La espada de San Jorge (60 page)

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Authors: David Camus

»—¿De modo que conocéis el lenguaje de los animales?

»—A fuerza de oírles discutir, he acabado por aprenderlo.

»—Nos seríais muy útil. ¿Qué puedo hacer para convenceros de que me acompañéis?

»Me senté en el suelo, lo que hizo temblar la montaña alrededor nuestro, y apoyé el mentón en la mano para ayudarme a reflexionar.

»—Podría ir, pero tendría que ser por poco tiempo.

»—No tardaremos mucho —respondió Nicéforo.

»—¿Cuánto tiempo será?

»—Una quincena de nuestros años. ¡Tal vez menos!

»—¿Y qué pensáis hacer?

»Nicéforo señaló la larga hilera de carros equipados con todo tipo de materiales, así como a los arquitectos, los sabios, los obreros, los soldados y los artesanos que les acompañaban, luego al centenar de asnos cargados con fardos que cerraban el convoy, y declaró:

»—Llevarnos el Arca de Noé.

»—Está justo al lado —dije—. Un poco más arriba a vuestra derecha. Estropea el paisaje, de esto no cabe duda. Retirarla sería estupendo. Pero tendréis que neutralizar a los guardias, y me extrañaría que contemplaran con los brazos cruzados cómo desmontáis lo que para ellos es un templo, una preciosa reliquia, un objeto de culto.

»—Tengo con qué convencerles —respondió Nicéforo, mostrando un carro cargado de oro—. Y si esto no basta, también tenemos esto otro —añadió señalando otros seis carros unidos a un largo tubo que simulaba un dragón y servía para escupir fuego.

»—¿Qué pensáis hacer con el Arca?

»—Salvar al último de los dragones.

»—Ah, entonces está decidido, os acompaño... Me gustan mucho los dragones. Hace tiempo que no he visto ninguno...»

Gargano se detuvo un instante.

—Y así fue como Nicéforo y yo nos encontramos, unos años después de la fundación de la Compañía del Dragón Blanco. Luego, después de que el Arca fuera robada, tras un largo y sangriento asedio durante el cual perecieron muchos habitantes de los montes Caspios, me uní a la Compañía del Dragón Blanco. Le había tomado gusto a la aventura, y decidí acortar mi noche.

Gargano se volvió hacia María y explicó:

—Pensé que ya recuperaría el tiempo perdido con una corta siesta, de ocho o nueve de vuestros siglos.

—¿Y qué sucedió con el Arca mientras la Compañía del Dragón Blanco recorría el mundo en busca de los mejores artistas?

—Varios centenares de artesanos se esforzaron en ponerla de nuevo en condiciones, en los arsenales navales bizantinos. Luego Nicéforo y yo nos dirigimos al condado de Flandes, donde nos hicieron entrega de un órgano magnífico. Había sido restaurado por una maestra de los secretos llena de talento, llamada Filomena.

—¡Vaya fábula! —dijo María sacudiendo la cabeza—. Mi buen Gargano, me resulta difícil creerte. ¿Dices que eres una montaña? ¿Y yo fui un guapo joven que, en realidad, era la sobrina nieta de un emperador bizantino?

—Ajá...—dijo Gargano.

—Pruébalo.

—¿Cómo?

—Vuelve a recuperar tu tamaño original.

Gargano confesó, con expresión incómoda:

—Es que... He olvidado cómo se hace. Esta larga estancia en los pantanos me ha perturbado.

María se encogió de hombros y sonrió. No le creía, aunque para Gargano no era un problema. Sin embargo, tenían que marcharse. Entonces se incorporó, la levantó delicadamente por las caderas y se la cargó sobre los hombros.

—¡En marcha, princesa!

—¿Adónde vamos? —preguntó María.

—¡Al Paraíso!

Gargano estaba desconcertado por la nueva personalidad de María. Porque Nicéforo se mostraba tan emprendedor, audaz y provocador, como María —que le tuteaba— se mostraba dulce, apacible y reservada. Los dos le gustaban mucho. Pero echaba en falta a Nicéforo.

Para Gargano, la estancia en los Pantanos de la Memoria se había cobrado numerosas víctimas: Nicéforo, los habitantes de Cocodrilópolis y, desde luego, Morgennes. Caminaron, con María sobre los hombros de Gargano, durante numerosas jornadas. Una mañana, María oyó el lamento de un curso de agua, y pidió a Gargano que se dirigiera hacia él.

Habían encontrado uno de los afluentes del poderoso Nilo. Sus aguas azules arrastraban pequeñas hojas rojas y amarillas, procedentes de los árboles que crecían al pie de los Montes de la Luna.

—Sigámoslo —dijo Gargano.

Tal como le había dicho Morgennes, un poco más adelante el Nilo se hundió bajo tierra. Era una visión prodigiosa: justo antes de desaparecer, el divino río se precipitaba en una falla en forma de boca excavada en la montaña. Esta perforación, adornada en cada uno de sus flancos y en su cara principal por gigantescas estatuas de faraones, constituía la última obra construida por los antiguos habitantes de esta región. Estos habían vivido en la época en la que hombres y dragones convivían apaciblemente, antes de que los ejércitos de Roma, Atenas y Alejandría fueran a sembrar cizaña entre ellos.

Ochenta y cinco estatuas de bronce con una altura de unas veinte toesas dominaban el río recordando el poder del rey Menelik, legendario soberano de esta zona. Gargano tenía la sensación de estar jugando entre las piernas de sus primos mayores. En sus manos, pergaminos, libros e instrumentos de medición reemplazaban a las armas que se encontraban habitualmente en este tipo de estatuas; pues el poder de Menelik descansaba en la justicia y el derecho, y no en la fuerza y las armas. Heredero de la reina de Saba, conocida también en Egipto bajo el nombre de Hatshepsut, Menelik había reinado, hacía mucho tiempo, sobre Tebas y sobre Axum, y se decía que había devuelto allí el Arca de la Alianza.

Después de haber tallado una piragua en un tronco de árbol vaciado, Gargano y María remontaron este afluente del Nilo en el curso de un periplo que más parecía un viaje al Infierno que al Paraíso.

La falla se hundía en la tierra, conduciendo al Nilo a una red de canales subterráneos que parecían excavados por titanes. Las altas bóvedas se perdían en la oscuridad, y miríadas de murciélagos pasaban sobre sus cabezas lanzando chillidos. Varias veces, María —demasiado asustada para remar— se acurrucó contra Gargano, que se esforzaba en mantener la piragua a flote.

Finalmente, cuando hacía ya varias horas que navegaban contra corriente, oyeron el fragor de una cascada y se encontraron rodeados por una densa niebla. Las gotas de agua en suspensión daban la impresión de una lluvia inmóvil, de un aguacero que no caía y que no se detendría nunca.

—¡Qué horror! —exclamó María—. ¡Moriremos ahogados!

—No, no —dijo Gargano—; al contrario, es un buen augurio.

Como no veían nada, se vieron obligados a avanzar lentamente para no arriesgarse a dañar la piragua. Al cabo de un momento tropezaron con una roca, luego con otra, y con otra más. Entonces comprendieron que habían llegado lo más lejos posible en barca. No llegarían más allá.

—¡Bajemos! —dijo Gargano.

—Pero ¿dónde? ¡Hay agua por todas partes!

—Nadaremos. Quedaos junto a mí. Trataré de trepar por este acantilado. Tal vez haya una salida en lo alto.

Después de haberse colocado a María a la espalda y de haberla asegurado firmemente con ayuda de la cuerda que Morgennes le había dado, Gargano inició la ascensión de esta séptima y última catarata, una catarata de la que nadie había oído hablar jamás y que no aparecía en ningún mapa. Pero el agua había bruñido la piedra, lo que hacía imposible la escalada. Gargano siempre acababa resbalando, y cuando no resbalaba, era expulsado por la increíble cantidad de agua que les caía encima y que a cada instante amenazaba con tragárselos.

—¡Es como escalar un río! —se lamentó cuando, por tercera vez, cayó al pie de la cascada espumeante.

Cada tentativa se saldaba con un fracaso. Aquella era una proeza que nadie podía ejecutar solo.

—Necesitaríamos ayuda —concluyó Gargano.

María tuvo una idea al ver a un murciélago que volaba en picado. Señalándolo, le propuso:

—Tal vez ellos podrían ayudarnos.

—¡Excelente idea!

Luego Gargano se frotó la nariz.

—Pero ¿cómo?

—Podrían llevarnos.

—Pesamos demasiado.

—Entonces podrían llevar esta cuerda hasta la cima y atarla a una roca —dijo desatando la soga con la que Gargano la había amarrado a su espalda—. De este modo no nos costará tanto escalar.

—¡Excelente idea!

Dicho y hecho... No, aún no estaba hecho, porque los murciélagos querían negociar.

—¡Me pregunto quién les habrá enseñado a hacer tratos! —se sorprendió María—. ¿Qué quieren?

—Oh, nada que yo no pueda entender. Quieren dormir, y para esto quieren un poco de oscuridad.

—¿Oscuridad? ¡Pero si es lo único que hay aquí!

—Parece que no es así —dijo Gargano con una amplia sonrisa que dibujó en la negrura de las cuevas un extraño y atemorizador mosaico, ya que sus dientes eran fosforescentes.

—¿Es que hay una salida?

—Mejor que eso —prosiguió Gargano.

—¿Mejor?

—Hay cantidades, montones de salidas, porque estamos en el fondo del cráter de un antiguo volcán.

—No es muy tranquilizador.

—Dicen que duerme desde hace mucho tiempo, pero, sobre todo, que hay decenas de millares de «luces molestas» de las que quieren verse libres.

—¿«Luces molestas»? ¿Y qué es eso?

—Diamantes. Infinidad de diamantes. Los murciélagos quieren que los cojamos, o al menos que consigamos que dejen de reflejar la luz del exterior. Dicen que los diamantes y la luz les molestan para volar.

María abrazó a Gargano, y el gigante dijo a los murciélagos que aceptaban «librarles» de los diamantes. Si hacía falta, Gargano provocaría un desprendimiento de tierras que los enterraría. Nada demasiado complicado, al fin y al cabo.

—No tendré más que patear el suelo —explicó.

—¡Por Dios! —dijo María—. Intenta no golpear demasiado fuerte. No tengo ganas de que la montaña se derrumbe, ni de que el volcán se despierte.

Finalmente, dos grandes murciélagos transportaron la cuerda hasta lo más alto de la cascada (que, según les informaron, se llamaba Mosioatunya, lo que significa: «Humo que gruñe»), y luego tres murciélagos pequeños, elegidos entre los más hábiles, ataron la cuerda a un espolón rocoso.

A continuación, Gargano emprendió de nuevo la ascensión del «Humo que gruñe» ayudándose con la cuerda, entre los gritos de ánimo de los murciélagos, que volaban en torno a ellos para ofrecerles sus consejos. Incluso así, no fue fácil. Gargano se había puesto un sólido par de guantes; pero la cuerda estaba tan tensa y el trayecto era tan largo que a medio camino los guantes se rasgaron. Tuvo que terminar sosteniendo la cuerda con las manos desnudas, lo que le arrancó la piel y algunos gritos de dolor. Apretando los dientes, siguió trepando, esforzándose en ocultar su sufrimiento a María.

Cuando alcanzaron, al cabo de tres cuartos de hora de una ascensión extenuante, el espolón rocoso al que estaba atada la cuerda, María y Gargano se felicitaron calurosamente. Luego Gargano se lavó las manos en las aguas del Nilo, se quitó la camisa y la desgarró para hacerse unas vendas. Finalmente, después de haberse recuperado de esta dura prueba, siguieron a los murciélagos hacia las «luces molestas».

Pasaron por estrechas galerías del color de la noche, y luego llegaron a un alba sorprendente. En el seno de grutas inmensas, donde revoloteaban los murciélagos, millares de diamantes formaban una bóveda celeste absolutamente pasmosa. Resplandores de pirita, bloques de platino o de plata, motas de oro o de cobre constituían sus astros y sus constelaciones. Gargano y María ya no sabían distinguir la zona de arriba de la de abajo. Tenían la sensación de caminar por el cielo, con la cabeza hacia abajo, del otro lado del decorado que Dios mostraba a los hombres. Pero si ellos estaban entre bastidores, ¿dónde estaban los cometas y los ángeles que tiraban de ellos en pesados carros de oro?

—¡Qué belleza! ¿Realmente debemos destruir todas estas maravillas? —inquirió María, con los ojos dilatados de admiración.

—Lo prometí a los murciélagos —dijo Gargano muy a su pesar.

Caminando con los brazos abiertos para no perder el equilibrio, avanzaban de cuerpo celeste en cuerpo celeste, adentrándose en parajes de una increíble belleza. De pronto llegaron a una enorme cueva, en el fondo de la cual las «luces molestas» dibujaban formas vagamente humanas.

—Se diría que son hombres —dijo Gargano.

—Esto me recuerda algo —dijo María temblando de pies a cabeza—. Veámoslo de más cerca.

Una corriente de aire indicaba que la salida no podía estar lejos. Además, la temperatura había aumentado varios grados, señal de que la superficie estaba cerca. En ese momento, al dejar atrás un astro, tropezaron con un cuerpo.

—¡Mirad! —exclamó Gargano—. ¡Un esqueleto!

María distinguió, tendido en un rincón de la cueva, el cadáver de un ser humano. Iba vestido con viejas ropas de estilo griego. A su lado, en lo que parecía un antepasado de las alforjas, encontró varias hojas de pergamino pegadas entre sí. Cubiertas de escritura.

María les echó una rápida ojeada y estuvo a punto de desmayarse.

—¡Es extraordinario! ¿Sabes quién es este hombre?

—No. ¿Por qué? ¿Debería?

—El rey de los filósofos. ¿Nunca has oído hablar de Platón?

—No —confesó Gargano.

—El mito de la caverna, ¿tampoco esto te dice nada?

—No —repitió Gargano—. Pero ¿no es extraño que vos lo recordéis?

—Tal vez. ¡Pero aún sé hablar griego! ¡Y latín!

María se incorporó y explicó a Gargano que, según Platón —filósofo griego que había vivido varios siglos antes de Jesucristo—, el mundo no era más que engaño e ilusión.

—Solo vemos sombras. Sombras de marionetas que espíritus maliciosos pasean ante un fuego, y que nosotros, los humanos, tomamos por la realidad. Nada de lo que nos muestran nuestros sentidos es verdadero. Todo es falso, y tenemos más posibilidades de encontrar la verdad en las fábulas que en esta pretendida realidad...

Paseó la mirada a su alrededor, tratando de medir ese lugar increíble.

—En su diario, Platón dice que vino aquí en busca de los últimos, y más poderosos, dragones. Los dragones fábula, llamados también draco fictio o dragones luna. Se les llama así porque pueden, como la luna, modificar su apariencia. Pero son más fuertes que ella, porque no se limitan a una media luna o a un disco. Pueden adoptar cualquier forma, comprendida la de un poema, una canción o la de cualquier obra de arte.

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