La espada de San Jorge (16 page)

Read La espada de San Jorge Online

Authors: David Camus

Los sarracenos.

Morgennes nunca los había visto, y sin embargo, como una raposa que olfatea a su presa, había adivinado su presencia. Estaban ahí delante, parapetados en las oquedades y las fallas del Yebel al-Teladj, como hormigas que hubieran partido al asalto de un montón de grava. La cima de la montaña, que apuntaba a través de un racimo de nubes, se engrandecía en la lejanía, mientras que las más cercanas —grandes montañas de laderas escarpadas, igualmente nevadas— disminuían a medida que avanzaba.

Luego el sol escapó de la amenazadora tormenta y empezó a brillar justo por encima de Morgennes, que no dejaba de repetir:


Impetum inimicorum ne timueritis.

¿Cuántas veces había oído Morgennes murmurar esta frase, una respuesta de breviario, al padre Poucet? ¡Centenares, miles de veces! En realidad habría podido indicar la cifra exacta (mil ciento ochenta y cuatro), tan extraordinaria era su memoria.

«¡No temas el ataque del enemigo!»

Lleno de confianza en su padre, en Dios y en Poucet, Morgennes irrumpió en el campamento de los sarracenos. Era la hora sexta, la de la oración de ed dhor para los musulmanes. Morgennes se dijo que era una buena hora para san Jorge, cuya victoria contra el dragón negro había tenido lugar a la hora de la comida. «Si no me toman por loco, lo que tal vez soy, forzosamente tendrán que creer en un milagro.» «Aunque no sea el caso...»

Las tropas sarracenas acampaban en la llanura de la Bekaa, al sudeste del Krak.

La fortaleza, en manos de los hospitalarios desde 1142, se levantaba sobre un espolón rocoso que dominaba el paso de Homs, el único acceso de Damasco al mar. No era, pues, casual que Nur al-Din hubiera decidido lanzar allí su ataque, después de que Amaury, al invadir Egipto, hubiera roto la tregua que él le había ofrecido. El sultán de Damasco se había puesto a la cabeza de sus ejércitos para golpear al más débil de los estados cruzados: en el Krak de los Caballeros. Después se dirigiría hacia Trípoli, y acabaría con ese pequeño condado y con su conde, Raimundo de Trípoli.

Morgennes distinguió una multitud de camellos, unos tendidos, libres de equipaje, y otros de pie, cargados de armas y víveres. Los esclavos circulaban entre ellos, o llevaban cubos de cebada a los caballos o paja a los mulos. Mujeres con velo deambulaban en grupitos, pasando de una tienda a otra, con un caldero en la mano. Hacía tanto calor que no se veía soldados por ninguna parte, y un delicioso olor a sopa flotaba en el aire.

—No temas el ataque del enemigo —se repitió Morgennes.

Dios estaba con él.

«¿Como antaño con los caballeros?»

Para expulsar de su mente este pensamiento, espoleó a Iblis con más energía aún, y el campamento se irguió súbitamente ante él, a solo unos latidos de su corazón.

La tormenta, que había ido cobrando fuerza durante toda la mañana y había avanzado lentamente desde el Yebel al-Teladj hasta situarse sobre la Bekaa, había acabado por evaporarse sin lluvia, relámpagos ni truenos. El cielo, de un azul infinito, volvía a ser el habitual, el de los días ardientes. Pero un rayo cayendo del cielo no habría causado más sorpresa que Morgennes cuando se lanzó contra las primeras tiendas del campamento. Empujando a su montura hasta el límite de sus fuerzas, la convirtió en un arma con la que golpeó a sus adversarios —de momento algunos desgraciados y desgraciadas que habían tenido la mala suerte de cruzarse en su camino—. Después de coger en un armero una larga espada curvada, cortó tantas cuerdas como pudo, para aprisionar a los musulmanes bajo la tela de sus tiendas. Estas se agitaron como el vientre de una mujer a punto de dar a luz; en su interior, los sarracenos se debatían buscando una salida, aun a riesgo de reventarle la panza.

Aún no habían dado la alerta, y Morgennes ya había tenido tiempo de matar a varios mahometanos. Luego golpearon un gong. Resonaron golpes de címbalos, toques de trompeta. Se lanzaron gritos.

—¡Por san Jorge!

El efecto sorpresa había pasado. Pronto habría acabado todo...

Faltaba saber para quién.

Dos musulmanes se acercaron con la lanza apuntando hacia delante. Iblis se encabritó y soltó violentas patadas contra el suelo. Se oyó un ruido como de fruta demasiado madura que revienta, y luego los soldados se desplomaron, con el cerebro supurando del cráneo.

¡Cambiar el plan!

Reflexionando febrilmente, Morgennes se dijo que ya solo le quedaba escapar o lanzarse a la batalla, y eligió esta última opción. Picando espuelas, condujo a Iblis hacia el centro del campamento, es decir, hacia su jefe. En un momento en el que otros habrían rezado o huido, Morgennes atacó con mayor vigor aún. Su oración era su galope, y ponía su suerte en las manos de Dios.

Haciendo caso omiso de las flechas que volaban sobre él, Morgennes golpeaba a derecha e izquierda, se inclinaba sobre Iblis para hacerlo cocear, rozaba el suelo para, con un violento golpe de su espada, liberar de sus ataduras a los caballos y a los camellos, hacía molinetes con el brazo, lanzaba patadas, espantaba al adversario riendo a carcajadas.

—¡Este hombre está loco! —gritaban los sarracenos.

—¡No es un hombre, es Sheitán!

—¡Ha venido para castigarnos!

—¡Huid! ¡Huid!

Era tan fácil que casi resultaba divertido. ¡Nada podía alcanzarle!

En ese momento vio en el cielo un destello, un resplandor. Levantó la mirada un instante y descubrió una estrella. Brillaba en pleno día, a la altura del Krak de los Caballeros, y lanzaba destellos de luz a un ritmo regular. Luz. Nada. Luz. Luz. Nada. Luz...

¿Qué era? ¿Un código? ¿Una señal enviada por Dios?

Luz. Luz. Luz.

¿Qué era aquello? Morgennes no lo sabía, pero los poderosos castillos de la región —los del Hospital (como el Krak) o los del Temple (como Chastel Blanc y Chastel Rouge)— habían unido sus fuerzas, y de resultas de este acuerdo se habían dotado de un ingenioso juego de espejos, con ayuda de los cuales se enviaban mensajes.

Así, prevenidas de la llegada de Nur al-Din por los vigías del Krak desde el inicio de la mañana, las tropas reunidas de Chastel Rouge y Chastel Blanc, oportunamente reforzadas con tropas llegadas de Constantinopla, y también con caballeros francos de vuelta de una peregrinación a Jerusalén, habían acudido sin tardar a socorrer a los hospitalarios.

Varias decenas de caballeros, seguidos por centenares de infantes, se lanzaban al asalto del campamento de Nur al-Din. Y los del Krak les incitaban:

—¡Atacad! ¡Atacad!

En lugar de venir del sur, como Morgennes, llegaron del noroeste, descendiendo por las laderas delYebel Ansariya en medio de una avalancha de polvo. Una larga columna de caballeros, en fila de a dos, había aprovechado la mole indestructible del Krak de los Caballeros para avanzar a cubierto.

Morgennes vio cómo los blancos estandartes con la cruz roja y los negros con la cruz blanca surgían bruscamente del parapeto de la montaña y se lanzaban contra los sarracenos.

—¡Los refuerzos, por fin!

¡Lo había conseguido!

De repente, un sablazo lo devolvió a la realidad. Un soldado damasceno acababa de hundirle el sable en el vientre, y un dolor fulgurante atravesó su cuerpo.

Debería haber muerto, perder los estribos y desplomarse del caballo. Pero no murió, sino que todavía encontró fuerzas para levantar su espada y abatirla contra el cráneo del soldado, que partió en dos. Al verlo, los demás musulmanes, que se habían acercado con la esperanza de acabar con él, emprendieron la huida aterrorizados.

Apretando los dientes, Morgennes espoleó a Iblis y se lanzó en dirección a la gran tienda blanca coronada por una media luna de oro, que creía que debía de ser la de Nur al-Din.

Este último, advertido primero por las ligeras sacudidas del suelo que habían hecho temblar su té y luego por los alaridos que oía fuera, ya sospechaba que se estaba produciendo una catástrofe. Hasta ese momento, su plan se había desarrollado a la perfección; pero he ahí que de pronto surgía lo imprevisto encarnado en un caballero sin armadura, montado en un caballo blanco, que gritaba a voz en cuello: «¡San Jorge! ¡San Jorge y el dragón! ¡Adelante!».

El jinete sembraba el pánico entre sus tropas; dispersaba a sus monturas y a sus animales de carga, derribaba sus tiendas, destrozaba sus víveres, mataba o hería a sus soldados, a sus súbditos, arruinando sus ambiciones.

Nur al-Din salió precipitadamente de su tienda para ponerse a la cabeza de sus hombres. Ya se disponía a montar su corcel cuando —como un relámpago blanco— el misterioso caballero surgió a su espalda, con el sable en la mano.

—¡Por san Juan Bautista! —aulló Morgennes.

—¡Por las barbas del Profeta! —exclamó Nur al-Din.

Y al distinguir a uno de sus guardias de corps, le gritó:

—¡Tú, protégeme!

Y luego, a otro que corría en su auxilio, con la mano en la empuñadura de su espada:

—¡Y tú, ve a buscar refuerzos! ¿Dónde están mis oficiales?

De hecho, sus hombres habían tratado de detener a Morgennes, pero el terror se había apoderado de ellos al ver que sobrevivía a ese golpe en el vientre. Sin poder creer lo que estaban viendo, habían redoblado sus esfuerzos, y uno de ellos incluso había conseguido herirle en el brazo con su lanza —sin por ello lograr detenerle—. Entonces, trastornados por ese espantoso prodigio, y viendo que caían uno tras otro bajo sus golpes sin poder frenarle, la mayoría habían huido, o se habían dirigido hacia el noroeste del campamento, donde la carga de los cruzados había abierto una brecha en las filas de los sarracenos.

Frente a Morgennes solo quedaban, pues, dos personas: el sultán y su guardia de corps, al que Nur al-Din gritó de repente:

—¡Suelta mi montura!

El guardia de corps tal vez habría tenido tiempo de golpear a Morgennes o de huir, pero se sacrificó y descargó su sable contra las ligaduras que mantenían trabada la montura de su jefe.

Un instante después, Morgennes le cortó la cabeza, que rodó bajo los cascos del caballo de Nur al-Din. Este, con el rostro sudoroso y el cuerpo helado, huyó al galope hacia Damasco abandonando tras él una babucha, que Morgennes recogió después de haber bajado de su caballo. Tras acercarla a sus ojos para contemplar los ornamentos, la frotó sobre su pecho, justo al lado de la cruz.

A su memoria acudieron las imágenes de los caballeros que habían atacado a sus padres y a él mismo.

¿Acaso era como ellos?

No. Porque si bien él también había atacado por sorpresa, su adversario era un ejército, y no dos niños y sus padres.

La gente corría en todas direcciones: hombres, mujeres y adolescentes, que habían ido al combate como a una fiesta —seguros de alcanzar la victoria sin tener que pagar por ella—. Pasaban animales que llevaban sobre sus lomos a fugitivos que se apresuraban a huir del caos; entre Morgennes, la carga de los templarios y el pánico que se había extendido entre los musulmanes, no podría decirse quién causaba más estragos.

«¿De modo que no soy un escudero? ¿No tengo educación militar? ¿No sé utilizar una lanza? Pues ¿qué he hecho aquí, sino llevar al enemigo a la derrota?»

Las tiendas se derrumbaban, se incendiaban al contacto con los braseros que ardían en su interior. Bramidos, gritos indistintos de terror, voces, gritos, lloros... Había algo en aquella música que a Morgennes le resultaba aún más odioso porque sabía que era él quien la había compuesto, a fuerza de embestidas, galopadas y mandobles.

Dejando a Iblis tras él, se plantó como una roca en medio de la desbandada y se puso a lanzar sablazos a los fugitivos, golpeando al azar. Demasiado preocupados por salvar la vida para darse cuenta de que eran atacados, ni siquiera pensaban en replicar; y así Morgennes pudo segar tres o cuatro vidas, víctimas fáciles, que le dieron ganas de vomitar. «No soy yo —se dijo—. Yo no soy así. Vamos, basta...»

En ese momento, la carga de los templarios, que había puesto en fuga a los últimos mahometanos, llegó a su altura:

—¡Hola! —dijo uno de los monjes soldado deteniéndose ante Morgennes—. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

—Me llamo Morgennes.

—¿Sois caballero?

—No —dijo Morgennes.

—Pues os vestís como ellos.

—Es un disfraz para la escena —dijo Morgennes—. Me lo he puesto para impresionar al adversario, y por lo visto lo he conseguido.

El templario, un oficial de sienes entrecanas y mirada cruel, le dirigió una sonrisa escéptica.

—Blasfemáis, desgraciado. O desvariáis. Nosotros, y solo nosotros, hemos hecho huir a Nur al-Din... ¡Vos no tenéis nada que ver con esta hazaña!

—¿Ah no? —dijo Morgennes.

Y le tendió el zapato de Nur al-Din. El templario, que se llamaba Dodin el Salvaje, un nombre que reflejaba a la perfección su temperamento, lo cogió y exclamó con los ojos dilatados por la sorpresa:

—¿Qué es esto?

—La babucha de Nur al-Din.

Dodin examinó los motivos, con rostro impasible, y luego declaró:

—Esta babucha podría ser de cualquiera.

—¿Puedo conservarla? —preguntó Morgennes.

—No —dijo Dodin—. La guardaré para hacerla examinar. Mientras tanto haced el favor de seguirnos al Krak de los Caballeros, donde vuestra historia será escuchada y vuestro caso juzgado.

19

¿Para qué disculparme, cuando no tengo ninguna

oportunidad de ser creído?

CHRÉTIEN DE TROYES,

Guillermo de Inglaterra

—¡Si no lo queréis —se indignó Colomán—, me lo llevo yo!

—¡Cogedlo, y que os aproveche! —replicó airado Galet el Calvo, el maestre del Temple de Tortosa, un hombre con la cabeza tan lisa como una piedra.

Discutían sobre Morgennes. Se trataba de valorar su papel en la derrota del ejército de Nur al-Din y de saber si había usurpado el rango de caballero cuando ni siquiera era un escudero.

Muchos habían reconocido en ese hombre al comediante aplaudido en Jerusalén, lo que había facilitado el hecho de que de nuevo me encontrara a su lado.

En ese momento, mientras el día se encaminaba al ocaso, estábamos todos reunidos en la gran sala del Krak de los Caballeros, en uno de cuyos pilares estaba grabada la inscripción: «
Sit tibi copia, Sit sapientia, Formaque detur Inquinat omnia sola, Superbia si comitetur
».

Es decir, tradujo Morgennes para sí: «Ten riqueza, ten sabiduría, ten belleza, pero guárdate del orgullo, que mancha todo lo que toca».

Other books

Death Blow by Jianne Carlo
The Cove by Ron Rash
Ghost in the Pact by Jonathan Moeller
Furies of Calderon by Jim Butcher
Potsdam Station by David Downing
A Heart Decision by Laurie Kellogg
Weep Not Child by Ngũgĩ Wa Thiong'o