La espada de San Jorge (31 page)

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Authors: David Camus

—¡P-p-por fin llegas! —dijo Amaury—. ¿Dónde estamos?

—Majestad, no comprendo...

—¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?

—Majestad, estáis en el Krak de los Caballeros, adónde habéis querido acudir para inspeccionar los trabajos de acondicionamiento y ver en persona el increíble descubrimiento realizado por los hospitalarios en el curso de la obra.

—Ah, sí, es verdad —balbució Amaury—. Tenía la mente un poco confusa por una p-p-pesadilla...

—¿Un mal sueño?

—¡Una p-p-pesadilla, acabo de decírtelo! ¿Dónde están Alfa y Omega?

—A vuestros pies, majestad, como siempre.

El chambelán y Amaury miraron al pie de la cama, y vieron un gran cojín acolchado de terciopelo rojo con el hueco que habían dejado los perros; pero los animales no estaban.

—¡Alfa! —gritó el rey.

—¡Omega! —llamó el chambelán.

Eso desencadenó la ira de Amaury, que le amonestó:

—¡P-p-pero qué estás haciendo! ¿Te burlas de mí? ¿No querrás llamar a mi hijo, ya puestos? Solo yo tengo derecho a llamar a mis p-p-perros. ¡Alfa! ¡Omega!

Ruborizado por la confusión, el chambelán se retorció las manos mientras se decía que nunca más volvería a aceptar un puesto semejante. Ocuparse de la casa del rey, de sus finanzas, era por regla general un cargo particularmente ambicionado. Pero con Amaury nada era normal. Nunca se sabía qué antojo le vendría a la cabeza, qué decretos promulgaría, qué órdenes —a cual más extravagante— daría.

A cuatro patas sobre las losas del Krak, Amaury buscó bajo su mesa y bajo su sillón; entonces tuvo la idea de mirar bajo la cama. Y allí encontró por fin a sus dos bassets, encogidos, temblando desde las patas hasta el extremo de la cola.

Después de haberlos depositado en su cama, Amaury se volvió hacia su chambelán, levantó los brazos para que le ayudara a quitarse el camisón y preguntó:

—¿Dónde estabas?

—Majestad, estaba junto a vuestra puerta, tal como mi deber...

—¿D-d-dormías?

—Majestad...

—¿Y bien? ¿D-d-dormías?

—Yo, hummm... Sí. Perdón, majestad.

—Chis, chis, no necesito oír tus exc-c-cusas. Lo que quiero saber es dónde estabas.

—Pero majestad, acabo de deciros...

—Sí, sí, junto a mi p-p-puerta...

Desnudo, Amaury dio unos pasos por la habitación y se dirigió hacia la ventana, mostrando al chambelán sus grandes nalgas llenas de granos rojos. Este cerró los ojos, y luego volvió a abrirlos, diciéndose que después de todo había visto cosas peores. (Pensaba en el par de senos, de lo más femeninos, que colgaban del pecho de su rey.) Bufando como un buey, Amaury efectuó una serie de ejercicios físicos, y luego se volvió hacia su chambelán para que le ayudara a vestirse.

—¿Y bien? —prosiguió el rey.

—Majestad, no comprendo vuestra pregunta...

—P-p-pues es muy clara —balbució Amaury—. He tenido una p-p-pesadilla, en el curso de la cual me encontraba en Jerusalén, en el Santo Sepulcro. Me atacaban unas serpientes, y yo p-p-pedía ayuda, pero nadie acudía. ¿Por qué?

—Su majestad debe de burlarse de mí —dijo el chambelán, cada vez más confundido—. No tengo el poder de intervenir en los sueños.

—¡Pues es una lástima! Porque me encontraba en una p-p-posición extremadamente enojosa. ¡Créeme, no olvidaré t-t-tan fácilmente que tú, el patriarca, mis guardias, senescal, condestable y tu-tu-tutti quanti no hicisteis nada cuando os necesitaba tanto!

—Sí, majestad. Perdón, majestad.

—La próxima vez, t-t-trata de intervenir...

—Desde luego, majestad.

Los dos bassets ladraron, gruñeron al chambelán, y saltaron a los brazos de Amaury cuando este acabó de embutirse en el grueso manto de piel de oso que su chambelán le había ayudado a ponerse.

Unos instantes más tarde, los dos hombres atravesaban el patio principal del Krak de los Caballeros, realzado por su nuevo muro exterior. Hospitalarios y guardias reales se levantaron al paso de Amaury para saludarle. Luego el rey se dirigió hacia la gran sala del Krak, donde le esperaban el comendador de los hospitalarios, Gilberto de Assailly, y algunos pares del reino, así como un misterioso individuo, totalmente vestido de cuero negro, que pretendía ser el «embajador extraordinario del Preste Juan».

Este título había impresionado vivamente a Amaury, a quien habían informado sus espías del escándalo provocado en Constantinopla por ese enigmático Preste Juan. ¿Legendario o real? En cualquier caso, no cabía duda de que el emisario que se había presentado la noche anterior en el Krak de los Caballeros existía. Por eso Amaury estaba impaciente por oírle hablar de su fabuloso reino y de la ayuda que pensaba proporcionarle en sus proyectos de conquista.

—Sobre todo le pediré que nos preste oro, a cambio de la Vera Cruz...

En el patio, una forma corrió hacia una puerta, la abrió y desapareció por ella precipitadamente. Amaury fingió que no la había visto. Debía de ser una mujer, una de las escasas sirvientas admitidas al servicio de los hospitalarios. Sin embargo, igual que en Jerusalén, Amaury había ordenado:

—¡No quiero mujeres en mi camino!

Cierto que tenía muchas ganas de encontrar una nueva esposa, pero debería ser alguien excepcional. Por otra parte, Amaury no tenía ningunas ganas de facilitar las cosas a sus nobles. Su celibato le proporcionaba una buena excusa para fastidiarlos.

Cuando entró en la gran sala del Krak, donde acababan de servir una colación a la decena de hospitalarios presentes, Amaury constató que el ambiente era sombrío. Después de depositar a sus bassets sobre la paja, para que fueran a comer en compañía de los hermanos castigados por pequeñas faltas, soltó un eructo atronador, se aclaró la garganta y escupió al suelo.

—¡Eso ya está mejor! —dijo, con una amplia sonrisa, en dirección al embajador extraordinario.

Era imposible precisar el sexo de ese individuo, ya que una máscara de cuero negro le ocultaba el rostro y no dejaba ver más que dos ojos negros que evocaban vagamente los de las serpientes. Un látigo terminado en puntas guarnecidas de púas colgaba de su cinturón, y llevaba en los zapatos unas impresionantes espuelas, de una decena de pulgadas de largo, prolongadas por una boca de dragón. Una gruesa capa de cuero negro, que se podía cerrar por delante, colgaba, arrugada, sobre sus hombros, como después de una larga jornada de camino.

—¿Habéis tenido buen viaje, señor embajador extraordinario? ¿O debo decir señora embajadora extraordinaria? —inquirió Amaury.

—Señor —precisó el embajador con una ligera reverencia—. Estas son mis cartas credenciales.

Entrechocó los talones y hundió su mano enguantada de cuero en un zurrón que llevaba atado al muslo. Sacó de él un fino rollo de pergamino, cerrado con un sello. Amaury lo examinó, admiró el trabajo, que representaba el ojo en el centro de la pirámide, y preguntó, mientras rompía el sello:

—Venís de lejos, si he entendido bien.

—En efecto —dijo el embajador—. Del otro lado de los montes Caspios. Partí ayer.

—¿Ayer? Me parece p-p-poco tiempo para un trayecto tan largo.

—Es que viajo a lomos de un dragón, majestad. Como todos los diplomáticos y correos del emperador.

—¿A lomos de un dragón? Humm..., debe de ser práctico para transportar el equipaje. ¿Y dónde habéis dejado a vuestro dragón? ¿En los establos?

—¡No, majestad! Habría devorado a todos vuestros caballos, lo que supondría una mala forma de entrar en materia. Le he permitido volver a los cielos, que son su única morada.

—¿Y cómo lo llamaréis cuando queráis partir de nuevo?

—Con esto, majestad.

El embajador del Preste Juan mostró a Amaury una cadena, en cuyo extremo colgaba un silbato de plata que representaba a un dragón.

—Me basta con soplar, y mi dragón acude.

—Qué ingenioso —dijo Amaury.

Pero ya no le escuchaba. Mientras estudiaba con mirada distraída las credenciales del embajador, le preguntó:

—Embajador P-p-palamedes, ¿estáis versado de algún modo en la ciencia de los sueños?

—¿Puedo preguntar a su majestad por qué me hace esta pregunta?

—Es que esta noche he tenido una espantosa
pesadilla
, ¿sabéis? —dijo Amaury, insistiendo en la palabra «pesadilla» y mirando a su chambelán directamente a los ojos.

—Será un honor ayudar a su majestad, si puedo...

Amaury contó su sueño, y concluyó diciendo:

—¡Qué lástima que mi querido Guillermo t-t-todavía no haya vuelto de Constantinopla! Él, al menos, habría sabido descifrar mi sueño. Es muy bueno en oniromancia, ¡y ese es solo uno de los numerosos d-d-dominios en los que destaca!

—Majestad, si me permitís, estas serpientes...

—¿Sí? —preguntó Amaury, interesado.

—Son dragones...

—¡Lo sabía! —exclamó Amaury, golpeando la mesa con el puño, lo que hizo que todo el mundo se sobresaltara—. Entonces, necesitaríamos...

—Yo puedo ayudaros, los dragones son muy comunes en nuestro reino.

—Sí, sí, claro. Pero necesitamos a ese caballero, ¿c-c-cómo se llama? El que ajustó las cuentas a un dragón durante mi co-co-coronación...

—¿San Jorge? —preguntó Gilberto de Assailly, temiendo lo peor.

—¿Qué decís? ¿Me tomáis por idiota? —tronó Amaury—. Os estoy hablando de ese juglar, el que representaba el papel de san Jorge...

—¡Ah! Sí, ya veo —dijo Keu de Chènevière—. Un caballero ciertamente peculiar. Pero ya no recuerdo cómo se llamaba. Mor... algo... ¿Morbeno? ¿Mordomo?

—Se llamaba Morgennes —dijo el joven hermano Alexis de Beaujeu—. Y no era caballero.

—¿Ah no? —se extrañó Amaury—. Habrá que corregir eso... ¡Un hombre que no teme enfrentarse a un dragón debe ser armado caballero al instante!

En la gran sala nadie dijo nada. Como ocurría a menudo, con Amaury nunca se sabía si se estaba haciendo el tonto o si quería probar a los suyos.

—En cualquier caso —prosiguió Gilberto de Assailly—, los dragones se encuentran justamente en el centro de nuestros problemas. Y hay que felicitarse por la llegada de su excelencia el embajador extraordinario, justo en el momento en el que nuestros hermanos del Krak han hecho este pasmoso descubrimiento...

—Bien, bien —dijo Amaury con aire pensativo—. Creo que ha llegado el momento de hacer una exposición de la situación a nuestro nuevo amigo.

—Si su majestad lo permite, yo puedo encargarme —propuso Gilberto de Assailly.

—¡Adelante, pues!

—Esta es la situación: no podremos aguantar mucho tiempo en Jerusalén si no nos apoderamos de Egipto. Pronto hará dos años que Nur al-Din multiplica sus ataques contra los flancos orientales del Líbano. En la batalla de Harim, nos infligió una derrota memorable e hizo prisionero al conde de Trípoli.

—Al que echamos en falta —interrumpió Amaury.

—¡Desde luego! —exclamaron a coro todos los hospitalarios presentes en la sala. El hecho de que Amaury reemplazara a Raimundo de Trípoli durante su cautividad contribuyó a que su respuesta fuera aún más vigorosa y sincera.

—De todos modos, no insistáis demasiado —dijo Amaury—. He comprendido.

—En resumen —prosiguió Gilberto de Assailly—, la situación es extremadamente compleja; y no hay que olvidar que no sabemos todavía si las conversaciones mantenidas por Guillermo en Constantinopla han dado fruto.

—Lo d-d-darán, podéis estar seguro —dijo Amaury—. Conozco a Guillermo mejor que nadie. Y todo lo que emprende se ve co-co-coronado siempre por el éxito.

—Más recientemente —continuó Gilberto de Assailly—, el brazo ejecutor de Nur al-Din, el infame general Shirkuh, ha atacado Transjordania, donde ha destruido una plaza fuerte que los templarios habían construido en una gruta, justo al sur de Ammán. La pinza se cierra... Tenemos que actuar, y rápido. No podemos permanecer aquí con los brazos cruzados esperando a saber si el emperador de Constantinopla se digna concedernos su ayuda y qué forma adoptará esta...

—Sin embargo —le interrumpió Amaury—, sabéis que nos faltan t-t-tropas. Atacar Egipto en este momento supondría dejar desguarnecido el condado de Trípoli y el norte del reino. Y eso sería c-c-conceder una ventaja inestimable a Nur al-Din.

—Necesitáis refuerzos —dijo el embajador del Preste Juan.

—Evidentemente —dijo Amaury—. Y no dejamos de buscarlos, en t-t-todas partes. ¡Incluso he escrito t-t-tres veces al rey de Francia, pero no he recibido una sola respuesta! Ni un centavo, ni la sombra de un soldado. Nada. ¡Niente! ¡Piel de zobb, como dicen los árabes! —exclamó, haciendo chasquear el pulgar en la boca.

—Conozco bien Egipto —explicó el embajador del Preste Juan—. El reino es un fruto maduro que no tardará en caer, siempre que se sepa dónde y cómo cogerlo. Deberíais ir allí y establecer un protectorado. Estoy seguro de que Chawar, el visir del califa, sabrá acogeros con todas las atenciones debidas a vuestro rango. Podéis contar con él. ¡Y convertirlo en el nuevo califa de Egipto!

—La última vez estuve a p-p-punto de perder la vida allí, junto con todos mis hombres —recordó Amaury—. Si esa C-c-compañía del Dragón Blanco no hubiera acudido a salvarnos, ahora en lo alto de las mezquitas de Jerusalén brillaría una horrible media luna de oro, en lugar de las magníficas cruces que hemos hecho c-c-colocar en ellas...

—Esperar a los griegos —señaló Gilberto de Assailly— es exponerse a tener que repartir con ellos... Y comprometerse con los rivales de Roma. Ya han vuelto a apoderarse de la iglesia de Antioquía. ¿No querréis, majestad, que sea también en Constantinopla donde se decida quién debe ocupar la cabeza de las iglesias de Trípoli, de Jerusalén, de Acre o de Tiro?

—No, no, desde luego —dijo Amaury—. Pero los griegos son p-p-poderosos, son ricos... ¿Qué son dos años? ¡Ah, si tan solo aceptarais —dijo dirigiéndose a Palamedes— prestarnos t-t-tres millones de besantes! En prenda de vuestra buena fe, claro está...

—Majestad, me parece un poco prematuro...

—Majestad —cortó Gilberto de Assailly—, si mi plan no os complace, creo que ha llegado el momento de que abandone mi cargo de comendador de los hospitalarios y vaya a terminar mis días en alguno de nuestros monasterios, en Inglaterra, donde nací.

Amaury hizo un gesto, como diciendo: «Haced lo que prefiráis, poco me importa», lo que desencadenó la cólera de algunos nobles presentes en la sala, y particularmente la del más poderoso de entre ellos: el barón de Ibelín.

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