La espada de San Jorge (55 page)

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Authors: David Camus

—¡Lo creerá!

Palamedes tenía razón. Por otra parte, Manuel Comneno estaba más que interesado en creerlo. Así, después de haber informado a Amaury de que la sobrina nieta que le había prometido en matrimonio había desaparecido, le había autorizado a conservar la espada de san Jorge. Además, tal como estaba previsto, había ordenado a la flota imperial que alcanzara las costas egipcias y se pusiera bajo el mando de Amaury. Juntos reconquistarían Egipto a los damascenos. Luego, una vez hubieran encontrado de nuevo a su sobrina nieta, Amaury se desposaría con ella. Y finalmente Manuel Comneno recibiría de manos de Amaury una de las más hermosas piezas que le faltaban para completar su colección de reliquias: ¡
Crucífera
!

Pero, para Guillermo de Tiro, esta supuesta
Crucífera
no valía mucho más que el pretendido rango de embajador, al servicio del Preste Juan, de Palamedes. Probablemente era una espada de gala, forjada apresuradamente en un zoco de El Cairo para dejar a los mirones con la boca abierta. Y a los reyes...

«No sé qué daría por conocer la verdad de todo esto —dijo Guillermo para sí—. No me sorprendería descubrir que Palamedes no es más que un conspirador interesado únicamente en ver cómo Saladino abandona El Cairo, y que, después de haber intrigado para que los griegos no intervengan, se esfuerza ahora en hacerles venir.»

Pasándose su bastón con cabeza de dragón de una mano a la otra, Guillermo volvió a subir la pequeña colina en cuya cima Amaury había hecho levantar su tienda. Desde ese promontorio se dominaba toda la llanura, con Damieta debajo; al sur, el Nilo; al este, el desierto, y al oeste, de nuevo el desierto, pero esta vez en manos de los egipcios. Y por tanto, de Saladino.

Guillermo trepó a lo alto de la colina, con la espalda encorvada y una mano en la cadera. Un punzante dolor en las rodillas le recordó que envejecía. «Estos ejercicios ya no son propios de mi edad. No debería abandonar mi
scriptorium

Un estruendo le hizo estremecer. Una catapulta había alcanzado su objetivo: una muralla a la que los francos apuntaban sin descanso desde hacía ocho semanas, con gran irritación de los bizantinos. Estos últimos, mandados por Constantino Colomán, querían lanzar el asalto sin esperar más: «¡Estamos perdiendo tiempo! —se indignaba Colomán—. Y eso es, después de los víveres, lo que más nos falta. ¡Hay que golpear! ¡Ahora!». Pero el grueso de las tropas de tierra estaba constituido por infantes y caballeros francos del reino de Jerusalén, y como de costumbre, Amaury trataba de contemporizar; mientras, se entregaba a uno de sus pasatiempos favoritos: la construcción de máquinas de asedio.

—¡Lanzarse al asalto es exponerse a graves p-p-pérdidas! Mientras que sometiendo esta muralla a incesantes b-b-bombardeos, puedo esperar derribarla manteniéndome a resguardo. Entonces nuestras tropas ya no tendrán ninguna dificultad para p-p-penetrar en la ciudad.

—Majestad —decía Colomán—, me permito recordaros que este lado de la ciudad está ocupado por los coptos.

¡Los coptos! Guillermo distinguía, detrás de las altas murallas apenas dañadas de Damieta, las grandes cruces doradas de sus iglesias. Una de ellas, alcanzada por una piedra, estaba ahora de través. ¿Cuántas veces los cristianos de Jerusalén habían traicionado a sus primos egipcios desde que Amaury era rey? Sin duda alguna, demasiadas.

De hecho, los coptos habían roto todos los contactos con los francos.

Estos habían establecido su campamento cerca del puerto de Damieta, adonde Palamedes había prometido que llegarían los dragones. Guillermo esbozó una sonrisa. A su modo, Palamedes no había mentido. Se había limitado a no decir toda la verdad. A modo de dragones, fueron cuatrocientas naves bizantinas, los dromones, las que acudieron. Es decir, prácticamente la totalidad de la flota imperial. Largos tubos metálicos, a los que los artesanos habían dado la apariencia de unas fauces de dragón, estaban fijados a la proa de los navíos y escupían fuego sobre las naves adversarias, hacia las que bogaban con toda la fuerza de sus alas; es decir, de sus velas.

No había ningún misterio en ello. Como mucho, solo un secreto: el de la composición del fuego griego empleado por los bizantinos. Además, los dragones prometidos habrían llegado de todos modos, ya que eran la flota bizantina. Los francos se habían dejado tomar el pelo. Una vez más, habían sido manipulados. Desde el principio, Guillermo sentía que planeaba una sombra sobre ellos, como si alguien buscara enfrentar a las diversas fuerzas cristianas con las orientales. ¿Quién? ¿Con qué objetivo? Guillermo lo ignoraba. Pero sabía que en la mesa en torno a la cual se habían sentado para guerrear damascenos, egipcios, bizantinos y francos de Jerusalén y de la cristiandad, alguien más se había instalado, de incógnito.

—¡Ilustrísima!

Guillermo, que se preguntaba qué importante personaje habría osado aventurarse en ese barrizal, miró alrededor.

—¡Messire Guillermo!

¡Por Dios! ¡Si era él! Desde que había sido nombrado arzobispo de Tiro, Guillermo tenía serias dificultades para acostumbrarse al título de «ilustrísima». Miró hacia la parte baja de la colina y vio a Alexis de Beaujeu, que subía hacia él a toda prisa, seguido por una pequeña cuadrilla de hombres armados.

«Dios Todopoderoso —se dijo Guillermo—. ¿Qué pasa ahora?»

—¿Qué ocurre?

—¡Hay que avisar al rey! —respondió Alexis—. ¡Una desgracia! ¡Ha ocurrido una desgracia!

—¡Buen momento para eso! ¿De qué desgracia hablas?

Alexis de Beaujeu se detuvo a la altura de Guillermo para recuperar el aliento, y solo consiguió balbucir:

—Muerto... ¡Está muerto!

—¿Muerto? Pero ¿quién? —preguntó Guillermo, que de pronto había palidecido.

A juzgar por la agitación de Alexis, temía que fuera el heredero del trono: Balduino IV. Pero Alexis balbució:

—¡Omega! Omega...

—Omega III —dijo Guillermo, aliviado—. ¿Cómo ha ocurrido?

—El animal excavó en la tierra para acceder a una de las tiendas donde guardamos las provisiones. Se llenó la panza...

—Hasta reventar —concluyó por Alexis un joven mercenario llegado de Gascuña.

—Bien. Ya veo. Dejadme anunciar la noticia al rey. —Y luego, dando su bolsa a Alexis—. Tomad. Tratad de encontrar a otro chucho. Un basset. ¡Pardo!

—A vuestras órdenes —dijo Alexis, que al momento partió con sus hombres en dirección al campamento, una vasta extensión de tiendas plantadas en el fango.

«Mal asunto —pensó Guillermo—. Muy mal asunto... Si los bizantinos se enteran de que aún tenemos provisiones y de que los perros del rey las saquean cuando nosotros no les damos nada, nos arriesgamos a que se lo tomen muy mal.»

Hacía varios días que los bizantinos, que solo habían embarcado víveres para tres meses —lo que parecía ampliamente suficiente para una campaña de este tipo—, no tenían que llevarse a la boca más que brotes de palmera, algunas avellanas y castañas. Por miedo a quedarse él también justo de provisiones, Amaury se había negado a compartir los víveres que llevaba su ejército. ¿No rondaba por su mente el pensamiento de que si la carestía se agravaba, los bizantinos se verían obligados a volver a Constantinopla, dejándoles como únicos vencedores del combate? ¿No había influido en su decisión la idea de que si compartía los víveres, serían no «uno», sino «dos», los que acabarían padeciendo hambre?

Sí, probablemente esas eran las ideas, un poco locas, que habían germinado en su mente. Porque aunque Amaury era un rey ambicioso, era también un rey que confundía con cierta frecuencia los sueños y la realidad. Así, la obra iniciada por Guillermo se parecía cada vez más a la enumeración de una larga, muy larga, serie de fracasos.

Así era la vida de Amaury. Una sucesión de fracasos, a la que se habían incorporado numerosos reveses, desengaños y fiascos. Sus únicos éxitos se reducían a Egipto, al que había convertido —durante escasos meses— en un protectorado franco. Y su hijo. Un joven colmado de cualidades: recto, honesto, valeroso, inteligente. Y evidentemente, Guillermo sabía que había tenido cierta participación en ese éxito, y se enorgullecía de ello en secreto.

Pero en el momento en el que llegaba a la tienda real, un estruendo en la llanura le hizo estremecerse.

«¿Otra piedra de catapulta?»

No, esta vez era más grave. Un soplo gigantesco, un calor, una luz, algo extraordinariamente poderoso se había producido en el puerto de Damieta, frente al que la flota bizantina había echado el ancla. Una cadena, que corría de un extremo al otro de la entrada del puerto, impedía que la flota penetrara hacia el interior de la ciudad y pudiera tomarla al asalto. Hacía meses que el Nilo permitía que los egipcios aprovisionaran Damieta. Meses durante los que estos se habían divertido contemplando cómo los francos y los bizantinos se esforzaban inútilmente en conquistarles.

Y ahora, desde las murallas del puerto, los soldados y los marinos de Damieta reían viendo cómo los dromones bizantinos ardían uno tras otro. Uno de los suyos —un tal Taqi— había conseguido introducirse en una de las galeras griegas y utilizar su arma contra ella: ¡el fuego griego! De predadoras, las naves bizantinas se habían convertido en presas. Las velas habían ardido tan rápidamente como si fueran de papel, y el azul de las aguas del puerto había dado paso al color pardo de los bizantinos que saltaban de sus naves incendiadas. Ya no se veía agua por ninguna parte; las cabezas de los marinos desaparecían bajo las ratas, que también trataban de escapar de las llamas.

—¡Majestad! —gritó Guillermo—. ¡Majestad!

Amaury salió corriendo como un loco de su tienda, y no necesitó que Guillermo se lo contara para comprender lo que había ocurrido. Un incendio estaba haciendo estragos en la flota de sus principales —¡y únicos!— aliados. ¡Había que salvarlos!

—¡Passelande! —gritó Amaury.

Un paje le llevó un caballo ricamente enjaezado.

—¡Deséame suerte! —gritó Amaury a Guillermo mientras montaba.

Luego espoleó su montura y bajó por la colina en dirección a las orillas del Nilo, donde estaban amarrados algunos dromones indemnes. Pero ¿por cuánto tiempo? Porque el viento ya se levantaba y llevaba hacia los francos olores de carne, madera y velas quemadas. Perdidos. Estaban perdidos. Las lágrimas se deslizaron por las mejillas del rey, que de pronto se sintió muy cansado. «¡Vamos! ¡Serénate! ¡Piensa en tu hermano! ¡Piensa en tu padre!»

Amaury espoleó a Passelande y se dijo: «¡Piensa en tu hijo!».

—¡Por Balduino! ¡Por Balduino!

Se llevó la mano al costado para desenvainar su espada, y recordó que la había tirado. Contrariado, mantuvo su montura al galope, llegó junto a una de las naves bizantinas y lanzó a su caballo en dirección a la pasarela que permitía subir a bordo —y por donde la tripulación desembarcaba aterrorizada.

Incapaces de maniobrar, pues el canal estaba saturado de navíos tratando de huir del incendio que se extendía a todas las embarcaciones de la flota imperial, los marinos formaban una oleada continua de personas que impedían que les socorrieran.

—¡Quedaos en vuestro p-p-puesto! —les gritó Amaury, lanzándoles puntapiés para impedir que huyeran—. ¡Y dejadme p-p-pasar!

Pero un coloso nórdico, que respondía al nombre de Kunar Sell (uno de los mercenarios formados por Colomán, que había pertenecido a la guardia personal de Manuel Comneno), se cargó al hombro su pesada hacha y dijo al rey:

—¡Majestad, hay que huir! ¡La flota está perdida!

En ese momento, Colomán corrió hacia ellos gritando:

—¡Majestad! ¡Kunar Sell! ¡Seguidme, necesito a hombres valerosos para salvar lo que aún puede ser salvado!

Amaury y Kunar Sell intercambiaron una mirada y siguieron a Colomán. El jefe de los bizantinos, que se sentía tan cómodo sobre sus naves como en tierra firme, saltó de un puente a otro hasta llegar al centro de la hoguera.

—Esos malditos han incendiado el corazón de la flota. ¡Tenéis que ayudarme a reunir al mayor número posible de marinos para hundir los navíos que están más cerca de las llamas!

—¡Tu hacha! —ordenó Amaury a Kunar Sell.

Este miró al rey con expresión dubitativa, pero Colomán gritó:

—¡Haz lo que te dice! ¡Dale tu hacha!

Kunar Sell tendió su pesada hacha a Amaury, que por primera vez pareció satisfecho del arma que tenía.

—Toma esto —dijo Colomán a Kunar Sell, dándole un sable de abordaje—. Es lo mejor que he podido encontrar.

Kunar Sell sopesó el sable, marcó unos pasos de esgrima, se dio cuenta de que era de muy mala calidad, se encogió de hombros y fue a unirse a Colomán, que le llamaba:

—¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Bizantinos, conmigo!

Amaury, por su parte, galopó directamente hacia los navíos más próximos al puerto egipcio y a sus temibles ballesteros.

—¡A mí, los francos! ¡A mí!

Solo un puñado de hombres se unieron a él, entre los cuales Amaury descubrió con alegría a Alexis de Beaujeu.

—¡Qué m-m-magnífica sorpresa! —exclamó.

—Majestad, justamente os buscaba para deciros...

—¡No es el momento! Hay que salvar la flota.

No había terminado la frase cuando una viga en llamas cayó entre Alexis y el caballo de Amaury. Los dos hombres solo consiguieron salvar la vida gracias a sus excelentes reflejos, que les hicieron, a uno, echarse hacia atrás, y al otro, encabritar su montura. Una humareda negra se elevó del barco, que empezó a desintegrarse entre crujidos.

—¡Hundámoslo! —gritó Alexis.

—No —dijo Amaury—. Es demasiado tarde.

Seguidos por algunos valientes, los dos hombres pasaron al puente del barco contiguo para romper las amarras y enviarlo a pique. Para hacerlo, descendieron a las calas y descargaron violentos golpes con sus hachas, espadas y lanzas en el casco del navío, confiando en hacerlo zozobrar. Por suerte, los dromones eran una especie de galeras de casco plano, construidas para la navegación costera o fluvial, más que para alta mar, y no eran demasiado difíciles de hundir.

Así, un primer navío fue enviado a visitar a los cangrejos antes de que tuviera tiempo de hacer arder a su vecino. Era una primera victoria. Pero necesitarían muchas, muchas más, para salvar aunque solo fuera una décima parte de la flota bizantina. Alexis y Amaury tenían la impresión de luchar contra una epidemia. Como no tenían idea de cómo se extendía el incendio a los demás barcos, trataban de salvar el máximo de ellos, y esto les aproximaba peligrosamente a las murallas de Damieta, donde los ballesteros les apuntaban con sus armas. Dos dardos salieron disparados. El primero se clavó no muy lejos de ellos, en un banco de remeros, y el otro se perdió en las aguas del puerto.

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