La espada de San Jorge (41 page)

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Authors: David Camus

—Es un buen caballo. Debes de estar fatigado, de modo que quiero que descanses. Lo que tengo que decirte reclamará toda tu atención. ¡Así que te quiero fresco como una lechuga cuando estemos en p-p-palacio!

Inicialmente Guillermo rechazó el ofrecimiento del rey, pero acabó aceptando —es sumamente descortés rechazar lo que ofrece un soberano.

Una vez en el palacio, que se encontraba en la parte baja de la ciudad, no muy lejos de la muralla principal, Amaury condujo a Guillermo a los subterráneos, donde se estaban realizando diversos experimentos. Uno de ellos consistía en hacer la autopsia a una persona recientemente fallecida, para encontrar su alma. Pero los médicos de Amaury, por doctos que fueran, y a pesar de toda su ciencia, no obtenían ningún resultado. Amaury sospechaba que no abrían los cuerpos, algo que su religión prohibía.

—La próxima vez haré que mis g-g-guardias abran a los muertos, ¡y daré orden a ese maldito pagano quisquilloso de Suleimán ibn Daud de que los diseccione, si no quiere empezar a preocuparse por el alma de su hijo!

Este arrebato contra el médico particular de Amaury se añadía a los numerosos exabruptos que el eminente doctor había tenido que soportar; pero Amaury apreciaba demasiado a Suleimán ibn Daud para llevar a cabo sus amenazas de ejecución, y este último lo sabía bien.

—En todo c-c-caso, es una lástima —prosiguió Amaury— que el rey de Francia no se haya dignado responder a mis cartas, porque estaba dispuesto a ofrecerle la soberanía de El Cairo y todo el valle del Nilo, excepto Bilbais, reservada desde siempre a los hospitalarios. Pero lo comprendo. Debió de encontrar que Tierra Santa era d-d-doblemente infiel. No solo porque se le negó, sino también porque le arrebató a su esposa, de la que estaba locamente enamorado y que después se volvió a casar con Enrique II de Inglaterra. ¡Cómo debe sufrir! Si yo fuera un rey cruel, seguiría tu c-c-consejo. Le escribiría una vez más para remover el cuchillo en la herida. Pero yo no soy así.

—Los hospitalarios os conminan a atacar con prontitud, y los caballeros del reino les apoyan. ¿Qué pensáis hacer?

—Nada.

—Majestad...

—Debes saber, mi buen Guillermo, que no hay problema que una ausencia de solución no ac-c-cabe por solucionar.

—¡Majestad, estamos hablando de política!

—¡Lo sé muy bien!

Dicho esto, Amaury abrió una puerta, y unos efluvios de huevos podridos ascendieron hasta sus narices.

—¿Qué es este hedor? —preguntó Guillermo tapándose la nariz.

—Son los huevos de Jerusalén y de los alrededores. ¿Te acuerdas de lo que d-d-discutimos en Alejandría? ¿Esa historia de los huevos que serían el cosmos? He dado orden a mis soldados de que traigan aquí todos los huevos del reino, para que nadie los coma.

—¡Pero apesta!

—No te diré que no, pero p-p-piensa en todos esos mundos salvados.

—¡Majestad, solo hay un mundo, y es justamente el mundo en el que se propaga esta pestilencia!

—¿Estás seguro de ello?

—Un solo cosmos, sí. Y un solo Dios...

Amaury chasqueó los dedos, y un paje se acercó llevando una bandeja con varios tazones.

—¿Qué es? —preguntó Guillermo.

—Bebe, te sentará bien. Es leche de camella, fresca, espolvoreada con canela. ¡Ayuda a soportar el hedor!

Imitando a Amaury, Guillermo cogió uno de los tazones y lo vació de un trago.

—Bien, y ahora sígueme.

Amaury precedió a Guillermo por una pasarela instalada por encima de una antigua cisterna destinada a recoger el agua de lluvia. Esta cisterna, seca desde hacía mucho tiempo, servía ahora de receptáculo a todos los huevos que Amaury había hecho traer de todos los rincones del reino. Guillermo no podía creer lo que veía. Amaury había tomado sus palabras al pie de la letra. No era sorprendente, pues, que su rey no hubiera querido creerle cuando le había jurado por todos los santos que el Presté Juan no existía, ya que era él, Guillermo, quien lo había inventado en todos sus detalles. Cada vez que abordaba este tema con Amaury, el rey se mantenía en sus trece. Invariablemente respondía: «No, Guillermo. Tú crees haberlo inventado. Pero a veces sucede que lo que se inventa es más verdadero que la verdad. ¡El caminó que tomó el Preste Juan para hacernos saber que existía pasaba por ti, eso es todo!».

Guillermo, que había agotado sus argumentos y no sabía cómo impedir que el rey se aferrara a esa especie de chifladura, había renunciado. Por otra parte, si la chifladura existía, en todo caso era suave; ya que las únicas consecuencias de la entrevista con Palamedes, en el Krak de los Caballeros, se habían limitado, para Amaury, a que este le ofreciera el esqueleto del dragón descubierto en los trabajos del Krak, a la instauración de una especie de protectorado franco sobre Egipto y a las quejas recurrentes del rey debidas a que Palamedes nunca había llegado a enviarle la decena de dragones y el millar de amazonas prometidos.

—¿Puedo saber adónde me lleváis? —preguntó Guillermo a Amaury.

—¡Es una sorpresa! —respondió este riendo alegremente como un niño.

Pronto llegaron al extremo de la pasarela, después de haber atravesado el depósito, en cuyo fondo se afanaban junto a los huevos varios artesanos —Guillermo no tenía ni la más remota idea de qué podían hacer allí—; los bassets de Amaury corrieron a su encuentro entre un estrépito de ladridos a cual más agudo. Amaury saludó a sus perros con muchos besos y caricias, los cogió en brazos e invitó a Guillermo a bajar unos escalones. Estos conducían a una sala abovedada, iluminada por una claraboya. Una luz pálida caía sobre la habitación e iluminaba un montículo constituido por varios huevos que parecían de piedra.

—¿Qué es esto? —preguntó Guillermo.

—Los huevos del d-d-dragón que encontramos en el Krak de los Caballeros. Los he hecho traer aquí porque a medianoche los rayos de la luna llegan hasta ellos.

—¿Y para qué servirá eso...? —dijo Guillermo.

—Servirá —respondió Amaury—, si estos huevos son, como creo, huevos de
draco luna
, para ayudarles a que eclosionen.

—Por el olor diría más bien que se trata de
draco flatulentus
—dijo Guillermo, aparentando seriedad.

—No te b-b-burles —dijo Amaury, tratando de escapar a los lengüetazos que le daban sus dos bassets.

Sonrió y pensó en los trabajos que había ordenado. Si ese Palamedes era realmente quien pretendía ser, los dragones existían.

Y él quería saber a qué atenerse. Había encargado a dos de los más eminentes sabios del reino que estudiaran estos huevos para determinar su naturaleza. ¿De qué reino eran? ¿Animal, vegetal o mineral? Recurriendo a Aristóteles, a Orígenes y a Plinio el Viejo, los sabios debatían incansablemente, argumentando unos, que los dragones eran inmensos insectos, y los otros, que eran grandes reptiles. Para Amaury era una cuestión de vida o muerte. Sabía que al buscar la espada de san Jorge, para asegurarse la benevolencia de Manuel Comneno, se arriesgaba a exponerse al peor de los dragones. Desde hacía varios años, sentía que su fe vacilaba. Su intuición le decía que había algo que no funcionaba en esta historia de un Dios muerto y resucitado, de esos profetas y del Paraíso. No descartaba que si los dragones no existían, tal vez Dios no existiera tampoco —al menos tal como había creído hasta entonces.

—En fin —continuó Amaury—, para concluir nuestra p-p-precedente conversación sobre Luis VII y lo que me comunicó Morgennes, debes saber que Leonor tuvo una hija con Shirkuh el Tuerto, el general en jefe de los ejércitos de Nur al-Din. El mismo que venció a Luis VII en Damasco. Por las venas de esta doncella, nacida durante la última expedición de un rey de Francia a Tierra Santa, fluye, pues, sangre noble a la vez cristiana y musulmana. Al parecer se encuentra en Egipto, en algún lugar de El Cairo, bajo la vigilancia de personas que no están sometidas ni a Bagdad ni a Roma.

—¿Cómo lo sabéis?

—Los coptos buscan a esta niña mestiza desde que nació. Saben quién la custodia: los ofitas y un poderoso d-d-dragón; pero no consiguen localizarla. Y resulta que esta joven virgen, que hoy debe de tener un poco más de quince años, no tendrá derecho a salir de su prisión hasta el día en el que haya elegido...

—¿A su marido?

—¿Bromeas? ¡Su religión! Cristiana o musulmana: tendrá que d-d-decidir. Pero el hombre con quien se despose heredará parte del poder de Leonor y de Shirkuh. Y ahora está en edad casadera.

—Ahora comprendo mejor la prisa de Shirkuh por invadir Egipto. No es solo por el poder. También es por su hija.

—Sí. Quiere recuperarla. Y yo también. Porque sigo sin t-t-tener esposa.

—¿Qué pensáis hacer?

—Daré orden a Morgennes de que abandone cualquier otra actividad para consagrarse, desde ahora mismo, a localizar a esta mujer, a la que llaman «la mujer que no existe», porque nadie debe saber que existe.

—¿Y creéis que tendrá éxito?

—¡Hablamos de Morgennes! La más oscura de mis sombras, me atrevería a decir. Aunque no me hago ilusiones. Porque si los c-c-coptos la han buscado durante tantos años, no creo que Morgennes consiga encontrarla en unos días.

—La verdad es que tenéis razón. Con él, todo es posible.

En ese momento un estrépito de soldados con armadura resonó en la cisterna, haciendo que los dos hombres se volvieran hacia un puñado de guardias reales, que anunciaron a Amaury en tono imperioso:

—Sire, Gilberto de Assailly, del Hospital, y los pares del reino están en la sala del trono. Nos han ordenado que os llamemos, y dicen que es urgente.

—¡Si es para hablarme otra vez de su p-p-proyecto de invasión de Egipto, la respuesta es no! Nos arriesgaríamos a p-p-perder lo poco que ya tenemos.

—Por desgracia, majestad, ya han tomado su decisión, y temo que es demasiado tarde para discutir. Simplemente han venido a informaros.

—¡Esos locos! —exclamó Amaury.

Y abandonó los subterráneos del palacio de David para dirigirse a grandes zancadas a la sala del trono.

42

¡He ahí al pájaro al aire libre, que puede alzar el vuelo!

CHRÉTIEN DE TROYES,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta

«Si pudiera —se dijo el pájaro—, cruzaría el cielo pegado a la cola de los cometas y volvería a El Cairo en dos o tres aleteos.»

Pero el cielo estaba vacío, y las estrellas —que le servían de guía— no estaban bastante cerca para que pudiera atraparlas. Así, batía sus alas concienzudamente, para alcanzar una corriente de aire caliente y escapar hacia los cielos, ahí donde ya solo sería para los hombres un pequeño punto perdido en el infinito, un blanco imposible de alcanzar.

El pájaro desbordaba de energía, pero también de cólera. Sí, de cólera, porque unos bandidos le habían llevado lejos de su querida, que había permanecido en El Cairo en compañía de un mocoso —un torpe polluelo apenas salido del nido—, cuya jaula habían instalado justo al lado de la de su amada.

¡Rápido! ¡No había tiempo que perder! ¿Era posible que le hubiera olvidado tan pronto, a él que tanto la había arrullado! ¿Ella, su prometida? ¿La que le había jurado darle bonitos huevos y hermosos pichones...? ¡Porque era evidente que esos pajarillos solo podrían ser bellísimos! ¡Qué digo —se corrigió el pájaro—, magníficos! ¡Excepcionales! Después de todo, ¿no era uno de los ejemplares más eminentes que la célebre tribu de los adiestradores de pájaros, los zakrad, podía ofrecer? Sobre esto no cabía la menor duda: si algo podía decirse de él era que sería un genitor sin par.

Sin embargo, el pájaro estaba triste. A pesar de todas sus cualidades —de su magnífico plumaje, su garganta de vivos colores, su canto fuera de lo común, su espíritu vivo y alerta, su gracioso aleteo—, era algo sabido: «¿Las pajaritas? ¡Todas unas cabezas de chorlito!».

Mientras que él, al contrario, nunca olvidaba nada. ¿La prueba? Recordaba muy bien todo lo que había ocurrido en el lugar adonde le habían llevado, en Jerusalén...

Estaba oscuro. Dormía tranquilamente en su jaula cuando de repente lo arrancó de su sueño un brusco movimiento de vaivén. Alguien lo paseaba por largos y anchos corredores, donde los pasos resonaban ruidosamente. Finalmente llegaron a una sala que, a juzgar por la forma en la que reverberaban los sonidos, debía de ser de enormes dimensiones. Allí, una mano retiró bruscamente el trapo de tela negra que le impedía ver. Y había visto...

Al rey. Amaury, loco de ira, acompañado de un hombre de barba larga, con un bastón en la mano, y de sus dos perros; esos repugnantes bassets que disfrutaban aliviándose al pie de su percha.

El ambiente presagiaba tormenta. Después de haber sacudido la cabeza para aclararse las ideas, el pájaro se dio unos ligeros picotazos bajo las alas para arreglarse un poco. No era cuestión de echar a volar desaliñado, como esas rústicas aves que no saben nada sobre el arte de alisarse las plumas y adecentarse el plumón para que no parezca una mata de perejil.

Mientras hacía sus abluciones, el pájaro aguzó el oído para escuchar lo que decían, porque nunca sobraba información cuando había que partir en misión. Aquello parecía importante, mucho más que esos vuelos de rutina ejecutados por palomos muy jóvenes o muy viejos, cuya única finalidad era transmitir a un jugador situado a unas horas de distancia el movimiento de una pieza en un juego al que llamaban «ajedrez». No. El asunto parecía mucho más serio y requería a un palomo en plenitud de facultades. Un palomo de élite.

Por lo que entendía, una de las razones que había motivado el enfado de Amaury era que un patán se había sentado en su trono para desafiarle. Al parecer, se había extendido el rumor de que el visir de El Cairo, un tal Chawar, estaba a punto de traicionar a Amaury y de aliarse con Nur al-Din.

Los nobles presentes en la sala del trono apremiaban a Amaury para que atacara sin esperar la confirmación de esta información. A lo que el rey respondió:

—¿Lo habéis olvidado, p-p-pobres locos? ¡El propio califa aceptó estrecharme la mano! ¡Di mi p-p-palabra!

Un hombre que llevaba una gran capa negra adornada con una cruz blanca le espetó hoscamente:

—¡Chawar es un recolector de zurullos y el califa, un pastor de mierda!

—De Assailly tiene razón —añadió el noble sentado en el trono del rey —. ¡Chawar es un cerdo!

—Tal vez sea un cerdo —respondió el rey—. ¡Pero es nuestro cerdo! Mientras no se pruebe lo contrario, ha actuado conforme a nuestros intereses. De todos modos, me niego a ser el p-p-primero en cometer traición. Soy el rey; no puedo mentir, ni comportarme como un loco o un vulgar crápula. Debo dar ejemplo.

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