La espada de San Jorge (36 page)

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Authors: David Camus

—La ceremonia de esta noche debería ser hermosa. Los habitantes no la verán, pero la sombra de la Santa Cruz planeará sobre ellos...

La espalda de Amaury emitió un crujido, y el rey levantó la cabeza y hundió sus ojos grises en los de Guillermo.

—¿Qué piensas de esta ciudad?

—Es magnífica —dijo Guillermo.

En realidad, se sentía de pésimo humor. La belleza de Alejandría le importaba bastante poco. Pensaba en los años pasados en Constantinopla y en sus esfuerzos para arrancar un acuerdo al basileo, en cómo había trabajado para conseguirlo. Pero todo aquello había quedado reducido a la nada cuando los hospitalarios, los nobles del reino y un supuesto embajador del Preste Juan habían convencido al rey de atacar Egipto sin esperar a Constantinopla.

—Pero habría sido más hermosa en vuestras manos y en las del basileo, que en las vuestras y en las de vuestros nuevos aliados.

—¡Lo importante es que esté en las mías! —dijo Amaury.

Y se rió en las narices de Guillermo cuando este afirmó que era imposible que Palamedes fuera el embajador del Preste Juan, ¡ya que este último no existía!

—Majestad, no deberíais haber atacado...

—Hablaremos de t-t-todo esto más tarde —prosiguió Amaury, ofreciendo su rostro a las llamas del formidable fuego que brillaba en el centro del faro—. Mira, ¿no dirías que Alejandría dispone de su p-p-propio sol? ¿Y que se encuentra en el centro de su propio co-co-cosmos, cuyos astros se llaman Damasco, El Cairo, Jerusalén, Constantinopla?

—¡Estáis de un humor poético hoy, majestad!

—P-p-pienso en el momento en el que levantaremos la Vera Cruz sobre la ciudad...

Apoyándose de nuevo con las dos manos en la balaustrada, Amaury preguntó:

—¿Crees que el faro pudo guiar a los Reyes Magos hasta aquí?

—No —replicó Guillermo—. Jesús no nació en Alejandría, sino...

—En Nazaret, es cierto. Había olvidado ese d-d-detalle...

Llevándose la mano a la boca, Amaury ahogó un ataque de risa, tosió dos o tres veces para recuperar la compostura y añadió:

—Lo cierto es que—que es una lástima. Admira esto —dijo mostrando la puesta de sol—. ¿No es magnífico? ¿Y este faro? Ah, dime, ¿p-p-por qué no nació Jesús en este lugar?

De nuevo se volvió hacia la llama, y permaneció inmóvil unos instantes, saboreando el calor que le acariciaba el rostro y le calentaba el pecho.

Guillermo miró a su rey con una ternura infinita. A pesar de sus torpezas, de sus arrebatos, incluso de la injusticia de que podía dar prueba, le amaba. Con todo su corazón. Este rey tenía la cabeza llena de sueños imposibles. Se imaginaba un destino como el del rey Arturo, con su Tabla Redonda, su Merlín (que habría encarnado él, Guillermo), su Ginebra, su Grial y su
Excalibur
, su
Crucífera
. Un rey que tenía grandes ambiciones para Tierra Santa, y que le devolvió la mirada.

Amaury había ido a Egipto por invitación del visir Chawar, para ayudarle a rechazar los asaltos de Shirkuh el Tuerto y Saladino. Actuando de ese modo, Amaury continuaba la política de sus predecesores, que trataban de evitar que Egipto cayera en manos del califa de Bagdad.

¿Había triunfado en su empeño?

Aún no. Pero sus sueños de conquista iban camino de realizarse. Su hermano y su padre habrían estado orgullosos de él. Amaury inspiró profundamente, tratando de hacer entrar la noche de Alejandría en sus pulmones. En ese instante, el lamento melancólico de varios cuernos de bruma se elevó en la ciudad. En efecto, en cada uno de los ángulos de la torre se erigían formidables estatuas que representaban tritones con una enorme concha en la boca. Un largo tubo de cobre colocado en la parte posterior permitía a los músicos soplar en las caracolas.

La figura de estos funcionarios, identificables por su largo vestido blanco con franjas azules, se asimilaba a la de los sacerdotes, tan útil era su función para los navíos que se acercaban o partían de los puertos —y por tanto a la ciudad-. Su origen se remontaba a las primeras horas del Pharos, en el tercer siglo antes de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo.

Desde esa época estaban autorizados a residir en el lugar, en alojamientos especialmente dispuestos para ellos. Su tarea consistía en soplar en las caracolas cuando era noche cerrada o cuando alguna nube ocultaba la luna. Aunque en realidad, su tarea principal era alejar a los fantasmas; por eso el sonido de las trompas llegaba hasta los arrabales de Alejandría.

Los musulmanes, que sentían escaso respeto por los tiempos anteriores al Profeta y habían quemado la biblioteca de Alejandría (aunque no habían sido los primeros) al tomar la ciudad en 642, tenían en tanta estima a los «Sopladores de los Tritones» que les habían mantenido en sus puestos.

Pero esa noche, al canto de las conchas se unía otro ruido.

—Se diría que alguien pelea en la torre —dijo Guillermo.

—¡Oh! —exclamó Amaury—. ¡Es mi espada! ¡He d-d-dado orden de que la enderezaran, porque la t-t-torcí durante en el combate!

—Pero sire, ¿cómo...?

Amaury tuvo un nuevo ataque de risa. Se retorció, se pedorreó, eructó. Luego suspiró y explicó:

—Era una espada de ceremonia. Pensé que no t-t-tendría que utilizarla. Quería una hermosa espada dorada para hacer mi entrada en la ciudad, pero el oro se d-d-dobla más fácilmente que el acero, y t-t-torcí mi espada al golpear contra un escudo. ¡Si mi guardia no hubiera estado ahí, me habría encontrado más indefenso que un p-p-pollito fuera del huevo! Espero que Alexis de Beaujeu vuelva pronto para explicarnos por qué hemos tenido que combatir para llegar hasta aquí, cuando Saladino se había rendido y nosotros le habíamos acogido b-b-bien. ¡Y espero sobre todo que encontremos p-p-pronto esa
Crucífera;
estoy ansioso p-p-por ceñirla!

En ese momento, otros sonidos se añadieron al escándalo de las campanas, los soplidos de las conchas y el estruendo del herrero. Gritos de dolor y aullidos de sufrimiento.

—¿Cómo es p-p-posible? —preguntó Amaury—. La v-v-voz humana no debería alcanzar esa fuerza. ¿Qué hechizo es este?

—Es el Pharos —exclamó Guillermo—. ¡Nos habla! Lo que oímos es su aliento, su voz...

»No olvidéis —dijo mirando al rey con expresión reverencial— que esta torre es sagrada desde el día en el que setenta y dos traductores surgidos de las doce tribus de Israel establecieron en ella una única versión del Pentateuco, en setenta y dos días...

Amaury y Guillermo callaron, dejando que el viento aullara su doloroso mensaje.

—El p-p-pueblo sufre —murmuró Amaury—. ¡Quiere que acudan a rescatarle!

El rey miraba fijamente a Guillermo, con los ojos dilatados por el asombro y el respeto, pero también por la cólera. ¿Se estaba sublevando la ciudad? ¿Quién, ahí fuera, se atrevía a atacar a sus habitantes, que habían saludado su llegada con tanta alegría? ¿El puñado de resistentes que se habían cruzado en su camino podían ser la vanguardia de una fuerza mayor?

—Voy a b-b-bajar, sígueme —declaró Amaury.

Rápidamente abandonó la cima de la torre y empezó a descender los diez mil y un peldaños de su escalera.

38

Soy, como ves, un caballero que busca lo inencontrable.

Mi búsqueda ha durado mucho tiempo, y sin embargo,

ha sido vana.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Ivain o El Caballero del León

De pronto, cuando debería haberse dirigido al Pharos para ser armado caballero por Amaury, Morgennes hizo dar media vuelta a su montura para encaminarse a la catedral de San Marcos. Había distinguido la cruz, sobre un fondo de nubes rojas. La gran cruz de la catedral se destacaba en la lejanía, y tenía la impresión de oír que pedía socorro. Sobre todo escuchaba ese grito, que seguía resonando como si hubiera sido pronunciado hacía un instante:

«¡Hacia la cruz! ¡Hacia la cruz!»

En la cabeza de Morgennes todo era confuso.

¿Qué debía hacer? ¿Seguir hacia la catedral, o bien ir hacia el Pharos? Sentía en la espalda el peso del diente del dragón que había robado a Manuel Comneno.

«¡A fe mía que si hubiera debido arrebatárselo a un dragón verdadero, lo habría hecho!»

Pero había buscado en vano, durante años. Poucet tenía razón. Los dragones no existían.

Ya no existían.

Y él, Morgennes, debía encontrar otro medio de ser armado caballero. Si es que aún quería serlo, aunque cada vez estaba menos seguro. Los únicos títulos que podía valerle ese diente eran los de ladrón y estafador. Pero no el de caballero. La babucha de Nur al-Din habría podido valerle ese honor; pero un templario se la había cogido.

En su turbación, sin embargo, algo permanecía claro. Lo que quería era ser alguien honorable. De modo que, viendo que la cruz se cubría de humo, decidió acudir en su socorro, sin saber muy bien por qué, casi por curiosidad.

Sus hombres no comprendían sus intenciones, pero le siguieron de todas maneras mientras intercambiaban palabras y preguntas. «¿Qué quiere? ¿Adónde va?» La mayoría, sin embargo, obedecieron sin rechistar, pues Morgennes era para ellos algo más que un jefe, era una prolongación de su voluntad.

La catedral de San Marcos pertenecía a los cristianos de rito copto, establecidos en Alejandría desde los primeros días de la cristiandad. Unos siglos atrás habían tenido que soportar el robo de los restos de san Marcos, que unos mercaderes venecianos habían llevado a Venecia para salvar al santo (o mejor dicho, su envoltura terrenal) de un segundo martirio que se habría añadido al que ya sufrió cuando una multitud enfurecida lo lapidó once siglos atrás.

Durante todo el tiempo, los coptos se habían convertido en maestros en el arte de permanecer lo bastante cerca de su Dios para no ofenderle y mostrar la suficiente contención y discreción en el ejercicio de su religión para no atraerse las iras del ocupante musulmán. Porque, en efecto, los sarracenos no les veían con buenos ojos. Pero como los coptos ocupaban puestos importantes en la administración egipcia y, desde hacía varios siglos, nada podía hacerse sin ellos, los fatimíes se habían visto obligados a contemporizar.

Una multitud abigarrada que lanzaba alaridos atrajo la atención de Morgennes. Musulmanes con largas ropas blancas recogiendo sus alfombras al final de la oración; niños corriendo por las callejuelas, tratando de atraparse los unos a los otros; judíos con los ojos chispeantes de astucia, de larga barba negra y cabellos ensortijados; cristianos volubles, cuyas manos se agitaban en el aire para acompañar sus palabras; soldados egipcios de expresión taimada y tez olivácea, con la espada en la mano. Patrullaban formando pequeños grupos de una docena de hombres, y la emprendían contra todo lo que se ponía a su alcance. ¿Qué querían? Divertirse. Y hacer pagar a los habitantes de Alejandría la acogida que habían dispensado a Saladino.

Pues, aunque los egipcios eran sarracenos, odiaban a sus hermanos de Damasco y de Bagdad, con los que no tenían nada que ver. Los egipcios eran primero y ante todo musulmanes fatimíes, y por tanto chiítas. Sus primos de Damasco y de Bagdad eran sunitas. Así, a imagen de los cristianos de Roma y de Bizancio, las dos facciones se detestaban —aunque en ocasiones llegaran a unirse si las circunstancias lo exigían.

Las tropas egipcias, mandadas por un extraño personaje montado en un carro, acosaban a un desvalido sacerdote copto. Este último, un anciano encogido sobre sí mismo para protegerse de los golpes, era reconocible por su larga túnica blanca con franjas azules y rojas. El sacerdote imploraba a los egipcios por su salvación y la de su catedral, e invocaba la ayuda de Dios y de todos los santos. Sin escucharle, los fatimíes lanzaron al interior de la catedral varias antorchas encendidas; en el peor de los casos, alegarían que habían sido los soldados de Saladino los autores del incendio.

«¡Antes perecer que dejar Egipto en manos de Nur al-Din!», pensó en su carro Chawar, el visir de El Cairo.

Cuando Morgennes llegó a la plaza, con sus hombres tras él, vio cómo los coptos intentaban salvar su iglesia a pesar de los golpes de los soldados egipcios. Haciendo girar en el aire su pesada cadena, Morgennes la lanzó hacia el oficial que iba en el carro. El hombre, alcanzado en el pecho, se tambaleó y salió despedido de su carruaje. La multitud estalló de alegría. Nerviosos, varios soldados egipcios se volvieron hacia Morgennes, que hizo retroceder a Iblis y tiró de la cadena. No quería que Chawar tuviera tiempo de levantarse, de modo que lanzó a su caballo a un galope corto, arrastrando tras de sí el cuerpo inerme del jefe de los egipcios.

En ese momento resonó un grito:

—¡Morgennes, detente!

Al reconocer la voz de Alexis de Beaujeu, Morgennes se inmovilizó y miró en su dirección.

—Alexis, ¿qué quieres?

—¡No le hagas daño! ¡Este hombre es nuestro aliado!

Mientras dejaba que sus compañeros de armas se encargaran de atemperar el ardor de los soldados egipcios, Morgennes se ocupó de asegurar su presa y preguntó:

—¿Este viejo calvo? ¿Ataca a los coptos, y tú lo llamas «aliado»?

—Es el visir de Egipto. Un amigo de Amaury. ¡Un protegido del Preste Juan!

Morgennes aflojó la cadena para liberar a Chawar y le ordenó:

—¡Deja a los coptos en paz, o te pesará!

Chawar emitió una especie de silbido, volvió a subir a su carro y desapareció entre un ruido atronador de ruedas y de soldados que corrían al trote tras él. Los coptos se arrodillaron a los pies de Morgennes para darle las gracias, pero este les dijo:

—No he hecho nada. Debéis agradecérselo a ella y no a mí. —Y señaló la cruz de la catedral de San Marcos—. Ha sido ella quien me ha llamado.

Pero en sus miradas vio que no lo olvidarían, y aquello fue como un bálsamo para sus sufrimientos.

Después de atravesar el largo dique de tierra que Alejandro Magno había construido para unir la isla de Pharos al resto de la ciudad, Alexis y Morgennes llegaron a un tiro de flecha del gran faro. Parecía un inmenso dragón de mármol con las alas replegadas, escupiendo hacia las estrellas su mensaje de fuego. Durante el día, una espesa humareda negra le tomaba el relevo y subía hacia el cielo formando una columna que inmediatamente era atacada por los vientos; una columna que había que mantener sin descanso, añadiendo continuamente haces de leña, garrafas de aceite y bloques de carbón a la hoguera, para que los capitanes de los navíos siempre pudieran saber hacia dónde dirigirse. A pesar de todo, las costas seguían siendo muy peligrosas, como si los escollos se desplazaran bajo los cascos de las naves con el objeto de enviar a los marinos a servir de merienda a las sirenas. A veces un barco ponía rumbo a Alejandría, guiado por el faro. Ningún obstáculo se interponía en su camino, ningún arrecife. Y sin embargo... El barco naufragaba, añadiéndose a la interminable suma de pecios que los capitanes del puerto se esforzaban en mantener al día, inscribiendo a las naves hundidas en un registro que era al mismo tiempo una carta marina y un libro de los muertos.

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