si los hospitalarios no han hecho diferencias entre los musulmanes y los coptos, ¿cómo queréis que estos últimos las hagan entre los hospitalarios y vos mismo? Habéis perdido a un aliado precioso. Hay que dejar que las heridas se cierren y confiar en Dios.

—¡Dios!

Furioso, Amaury sujetó la Vera Cruz, se la cargó al hombro y salió de su tienda. Luego, volvió a montar a Passelande, aún con la cruz a cuestas, y se dirigió hacia la carnicería de Bilbais.

Allí se plantó en lo alto de una ruina y miró alrededor.

A la entrada de la ciudad, sobre la puerta de una casa con las paredes medio derruidas, distinguió un león, clavado con las patas en cruz. Le habían abierto el pecho con un golpe de espada y sus vísceras colgaban hasta la arena, como un estandarte macabro. Si este león había sido crucificado de ese modo, era porque, a ojos de los hospitalarios, representaba el mal. La fiera, probablemente atraída por el olor a carne fresca, debía de haber sido capturada por los caballeros del Hospital y clavada con un lanzazo, antes de serlo de forma definitiva con verdaderos clavos. Su melena, empapada de sangre, le caía sobre la cara y. le daba un aire afligido. Parecía una imitación siniestra de Cristo, con su parodia de corona de espinas y sus costillas salientes, visibles bajo la piel desollada.

Amaury cerró los ojos un instante, y luego volvió a abrirlos para ver quién lanzaba aquellos gritos, quién aullaba de aquel modo. Eran los mercenarios contratados por los hospitalarios, que volvían al campamento con los brazos cargados con el fruto de su rapiña. Con el rostro negro de hollín y las manos y la barba teñidos con la sangre de sus víctimas, se llevaban de Bilbais objetos tan insignificantes como mesas o taburetes medio quemados, viejos vestidos de lana, haces de cañas o jarrones de gres. Algunos iban vestidos con ropas que habían sustraído, y no pocos de entre ellos llevaban ropas de mujer, que habían robado para sus prostitutas. Otros, glotones, habían cogido todo lo que habían encontrado en materia de víveres y lo habían arrojado descuidadamente sobre un paño que arrastraban tras de sí, cargado de ánforas medio vacías, mendrugos de pan, algunos puñados de arroz o restos de carne, tras los cuales gruñían los perros.

Al verlos, Amaury sintió de nuevo ganas de vomitar. Pero se contuvo y levantó la Vera Cruz hacia el cielo. Si hacía un momento su lanza no había tenido ningún efecto, esperaba que la Santa Cruz le permitiera hacerse escuchar por su ejército y por el de los hospitalarios.

—¡Soldados!

Varios centenares de pares de ojos se volvieron hacia él.

—¡Solo hemos escrito el p-p-prólogo de nuestras aventuras! ¡Seguidme ahora a El Cairo para redactar la continuación! ¡A El Cairo!

—¡A El Cairo! —repitieron después de él los mercenarios, los caballeros y los infantes, los escuderos y todo el que llevaba un arma en nombre de la cristiandad-. ¡A El Cairo! ¡A El Cairo!

Amaury sonrió ampliamente y murmuró a Guillermo:

—Ves, he vuelto a coger las riendas...

Pero a Guillermo aquello no le pareció un buen augurio. Además, un buitre fue a posarse sobre la Vera Cruz y lanzó un grito estridente, mientras paseaba, al extremo de su largo cuello, una mirada interesada sobre el ejército franco.

Como para ahuyentar este funesto presagio, Amaury espoleó a Passelande, se lanzó hacia los prisioneros y penetró entre sus filas.

—Los de la izquierda son p-p-para mí. El resto son vuestros... —dijo a los soldados.

Finalmente, volviéndose hacia los prisioneros que se había adjudicado, les dijo:

—Os devuelvo la libertad, en reconocimiento por la gracia que Dios me ha otorgado al conquistar Egipto. Volved a vuestras casas, si aún es p-p-posible...

Diez días más tarde, los francos llegaban a los alrededores de El Cairo. Pero, entretanto, un emisario enviado por Chawar se había acercado a ellos con la intención de sondearlos. Este emisario era el segundo que Chawar enviaba a Amaury —el primero había sido comprado con la promesa de concederle un feudo en los futuros territorios francos de Egipto.

Vestido completamente de blanco y enarbolando una larga bandera blanca, que —como si se resistiera a cumplir su misión— pendía tristemente entre los cascos de su yegua, el emisario avanzó hacia Amaury con una expresión falsamente radiante. El hombre levantó la mano derecha y dijo:

—¡
Assalam aleikum
, rey traidor! Porque ¿cómo podría llamarte de otro modo dadas las funestas intenciones que te han llevado hasta nosotros?

Amaury hizo un gesto con la mano y tartamudeó su respuesta:

—¡
Aleik-k-kum assalam
, amigo mío! Que el cielo sea alabado, hermano, pero estás totalmente equivocado. Ve a tranquilizar a Shirkuh (que la paz sea con él), porque no tengo ninguna intención de perjudicarle. ¡Al contrario! He venido a advertirle de un peligro. A algunos cristianos particularmente entusiastas se les ha metido en la cabeza la idea de conquistar vuestro hermoso p-p-país. Temiendo que lo consiguieran, me puse en camino para p-p-proponeros mis servicios como mediador.

—Hermano, dime, ¿qué clase de mediador eres tú? Porque me gustaría saber quiénes son estos cristianos, vestidos con pesadas capas negras adornadas con una cruz blanca, que veo pegados a los cascos de tu ejército.

—Hospitalarios.

—¡Yo digo que son demonios!

—¡Están aquí p-p-por mi seguridad y por la vuestra!

—Vamos, hermano, vosotros sois aquí los únicos que pueden amenazarla. ¿Por qué no ordenas a tus hospitalarios que vuelvan tranquilamente hacia la fortaleza que están construyendo al sur del monte Thabor y que lleva por nombre castillo de Belvoir?

—¡Hermano! ¡Por D-d-dios que me alegra verte tan bien informado!

—En efecto. Es lo menos que te debo, oh gran rey. Pero puedes retirar el pesado manto de la inquietud de tus nobles hombros, porque no tenemos necesidad de tu ayuda. Sin embargo, para darte las gracias por haberte desplazado, Chawar, ¡que Dios le guarde!, me ha autorizado a ofrecerte una compensación. Propone que tú mismo fijes el montante, para mostrarte cuán grande es su afecto por ti.

—¡Hermano, esto es magnífico! A fe mía que un millón de d-d-dinares bastarán. A este precio creo que podré convencer a los elementos recalcitrantes de mi ejército para que vuelvan a Jerusalén.

—¡Un millón! Es una suma muy importante, pero tú la vales, sin duda. Hermano, mi corazón sangra porque debo partir a ver a mi príncipe. Vuelve a tu morada, y tendrás mi respuesta en el plazo de unos días.

Pasados diez días, Chawar en persona se presentó ante Amaury y le anunció:

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