La espada de San Jorge (42 page)

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Authors: David Camus

Un anciano, que hasta entonces había permanecido tranquilamente sentado en su silla, se levantó súbitamente y, mostrando la cruz que llevaba al cuello, bramó:

—¡Majestad, como patriarca de Jerusalén, aceptó que este pecado recaiga sobre mí! Luego iré a hacerme absolver por el Papa, que, estoy seguro, aprobará esta acción.

—¡P-p-patriarca, no puedes imaginar nombre más despreciable y vil para obligarme a obedecer que el de «el Papa»!

—¡Majestad, os conjuramos a que ataquéis!

—¡No! Hay que c-c-conservar la razón.

El hombre del bastón y la larga barba intervino entonces, y dijo con voz tranquila:

—Pasé dos años negociando con Manuel Comneno. Para convencerle de que nos ayudara tuve que desplegar tantos ardides como Ulises. ¡Os lo ruego, señores, un poco de paciencia! ¿Qué es un año, cuando al cabo de este año se encuentra la victoria?

—¡Muerte a esos malditos griegos! —le respondió una voz.

—¡Que ardan en el infierno!

Guillermo de Tiro se volvió hacia los que habían gritado.

—¿Qué les reprocháis?

—¡Son unos herejes! ¡Unos afeminados!

—¡Solo piensan en el dinero!

El patriarca de Jerusalén creyó conveniente añadir:

—Se burlan de nuestra fe. He visto cómo se persignaban. ¡Igual que los coptos, lo hacen solo con un dedo!

—¿Y qué? ¿Acaso un dedo no basta?

—¡No, claro que no! Es un sacrilegio. ¡Porque no debe honrarse a Dios con un dedo, sino con la mano entera!

—¿No queréis esp-p-perar unas semanas? —preguntó Amaury—. Dar tiempo a Morgennes para que pueda p-p-proporcionarnos informaciones más amplias...

—¿Qué? ¿Él? ¡Vamos, majestad, desvariáis! ¡Ese pordiosero ni siquiera es de sangre azul!

—Además, ¿creéis que Nur al-Din se quedará con los brazos cruzados? ¡No, este es el momento de atacar!

—¡Y cogerles por sorpresa!

—¿De qué fuerzas disponemos? —preguntó el rey.

Gilberto de Assailly, el maestre del Hospital, le respondió:

—Estamos nosotros, el Hospital. Así como varios nobles, y los refuerzos llegados de Francia.

—¿Y el Temple?

—No participará.

El rey se acercó al trono con una expresión que hizo que el barón que lo ocupaba se levantara al instante. Una vez sentado, Amaury miró a los grandes de su reino y les dirigió más o menos este discurso:

—Si os interesa mi opinión, haríamos mejor en no meternos en este asunto. Tal vez actualmente Egipto no esté unido al reino, pero nos procura suficientes víveres y dinero para permitirnos resistir a Nur al-Din. Si penetramos como enemigos en tierra egipcia, ni el califa, ni su ejército, ni los habitantes de las ciudades ni los del campo consentirán en entregárnosla. Resistirán con todas sus fuerzas. Tampoco excluyo que, a causa del terror que podamos inspirarles, decidan convertirse en vasallos de Nur al-Din. Entonces Shirkuh, su general en jefe, acudirá a Egipto y tomará el poder..., lo que significará nuestra ruina y el principio del fin para el reino cuya carga he heredado.

El rey había hablado bien. Todos le habían escuchado, aparentemente con atención. Incluso el palomo estaba subyugado por su discurso. Por otra parte, compartía la opinión del rey. Pero no así los grandes del reino, que, después de intercambiar comentarios a media voz, rápidamente replicaron:

—¡Majestad, partimos a apoderarnos de Egipto antes que ese perro de Nur al-Din!

El palomo se dijo que se encontraba frente a un claro ejemplo de los dilemas con los que los soberanos debían enfrentarse durante su reinado: ¿hay que consolidar el reino y no pensar en conquistas o, al contrario, tratar de extenderlo y arriesgarse a debilitarlo? En este caso, la historia había elegido extenderlo, lo que pareció alegrar a la población, porque la multitud que se apretujaba bajo las murallas del palacio se puso a gritar rítmicamente:

—¡A Babilonia! ¡A Babilonia!

—¡Egipto! ¡Egipto!

El palomo miró a Amaury de frente —es decir, de perfil—. ¿Qué decidiría el rey? Tras obtener lo deseado, los grandes del reino habían abandonado la sala del trono, dejando a Amaury solo con Guillermo. Este último trató de reconfortar a su soberano, que le hizo notar:

—¿Has oído? No he t-t-tartamudeado ni una sola vez... Pero no ha cambiado nada.

—Su decisión ya estaba tomada, majestad. Apostaría a que los hospitalarios no tenían ninguna intención de compartir con Constantinopla las tierras que les habíais prometido.

—No habrá nada que compartir.

Con expresión amarga, Amaury se levantó de su trono, caminó hasta la ventana y observó al populacho, que seguía desgañitándose: «¡Babilonia! ¡Egipto!».

—Lamento tener tan mala memoria, porque había algo que quería decirles. Una frase de Aníbal, que les habría co-co-convencido de no atacar. Hablaba de paz y del destino, ¡pero la he olvidado! Ah, qué lástima que Morgennes no estuviera aquí. Él, al menos, la habría recordado...

El rey permaneció silencioso un instante, y luego se estremeció, como si contuviera un ataque de risa.

—Y ahora, majestad, ¿qué haréis?

Amaury se volvió hacia Guillermo y le dijo señalando a la multitud:

—He ahí a mi pueblo. Yo soy su jefe. Debo seguirle.

Las lágrimas caían por sus mejillas. Las últimas palabras de Amaury que oyó el palomo, cuando el oficial se lo llevó a la torre más alta del palacio, fueron estas:

—No estoy triste por ellos ni por mí. Estoy triste por mi hijo.

«¡Planear en el aire, sentir cómo el viento hincha mis plumas, caer en picado para tragar algunos insectos y ascender de nuevo hacia el sol hasta sentir vértigo! Ah, qué lástima que no sepa reír como los humanos, porque entonces reiría a carcajadas. ¡Libre! ¡Por fin libre! Ya solo tengo por barrotes los rayos del sol, ¡y son unos barrotes deliciosos!»

Dirigiéndome hacia el sur, dejé atrás rápidamente a varios escuadrones de caballeros —una cuarentena de hombres en cada uno de ellos, alineados en dos filas—, seguidos por varias divisiones de hermanos sargentos, escuderos, turcópolos y mercenarios, que formaban el grueso de este ejército. Solo los estandartes y los caballos de recambio rompían las líneas bien ordenadas de este amplio movimiento que marchaba al combate. ¡Qué ejército! ¡Y pensar que yo formaba parte de él! ¡Incluso era su vanguardia! ¡Qué honor!

«Batir las alas con ligereza, recoger las patas bajo mi cuerpo, estirar el cuello... No he olvidado ninguna de las lecciones de mi maestro, Matlaq ibn Fayhân, el jeque de los zakrad. Aún puedo ver su turbante, que hacía girar en torno a su cabeza, incitándome a atraparlo y recompensándome con una sabrosa mezcla de cebada y mijo al final del ejercicio.»

¡Oh, cielo encantador! Dulzura del viento refrescándome las alas, calor del sol y paisajes, tierras desnudas, rocas, arena y arena, extendiéndose hasta el infinito como un pergamino desenrollado. Con el rabillo del ojo distinguí incluso a una familia de marmotas dormidas sobre una roca. Deberían desconfiar, y yo también, porque los halcones nunca andan lejos.

Mientras mantenía mi ojo izquierdo apuntando hacia abajo, para admirar el panorama, orienté el derecho hacia lo alto para asegurarme de que ningún ave de presa me sobrevolaba.

Habitualmente, las primeras leguas no eran las más peligrosas, porque habían sido —como suele decirse— «limpiadas». Rapaces especialmente adiestradas por los humanos para atacar solo a sus hermanos echaban de la zona a los eventuales peligros que hubieran podido acecharme.

Paloma mensajera, ¡qué hermoso oficio!

El jeque tenía razón: «Verás mundo». ¡Y desde luego lo había hecho! Siempre había soñado con ver Jerusalén. ¡Y ahora volvía a Egipto!

Si hubiera tenido que ir a caballo, habría tardado una decena de días; pero gracias a mis cortas —pero poderosas— alas, no necesitaría más de una jornada. Si los vientos me eran favorables, esta noche estaría en El Cairo. ¡Esta noche, junto al plumaje de mi bella!

Antes de alcanzar el Sinaí, pasé primero sobre montañas parecidas a antiguas ciudadelas de arena. A lo lejos veía las aguas del mar Muerto, que brillaban con un resplandor siniestro en nada comparable al color esmeralda del Mediterráneo. Me alejé de ellas para introducirme en una corriente de aire caliente que al principio me haría perder unas millas, pero luego me permitiría ganar muchas más.

Llegué al valle de Moisés, frecuentado por los maraykhát, esa tribu de beduinos sin fe ni ley que se vendía al mejor postor, ya fuera cristiano o mahometano.

En las ruinas de una antigua ciudad, en la que el polvo, los escorpiones y las serpientes habían sustituido a los habitantes, distinguí a una especie de enano que conducía un carromato tirado por un viejo asno. ¿Qué hacía aquí? ¿No sabía que era peligroso? Bajé en picado, comprimiendo mis alas bajo el cuerpo, y me acerqué lo suficiente para darme cuenta de que, probablemente, se trataba de un hombrecillo malvado, porque no dejaba de propinar vergajazos a su asno. Por solidaridad animal, le solté un excremento en la cabeza y remonté raudo el vuelo.

El enano levantó el puño con furia hacia mí y gritó de indignación. Pero su voz se perdió.

Debía apresurarme, porque este era el reino del jamsin, ese poderoso viento que arrastra gravilla y polvo y que puede hacerte picadillo si decide soplar sobre ti.

En el desierto, una estatua colosal, muy antigua, proyectaba su sombra sobre la arena. Representaba a un rey o a una reina, era difícil decirlo, pues su rostro había desaparecido. ¿Quién la había erigido? ¿Por qué? ¿Alguien, en alguna parte, lo sabía?

Proseguí mi camino.

Hasta aquí, todo iba bien. Pero redoblé la atención, porque a mi espalda el disco pálido de la luna aparecía, mientras frente a mí el sol se ocultaba. ¿Cuánto hacía que había partido? ¿Cuántos aleteos? Más de un centenar de miles, probablemente.

Egipto y sus misterios. Todo empezó con una serie de encuentros macabros. Osamentas de animales, camellos roídos en sus tres cuartas partes, con cuyas tripas, ennegrecidas por el sol, se estaban dando un festín las moscas; un búfalo momificado; una cabeza de caballo que acababa en una mueca grotesca; hienas errando de un manjar de huesos a otro.

Esto era bueno para mí, porque eran presas fáciles que las rapaces siempre preferirían a un flacucho como yo. Incluso entreví a varias águilas blancas volando muy cerca del suelo. Dos de ellas se disputaban un pedazo de la joroba de un camello, al que no podían acercarse por culpa de un chacal. Eran tan lentas, estaban tan ocupadas, que no me costó ningún esfuerzo esquivarlas a toda velocidad.

¡Egipto, mi patria!

Un resplandor, a lo lejos, me señaló el Nilo.

Pero antes tuve que sobrevolar Bilbais, saqueada en tres ocasiones por los cristianos desde que Amaury era rey. Murallas derruidas, edificios sin techo, calles llenas de escombros, eso era todo lo que quedaba de esa antigua ciudad, paso obligado entre Egipto y Palestina.

El Nilo.

Según Estrabón, sus aguas favorecían la fecundidad; no solo de los humanos, sino también de los animales. Plinio el Viejo pretendía que eran excelentes para los cereales y las fibras textiles —aunque eso no me afectaba tanto—. Sobre todo no debía olvidar ir a beber un trago de ese precioso líquido justo antes de llegar.

Precisamente distinguía ya el antiguo lecho del Nilo —un espacio en el que el desierto estaba salpicado de charcos de agua amarga—. Una espesa humareda giraba en torbellinos a ras de suelo. Por un momento creí que me hallaba en el taller de un alquimista, tantos tintes fantásticos había. Ocres, amarillos, azules y verdes, modificándose continuamente, contaminándose sin cesar. Olía a azufre. Aquí afloraba el infierno.

Batí las alas, viré y me dirigí hacia un lugar más sano: un gran lago de fango, donde varias decenas de individuos se habían sumergido tratando de curarse la lepra. Algunos acudían desde hacía años... Y algunos incluso habían muerto en este lugar.

El Cairo estaba a la vista. Inicié un giro, y luego descendí planeando. ¿Mi objetivo? Aquel minarete, allá abajo. El más alto de la ciudad. Por supuesto, era el del palacio califal. Pero antes de alcanzarlo aún debía pasar una prueba —probablemente la última—, y luego llegaría el encuentro con mi bienamada. Se trataba de un olor, mucho más espantoso que todos los que había olfateado hasta el presente. Olor a pollos fritos. Los arrabales de El Cairo albergaban innumerables pequeños hornos para asar pollos; estaban hechos de ladrillos de barro seco, y la humareda emitía un hedor insoportable. Dediqué un recuerdo a mis chamuscadas primas y les deseé un buen viaje al paraíso de las aves.

Si existía, cosa que yo ignoraba.

Por mi parte, era un palomo demasiado cultivado para creer en estos cuentos, por más que reconociera que resultaba cómodo. En fin, algunos aleteos todavía, franquear la cima de esta línea de palmeras —cuyos estremecimientos anunciaban que la noche sería fresca—, posarme sobre el reborde de esta bonita ventana, y por fin me encontré junto a ella.

Mi hermosa estaba soberbia, aún más radiante de lo que recordaba. Aunque no podía dejar de reconocer que la falta de ejercicio, y probablemente un ligero exceso de alimento, habían contribuido a engordarla. Pero a fe mía que sus redondeces eran de lo más atractivo. Pero ¿por qué no se movía? ¡Oh, cielos, querida!

—¡Oh, pero..., Dios mío! ¡Si parece que está incubando!

Una mano se apoderó de mí. Era la rutina; sin embargo, me debatí como un diablo. ¡Mi amor! ¡Dejad que vaya con ella! ¡Colocadme a su lado! Nada que hacer. Los seres humanos eran los más fuertes, y permanecían sordos a mis gritos. Una mano me liberó de mi mensaje y luego me bajó la cabeza para dejar caer sobre ella una parodia de caricia... Pero no, no era una caricia, ni siquiera en forma de parodia. Me sopesaba, me palpaba. ¿A quién pertenecía esta horrible mano tostada por el sol y cubierta de pelos grises? Distinguía a dos soldados, vestidos de blanco, con una cruz roja sobre el pecho. Templarios.

Uno de ellos se dirigió al otro:

—Esta paloma me parece muy nerviosa...

Y el otro respondió:

—Noble y buen hermano Galet, no hay que preocuparse por eso. ¡No tenemos más que servirla para cenar! ¡Esta pareja de palomas ya se ha encargado de reemplazarla!

43

No descansará ni un momento antes de haberla encontrado.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Ivain o El Caballero del León

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