La espada de San Jorge (37 page)

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Authors: David Camus

Algunos marinos decían que era a causa de la ninfa Idotea, que seguía ahí, agazapada en las inmediaciones de la ciudad, tratando de vengarse de los dioses que la habían reemplazado y de sus servidores humanos.

Sí, dioses, dragones, ninfas y santos se daban de la mano en Alejandría, que era en cierto modo un Egipto en miniatura, un compendio de todas las maravillas que este fabuloso país ofrecía. Morgennes se frotó los ojos y parpadeó dos o tres veces. ¡Sí, el faro era sin duda un dragón! Un dragón de piedra blanca, pero, de todos modos, un dragón. Era difícil saber si estaba al servicio de la ciudad; pero era preferible no ofenderle, no fuera que él, que la protegía desde hacía catorce siglos contra los vientos y las mareas, sintiera de pronto deseos de asolarla.

Alexis observó a su vez la cúspide del faro, y vio un profundo resplandor de ascuas, justo en el lindero de la noche. Parecía un ojo gigante que apuntara al cielo, como una advertencia.

—¡Malditos sean estos mahometanos! —tronó, pensando en lo que habían hecho con el Pharos.

Porque, aunque los fatimíes lo habían conservado, los ulemas habían exigido de todos modos que fuera transformado en mezquita. La mezquita más alta del mundo, de la que se decía que superaba en gloria a la de Bagdad. Pero pronto volvería a caer, cuando Amaury instalara una gigantesca cruz en el lugar que ahora ocupaba la inmensa media luna de oro, que pensaba recuperar y fundir en lingotes.

—¡Alexis! —oyó que le llamaban.

Guillermo. Con expresión inquieta, delgado como una caña, con su bastón en la mano, Guillermo caminaba por delante del rey. Los dos hombres preguntaron a Alexis y a Morgennes qué sabían de los acontecimientos que les habían obligado a salir del faro.

—Unos soldados egipcios atacaban a los coptos —dijo Alexis—. Pero Morgennes ha solucionado el problema.

—Majestad... —dijo Morgennes.

—¡Bravo! —exclamó Amaury—. ¡Sabía que podíamos contar contigo! ¡Caballero del D-d-dragón!

Morgennes no dijo nada, pero bajó los ojos. Después, mientras volvían hacia el Pharos, Guillermo se acercó a Morgennes y le dijo:

—¡Vaya travesía la vuestra! Me alegra volver a veros...

—¿De modo que os acordáis de mí? —dijo Morgennes.

—Muy bien. Por otra parte, en el lugar donde estaba me hablaron mucho de vos.

—¿Dónde estabais?

—En Constantinopla. Hablé de vos con un hombre que os conoce bien y que, en el momento en el que me despedí, estaba sorprendido por vuestra ausencia.

—Creo que sé a quién os referís. ¿No será Colomán, el maestro de las milicias?

—¡Exacto!

—¡Aquí están los dos héroes de la noche! —exclamó Amaury, abrazando primero a Alexis y luego a Morgennes, cuando este hubo bajado del caballo—. ¿Y bien? ¿Estáis d-d-dispuestos para la ceremonia?

—Sí —dijo Alexis.

Una vez más, Morgennes no respondió.

En torno a ellos se hizo el silencio, solo turbado por el ruido de las olas y los gritos de los pelícanos, que ahora que el asedio había terminado ya no temían ser devorados por los habitantes del puerto y por eso volvían.

—¿Y tú? —preguntó Amaury a Morgennes—. ¿Estás preparado?

—Majestad, no sé...

—¡Cómo! ¡Un cazador como tú! ¿Rechazarás ser armado caballero?

—No es una cuestión de mérito, majestad. Me preguntaba simplemente si todavía deseo...

—¡Pero si en Jerusalén estabas loco por serlo! —dijo Amaury.

—¡Explicaos! —le pidió Guillermo.

—Sería demasiado largo. Digamos simplemente que he tardado demasiado y que... ¡Ah si tuviera todavía esa babucha!

—¿La de Nur al-Din? Creía que había sido Galet el Calvo quien se había apoderado de ella.

—De lo que se apoderó fue de mi victoria. Pero olvidemos eso, no es importante.

—Decididamente —dijo Amaury—, no es nada c-c-común. ¿Cuántas hazañas has realizado?

Morgennes se encogió de hombros.

—Lo ignoro, majestad.

—Y si te pidiera... En el curso de tus numerosos viajes, ¿has oído hablar alguna vez de
Crucífera
?

—¿La espada de san Jorge?

—Exacto. ¡Encuéntrala, y te cubriré de oro!

Mostrando su vaina vacía a Morgennes, le explicó:

—Ahora soy un rey sin espada. Y según Manuel C-c-comneno, es una espada incomparable...

—Sire —intervino Guillermo—, deberíais cuidar a vuestro único y verdadero aliado, el emperador Manuel Comneno, antes que a estos dudosos Palamedes y Chawar, que no me inspiran ninguna confianza.

—¡Poco importa! —tronó Amaury—. ¡Soy yo quien d-d-decide! ¡Y ahora seguidme!

Amaury, Guillermo, Alexis, Morgennes y sus hombres —un poco turbados por lo que acababan de oír— subieron la escalera de mármol del Pharos, seguidos por Alfa II y Omega III, a los que un lacayo debía ayudar a trepar por los peldaños, demasiado altos para ellos.

Después de una larga ascensión, el pequeño grupo se encontró en una habitación imponente, situada justo por debajo de la sala del faro propiamente dicha. Su techo, situado a varias lanzas de altura, estaba perforado por aberturas por las que escapaba la luz del faro.

El momento de la ceremonia se acercaba. Morgennes contempló las ropas que le habían ordenado vestir. Una larga túnica de lino blanco, símbolo de pureza. El baño que en principio Alexis y él debían haber tomado había sido reemplazado por algunas gotas de agua bendita con las que Guillermo de Tiro les había rociado la frente.

Cada una de estas gotas había sido como una herida para Morgennes. ¿Qué estaba haciendo? ¡Estaba a punto de mentir! ¡De traicionarse a sí mismo! Y sin embargo, podía elegir. Igual que Amaury había impuesto a sus hombres que no saquearan la ciudad. Miró cómo los dos lacayos ayudaban a Alexis a enfundarse el brial de paño rojo que simbolizaba la sangre que debería derramar —la suya— para defender a Dios y Su Ley. Luego le llegó el turno. Levantó los brazos. Y tuvo la sensación de que se ahogaba.

«¡No puedo vivir fuera de la verdad!»

Lanzó un grito. Le preguntaron:

—Amigo, ¿te encuentras mal?

Pero él no respondió. Le miraron con inquietud. Los caballeros del Hospital le observaron inseguros. ¿Era Morgennes, realmente, una buena incorporación? El Hospital necesitaba desesperadamente mercenarios para realizar el trabajo sucio, pero ¿era una buena idea reclutarlo a él?

Luego le llegó al rey el turno de pasar por los pies desnudos de Morgennes y de Alexis unas gruesas calzas negras mientras les decía:

—Su color de t-t-tierra servirá para recordaros vuestros orígenes y ayudar a que os guardéis del orgullo.

—Que mancha todo aquello que toca —murmuró para sí Morgennes.

Después de las calzas, Amaury les anudó en torno a la cintura un fino cinturón de seda blanca.

—Que este cinturón mantenga alejada la lujuria.

Luego les entregó un par de espuelas de plata:

—Y que esto os vuelva ardorosos en el servicio a D-d-dios y al reino.

De pronto ahogó un ataque de risa. Consiguió recuperar la seriedad, y la ceremonia siguió adelante, hacia su punto culminante. Amaury empuñó su espada, que el herrero había conseguido enderezar tras grandes esfuerzos, la levantó por encima de la cabeza de Alexis y clamó:

—¡Su hoja tiene d-d-dos filos! Ellos bastan, pues significan rectitud y lealtad, para que nunca olvidéis ir en de-defensa de la viuda y del huérfano...

Descargó un vigoroso golpe en cada uno de los hombros de Alexis, que estuvo a punto de perder el equilibrio por la violencia del impacto. Amaury había golpeado tan fuerte que la hoja de su espada se había torcido de nuevo.

—Que puedas guardar en tu memoria estos golpes que t-t-te he dado —prosiguió Amaury—, y con ellos tus d-d-deberes. Ayunar el viernes, o si no puedes hacerlo a causa del combate, dar limosna a los pobres. Asistir cada día a misa, y ofrecer en ella lo que puedas. No negar nunca tu apoyo a una doncella o a una dama en peligro. Finalmente, no mentir ni traicionar nunca.

—Acepto —dijo Alexis.

Amaury le dio un beso y declaró:

—¡Yo te armo caballero!

Los asistentes contuvieron el aliento. Dentro de unos instantes podría dar rienda suelta a su alegría. Amaury se volvió hacia Morgennes, que se encogió sobre sí mismo como Atlas bajo el peso del mundo.

Luego, en el momento en el que el rey levantaba su espada, Morgennes se incorporó y dijo:

—Majestad, no merezco este honor.

39

Si debe hacerse una reputación en el oficio de las armas,

en esta tierra la obtendrá.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Cligès

Balduino IV todavía era un niño, tan guapo, ágil y vivo como feo, gordo y torpe era su padre. Estas cualidades, asociadas a una inteligencia y a una memoria fuera de lo común, hacían de él un perfecto heredero del trono. No había noble ni prelado que no le saludara con una amplia sonrisa cuando pasaba por los corredores del palacio de David, que sembraba de risas y gritos de alegría. Era un poco el hijo de todos, pero un solo hombre tenía el derecho de educarle. No era su padre, ni su padrino —Raimundo de Trípoli—, sino el ser más sabio y cultivado de Tierra Santa, que acababa de ser nombrado arzobispo de Tiro en recompensa por los servicios prestados junto al emperador de los griegos: Guillermo, que en adelante llevaría el sobrenombre de «Guillermo de Tiro».

Guillermo de Tiro, que por entonces rondaba los cuarenta, era un hombre agotado. No a causa de sus estudios, que se alargaban generalmente hasta agotar las velas, y ni siquiera a causa de sus numerosos trabajos de historiador, traductor y negociador, ni a sus cargos de arzobispo y de primer consejero del rey, sino a causa de esa cabecita rubia de Balduino, que Amaury le había pedido que llenara al máximo y lo mejor posible: «¡Para convertirla en una cabeza capaz de llevar la corona mejor que yo!».

Balduino adoraba a Guillermo. Nada le complacía tanto como verle entrar en su habitación cuando iba a buscarle para dar un largo paseo en lo alto de las murallas. Allí, Guillermo le contaba en latín, griego o árabe la historia de Jerusalén, de modo que cada episodio era el pretexto para una lección de lengua, religión, geografía, botánica, literatura, aritmética, etc. Es decir, de todas las materias, innumerables, en las que Guillermo estaba versado.

Pero aquel no era momento para lecciones, y Balduino, a quien su padre había autorizado a ir a El Cairo ahora que los ejércitos de Nur al-Din se habían marchado, correteaba entusiasmado entre las viejas piedras egipcias.

Y en particular entre las de las pirámides.

No había monumento bastante grande para que renunciara a escalarlo, y cuando distinguió, a un tiro de ballesta de las aguas del Nilo, las pirámides que ascendían hasta el cielo, declaró:

—¡Escalaré la más alta!

Guillermo, que, encaramado a un asno, acompañaba al joven príncipe en todos sus desplazamientos, se limitó a sonreír. Ya se vería, cuando Balduino estuviera al pie de las primeras piedras de estos monumentos, lo que diría al constatar que eran mucho más altas que él.

Por desgracia, Guillermo sufrió un desengaño. Porque, al acercarse a la base de la mayor de las pirámides, la de Keops, Balduino exclamó:

—¡Llevadme!

Sería como escalar una montaña. Buscando ayuda en torno a él, Guillermo divisó a uno de los arqueros del rey y le preguntó:

—¡Eh, vos! ¿No podríais ayudarnos a trepar a la cima de esta pirámide?

El hombre les miró con incredulidad, y luego se echó a reír sin disimulo. ¿Hablaba en serio? Escalar aquel monumento con un niño de apenas seis años ¡era una completa locura! ¿Y si tenía una mala caída, y mataba al heredero del trono? ¡Seguro que Amaury lo destriparía y luego lo asaría con manzanas! De todos modos, era imposible.

—Podría tensar mi mejor arco, apuntar durante una semana y lanzar la mejor de mis flechas —dijo el arquero—, y no alcanzaría la cima. ¡No somos monos! Renunciad, es más prudente.

Y apartó la mirada de Guillermo para concentrarse en la partida de dados que estaba jugando con tres compañeros.

Guillermo ya no sabía a quién recurrir y temía tener que anunciar a Balduino que debían dejar la expedición para más tarde, cuando una voz, que Guillermo de Tiro iba a conocer cada vez mejor, le hizo esta proposición:

—Permitidme que os ayude.

—¡Vos! —dijo Guillermo al descubrir quién la había pronunciado—. Pero...

—Vamos, no porque haya renunciado a ser armado caballero por una hazaña que no he realizado hay que considerarme un apestado.

—Tenéis razón —admitió Guillermo.

Y miró a Morgennes, que había preferido la infamia de la verdad a una gloria usurpada; infamia que el rey le había perdonado rápidamente cuando Morgennes le había dicho que podía guardarse el diente de dragón —que ese sí era verdadero—. Entonces Amaury había exclamado: «¡Te felicito, y estoy seguro de que un día tus hazañas me darán ocasión de armarte caballero!».

Morgennes se arrodilló junto al pequeño rey y le ofreció su espalda. Enseguida, Balduino le pasó los brazos alrededor del cuello, anudó sus piernas en torno a su vientre, y Morgennes se levantó, con Balduino IV a cuestas.

A una velocidad impresionante, Morgennes emprendió la escalada de Keops, eligiendo con cuidado sus presas, deslizando los pies en las anfractuosidades de la roca y progresando a un ritmo tal que ni un mono habría podido superar.

Guillermo, que se había quedado abajo, seguía su ascensión protegiéndose del sol con la mano; confiaba en Morgennes pero temía, al mismo tiempo, que se produjera un accidente. Los arqueros, junto a él, seguían lanzando sus dados sobre la arena como si nada ocurriera. Pronto, Morgennes y Balduino fueron solo una mancha en la cima de la pirámide, una mancha que se desplazaba a un lado y a otro, cada vez más alto.

Luego desapareció totalmente.

Guillermo hizo bocina con las manos y llamó:

—¡Balduino! ¡Balduino!

Pero desde ahí arriba, el pequeño rey no oía nada.

Se encontraba sobre una plataforma estrecha, en la que algunas piedras estaban cubiertas de inscripciones diversas —como una piel llena de cicatrices—. Algunas estaban en fenicio, otras en árabe o en griego, y otras, finalmente, en francés.

—¿Qué escribiremos? —preguntó Balduino, risueño, a Morgennes.

—No sé, alteza. Lo que vos queráis.

Balduino cogió una piedra que tenía la consistencia del sílex y grabó una frase sobre una roca. Cuando hubo acabado, volvió su rostro bronceado hacia Morgennes y le preguntó:

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