La espada de San Jorge (62 page)

Read La espada de San Jorge Online

Authors: David Camus

Taqi, acompañado por un puñado de soldados, entre los cuales se encontraba Tughril —el antiguo guardia de corps de Shirkuh—, cabalgaba tras las huellas de Guillermo, esperando que este último les condujera hasta
Crucífera
, que no debía caer bajo ninguna circunstancia en manos de los enemigos del islam, y menos aún en las de los ofitas.

Porque estos —aunque habían sido totalmente aplastados en El Cairo— aún tenían recursos; desde una base secreta, situada en algún lugar del desierto del Sinaí, seguían acosando a los damascenos. Lo que Saladino ignoraba, sin embargo, e ignoraba igualmente Taqi, era hasta qué punto los ofitas eran resistentes y capaces de adaptarse. Sobre todo cuando se trataba de un hijo (Palamedes) dispuesto a vengar a su padre, y sobre todo cuando ese hijo tenía en su poder a una joven (Filomena) capaz de fabricarle prácticamente cualquier artefacto, una mujer para la cual la mecánica no tenía secretos.

Guillermo tiró de las riendas de su montura. Con espuma en la boca y las patas temblorosas, su corcel amenazaba con desplomarse de agotamiento. Agitando bajo el cielo su bastón con cabeza de dragón, Guillermo esperaba que los vigías del Krak le reconocieran y le dejaran acercarse.

El Krak no parecía haber sufrido demasiado. Solo una torre se había derrumbado, provocando un corrimiento de tierras que había engullido los descubrimientos efectuados tiempo atrás pero que había revelado otros tesoros, surgidos de las entrañas del Yebel al-Teladj, y particularmente nuevas osamentas de dragones.

En medio de estas, Amaury estaba desquiciado. Gesticulaba, chillaba, hablaba sin cesar de esa leyenda de la corte del rey Arturo que pretendía que Merlín había predicho a un rey que las desgracias se abatirían sobre él mientras no se desembarazara de los dos dragones que luchaban bajo los cimientos de su castillo.

—Aquí —tartamudeaba Amaury—, no son dos d-d-dragones los que nos plantean problemas, sino decenas. Los árabes tienen toda la razón cuando dicen que el Krak es como un hueso atravesado en su garganta. ¡Esta montaña es peor que un p-p-pollo! Está infestada de huesecillos, ¿verdad, querido?

Y acto seguido dio un ala de pollo al joven chucho que tenía en los brazos. Omega IV se la zampó en un santiamén, y Alfa II, que daba vueltas ladrando a los pies de Amaury, reclamó su parte.

—¡Majestad! —exclamó Guillermo, llevando su montura hacia el rey.

Guillermo seguía blandiendo su bastón, para que los arqueros del rey no le eligieran como diana. En esa zona se temía sobre todo a la secta de los asesinos, que cada vez se mostraban más atrevidos.

—Guillermo, ¿qué haces aquí? —preguntó Amaury al verle galopar hacia él.

—¡Un milagro!

—¡Una calamidad, querrás decir! —¡No, majestad, un milagro! ¡Un milagro, os digo!

Estupefacto, Amaury observó a Guillermo. ¿Acaso el anciano al que había elegido para redactar la crónica de su reino y para educar a su hijo se había vuelto loco?

A imitación de los mejores caballeros del reino, Guillermo saltó de su montura incluso antes de que se hubiera parado, pero al tocar tierra rodó varias veces sobre sí mismo, magullándose seriamente la espalda, las piernas y los hombros.

—Ya no tengo edad para estas tonterías —murmuró para sí, con el cuerpo dolorido.

El rey le ayudó a levantarse y le preguntó: —Pero ¿qué te ocurre? —¡Tenemos que marcharnos, sin demora! —¿Para ir adónde?

—A Lydda. ¡He encontrado la tumba de san Jorge! ¡Sé dónde se encuentra
Crucífera!

63

No tengáis miedo.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Guillermo de Inglaterra

¿Qué es un cementerio? Un lugar en el que se duerme.

La palabra «cementerio» procede del latín
coemeterium
, que a su vez procede del griego
koimeterion
, que significa: «lugar donde se duerme». Un cementerio es, en suma, un dormitorio. No es sorprendente, por tanto, que para muchos de mis contemporáneos la muerte se asocie a un largo y profundo sueño, del que uno despertará —a elección—: cuando (1) Él vuelva, (2) para salvar a la patria, (3) en el fin de los tiempos, o bien también, aunque esto es menos glorioso, (4) porque un nigromante le ha forzado a hacerlo. Y no es extraño tampoco que numerosos soberanos hayan deseado que su último dormitorio rivalizara en belleza con los espléndidos palacios en los que se desarrolló su vida.

Así, de las pirámides de Egipto al Santo Sepulcro, pasando por las vastas necrópolis de Roma y los túmulos funerarios de Inglaterra, la historia está plagada de ejemplos de sepulturas mucho más hermosas que las viviendas ordinarias.

Porque el más allá de los reyes es más valioso que el hoy de los campesinos.

Y después de todo, ¿por qué no? ¿Qué hay de indecente en querer desafiar al tiempo? Contemplando estos monumentos, el pueblo admira su porvenir, lo que le sobrevivirá. Los faraones han muerto, pero sus tumbas siguen ahí. Jesús sucumbió, pero la tumba donde lo enterraron —brevemente, es cierto— puede visitarse.

Otros no tienen tumba. Lógicamente, su fallecimiento es objeto de debate. Porque estar muerto es ser colocado en una tumba, y a la inversa. Así ocurrió con el aterrador califa de Egipto al-Hakim, o con ciertos imanes adorados por los chutas. Para vivir siempre, al menos de forma legendaria, es preciso abstenerse de ser enterrado.

Desaparezcamos.

O mejor, compartamos el destino de Alejandro Magno, para quien Tolomeo construyó una tumba prodigiosa que debía conservar sus restos y que nadie ha llegado a descubrir.

¿Qué hay más hermoso que una tumba imaginaria?

¿Una muerte imaginaria?

Amaury galopaba al frente de sus caballeros, con Guillermo y Alexis de Beaujeu pegados a sus talones, tras los cascos de Passelande. Desde que había probado su féretro en el Santo Sepulcro, el rey estaba buscando un epitafio. Algo como: «Duermo. ¡D-d-dejadme en paz!».

Pero ir por fin a hollar la tierra de la tumba de san Jorge, ¡eso sí que era excitante!

—¡Oh, qué c-c-contento estoy! —gritó al paisaje, sin preocuparse por los campesinos con un brazo cortado con los que se cruzaba a intervalos regulares—. ¡Apresurémonos! —exclamó espoleando a Passelande.

Alexis de Beaujeu, que montaba a Iblis, era el único que no se había distanciado, a pesar de la edad avanzada del semental que le había ofrecido Morgennes. El resto de los caballeros, debido al peso de sus armaduras, al agotamiento de sus corceles, o a ambas cosas a la vez, desaparecían poco a poco en el horizonte, ocultos por las nubes de polvo que levantaban Passelande e Iblis.

—Majestad —dijo Alexis de Beaujeu a Amaury, una vez que lo hubo alcanzado—, deberíais reducir la marcha.

—¡Vaya idea! —exclamó Amaury—. ¿Y eso por qué?

—No querréis llegar solo a esta tumba, ¿verdad?

—¿Temes que pueda ofender a san Jorge?

—No, majestad. Solo temo por vuestra vida. Esta región está atestada de espías; no me gustaría que esa tumba fuera, además de la de un santo al que adoro, la de mi soberano.

—Gracias, mi buen Alexis, pero esta «tumba», como dices, es demasiado hermosa p-p-para mí. No moriré en ella, lo sé.

—Sire...

—Además, no es una «tumba», sino un sepulcro.

—Perdón, sire, no comprendo...

—Una «tumba», mi querido Alexis, es buena para el c-c-común de los mortales. Para ti, para mí, una tumba no es más que un cartel sobre un agujero. ¡En cambio, un «se—p-p-pulcro»...! ¡Eso da fama a un hombre! Un sepulcro es un monumento.

Alexis no estaba seguro de haber captado el matiz. Sobre todo no entendía por qué el rey se consideraba tan poco digno de un sepulcro —si era mejor que una tumba.

Luego pensó en Morgennes, cuyo caballo montaba, el caballo que en otro tiempo había sido la montura de Sagremor el Insumiso. Ese mismo Sagremor que, hacía mucho tiempo, casi en otra vida, había sido su señor. El primer caballero al que había servido. «Qué lejos queda todo esto —pensó Alexis—. Qué lejos están los tiempos en los que, mientras lloraba sobre la tumba de mis padres, un fantasma se me apareció para ordenarme que fuera a Tierra Santa.»

Alexis había partido al instante, renunciando a todo. Incluida su herencia. Como primogénito debería haber recibido de su padre un dominio soberbio, una veintena de burgos, vastos bosques abundantes en caza y una decena de lagunas. Sin embargo, lo había abandonado todo y lo había dejado en manos de su hermano menor; aunque más tarde había descubierto que el fantasma era su propio hermano.

Este se había ocultado bajo una sábana y había sabido encontrar las palabras para enviarle a la cruzada, apartándole así de la sucesión. «Qué importa eso —se decía Alexis—. Dios me quería en Tierra Santa. Y ese fantasma, aunque fuera falso, fue el medio que Dios empleó para darme a conocer Su voluntad. Todo está bien.»

En realidad, aparte de Guillermo de Tiro, nadie comprendía mejor a Amaury que Alexis. Pero los dos hombres raramente tenían ocasión de conversar, y ahora aún menos que antes, desde que Alexis de Beaujeu habían entrado en la Orden de los Hospitalarios y le habían destinado al Krak.

Después de varias horas de agotadora cabalgada, la pequeña tropa llegó a las inmediaciones de Lydda. La ciudad había sufrido mucho, como toda la región, por el terremoto. Las fallas habían abierto varios bosquecillos en dos, derribando los árboles y escupiendo finas nubes de polvo al aire seco de finales de diciembre. No se podía respirar sin toser, y durante varios días una tenue película, mezcla de arena y ceniza, se depositaba sobre todo. Habría que esperar al mes de marzo para que una lluvia torrencial lavara aquel desastre. Mientras tanto parecía que estuvieran ante el fin del mundo, con una sensación de sucio, reforzada por la expresión afligida de los miserables con los que se cruzaban por el camino.

Gentes que tendían los brazos para reclamar un pedazo de pan, unos granos de trigo. El alimento del ganado —la cebada y el mijo— era para ellos un verdadero festín. Viendo que se atiborraban con el pienso de los animales, conmovido por su miseria, Amaury ordenó que les entregaran la ración de los caballos.

Finalmente entraron en Lydda, donde se veían casas derruidas y una larga fisura que se extendía desde los arrabales hasta los primeros edificios de la ciudad.

—Es aquí —dijo Guillermo de Tiro, que trataba de hacer coincidir los recuerdos del mapa visto en su scriptorium con lo que tenía ante los ojos.

—Creía que los antiguos nunca construían sus sepulturas dentro de las ciudades —se sorprendió Amaury.

—Así era —dijo Guillermo—. Como dijo Platón: «En ningún lugar las tumbas, tanto si el monumento funerario es considerable como si es mínimo, deben ocupar un emplazamiento que sea propio de la cultura». Pero la ciudad ha crecido. Y además, a la muerte de san Jorge, los cristianos que le habían tratado prefirieron inhumarle
ad sanctos
, es decir, en el propio seno de la iglesia de Lydda.

Ahora bien, la primera iglesia de Lydda había sido construida sobre los cimientos de un antiguo templo dedicado, como la gran mezquita de Damasco, a Zeus o Júpiter. Alejandro Magno había ordenado que lo edificaran, para de ese modo asegurarse la ayuda del poderoso rey de los dioses. Una buena idea, sin duda, porque en menos de un año Alejandro había conquistado Oriente.

—¡Es aquí! Mirad —dijo Guillermo.

Realmente se tendría que estar ciego para no ver la pequeña abertura que se recortaba en la tierra, como una fina raja en medio de la capa de cascotes. Lo que había sido enterrado por los años acababa de salir a la luz debido al terremoto. La hendidura parecía el rastro dejado por la quilla de un barco que abandonara la playa para hacerse a la mar. A uno y otro lado, una doble muralla, constituida por las casas que se habían derrumbado, la bordeaba. De pie en los bordes de la llaga, la multitud miraba al rey y a sus hombres, que avanzaban a caballo.

Todo estaba silencioso. Ni siquiera se escuchaban los relinchos de los caballos. Desde lo alto de su funesto pedestal, los habitantes de Lydda se preguntaban qué nueva desgracia acarrearía esta profanación. Viejas locas de mirada huraña seguían al rey, con la baba en los labios, murmurando imprecaciones.

Amaury, que avanzaba bajo sus miradas, no dio orden de ahuyentarlas.

¿Cuánto tiempo hacía que se mantenía apartado de las mujeres? Contó con los dedos. Uno, dos, t-t-tres... Hacía seis años que había pedido que las mantuvieran alejadas de él. Y ahora de nuevo volvía a ver a algunas. Sentía lástima por ellas. Y sobre todo, él mismo se sentía miserable. «Solo he reinado sobre medio reino. Solo soy medio rey.»

Lanzó un profundo suspiro y llegó a la entrada del mausoleo. Un círculo de piedra sellaba la abertura. En su frontón se leía: «
Memento mori
». Es decir, «No olvides la muerte».

Por una cruel ironía del destino, los árabes llamaban a Amaury «Mori». Así, para un rey tan desamparado como él, en este instante, esta inscripción podía leerse como un «No olvides a Amaury». ¿Sería esta su tumba?

Apoyó la mano sobre la puerta de piedra; pero no se movió.

—¡Abrid esto! —ordenó a sus hombres, y mandó que atacaran la pesada puerta con el martillo.

Pronto esta cedió, y un estertor surgió del sepulcro. La mayoría de los habitantes que les contemplaban desde los diques de cascotes pusieron pies en polvorosa. Solo unos pocos se quedaron. No por valentía, sino por desesperación. ¿Las paredes de sus casuchas se habían mezclado con las piedras de una tumba? Pues bien, en adelante vivirían aquí. Vivirían y morirían aquí.

—¡
Crucífera
, aquí estoy! —murmuró Amaury. Entró el primero en la tumba, con una antorcha en la mano.

Alexis le siguió, luego Guillermo, y luego la decena de hombres de la escolta real.

Empezaron bajando una corta escalera, cuyas paredes estaban adornadas con pinturas que representaban el combate, y luego el martirio, de san Jorge. A la izquierda, san Jorge abandonaba su Capadocia natal —esa región de montañas donde los habitantes vivían en agujeros excavados en las paredes rocosas—. Luego san Jorge se ponía al servicio de Roma, para combatir a los herejes ahí donde los encontrara. Acababa llegando a una pequeña ciudad aterrorizada por un dragón, que exigía que cada año le dieran una virgen para devorarla. Cuando ya no quedó ninguna, salvo la hija del rey, este decidió finalmente enfrentarse a él, y suplicó a san Jorge —que pasaba por allí— que venciera al monstruo.

Other books

Breakwater Beach by Carole Ann Moleti
The Dead End by Mimi McCoy
Another Believer by Stephanie Vaughan
The Gift-Giver by Joyce Hansen
His Obsession by Ann B. Keller
Mean Season by Heather Cochran
Affairs of Steak by Julie Hyzy
Treachery in Tibet by John Wilcox
Hatter by Daniel Coleman