La hojarasca

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Narrativa

 

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La Hojarasca
nació Macondo, ese poblachón cercano a la costa atlántica colombiana que ya se ha convertido en uno de los grandes mitos de la literatura universal. En él transcurre la historia de un entierro imposible. Ha muerto un personaje extraño, un antiguo médico odiado por el pueblo, y un viejo coronel retirado, para cumplir una promesa, se ha empeñado en enterrarle frente a la oposición de todo el poblado y sus autoridades.

Gabriel García Márquez

La hojarasca

ePUB v1.0

Horus01
22.06.12

Gabriel García Márquez, 1954.

Editor original: Horus01 (v1.0)

ePub base v2.0

Y respecto del cadáver de Polinice, que miserablemente ha muerto, dicen que ha publicado un bando para que ningún ciudadano lo entierre ni lo llore, sino que insepulto y sin los honores del llanto, lo dejen para sabrosa presa de las aves que se abalancen a devorarlo. Ese bando dicen que el bueno de Creonte ha hecho pregonar por ti y por mí, quiere decir que por mí; y me vendrá aquí para anunciar esa orden a los que no la conocen; y que la casa se ha de tomar no de cualquier manera, porque quien se atreva a hacer algo de lo que prohíbe será lapidado por el pueblo.

(De Antígona)

De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo contaminaba de su revuelto olor multitudinario, olor de secreción a flor de piel y de recóndita muerte. En menos de un año arrojó sobre el pueblo los escombros de numerosas catástrofes anteriores a ella misma, esparció en las calles su confusa carga de desperdicios. Y esos desperdicios, precipitadamente, al compás atolondrado e imprevisto de la tormenta, se iban seleccionando, individualizándose, hasta convertir lo que fue un callejón con un río en un extremo un corral para los muertos en el otro, en un pueblo diferente y complicado, hecho con los desperdicios de los otros pueblos. Allí vinieron, confundidos con la hojarasca humana, arrastrados por su impetuosa fuerza, los desperdicios de los almacenes, de los hospitales, de los salones de diversión, de las plantas eléctricas; desperdicios de mujeres solas y de hombres que amarraban la mula en un horcón del hotel, trayendo como un único equipaje un baúl de madera o un atadillo de ropa, y a los pocos meses tenían casa propia, dos concubinas y el título militar que les quedaron debiendo por haber llegado tarde a la guerra.

Hasta los desperdicios del amor triste de las ciudades nos llegaron en la hojarasca y construyeron pequeñas casas de madera, e hicieron primero un rincón donde medio catre era el sombrío hogar para una noche, y después una ruidosa calle clandestina, y después todo un pueblo de tolerancia dentro del pueblo.

En medio de aquel ventisquero, de aquella tempestad de caras desconocidas, de toldos en la vía pública, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas abandonadas, muriéndose de hambre en la cuadra del hotel, los primeros éramos los últimos; nosotros éramos los forasteros; los advenedizos.

Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez, pero no contábamos con su ímpetu. Así que cuando sentimos llegar la avalancha lo único que pudimos hacer fue poner el plato con el tenedor y el cuchillo detrás de la puerta y sentarnos pacientemente a esperar que nos conocieran los recién llegados. Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y salió a verlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logro unidad y solidez; y sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra.

(Macondo, 1909)

1

Por primera vez he visto un cadáver. Es miércoles, pero siento como si fuera domingo porque no he ido a la escuela y me han puesto este vestido de pana verde que me aprieta en alguna parte. De la mano de mamá, siguiendo a mi abuelo que tantea con el bastón a cada paso para no tropezar con las cosas (no ve bien en la penumbra, y cojea) he pasado frente al espejo de la sala y me he visto de cuerpo entero, vestido de verde y con este blanco lazo almidonado que me aprieta a un lado del cuello. Me he visto en la redonda luna manchada y he pensado: Ése soy yo, como si hoy fuera domingo.

Hemos venido a la casa donde está el muerto.

El calor es sofocante en la pieza cerrada. Se oye el zumbido del sol por las calles, pero nada más.

El aire es estancado, concreto; se tiene la impresión de que podría torcérsele como una lamina de acero. En la habitación donde han puesto el cadáver huele a baúles, pero no los veo por ninguna parte. Hay una hamaca en el rincón, colgada de la argolla por uno de sus extremos. Hay un olor a desperdicios. Y creo que las cosas arruinadas y casi deshechas que nos rodean tienen el aspecto de las cosas que deben oler a desperdicios aunque realmente tengan otro olor.

Siempre creí que los muertos debían tener sombrero. Ahora veo que no. Veo que tienen la cabeza acerada y un pañuelo amarrado en la mandíbula. Veo que tienen la boca un poco abierta y que se ven, detrás de los labios morados, los dientes manchados e irregulares. Veo que tienen la lengua mordida a un lado, gruesa y pastosa, un poco más oscura que el color de la cara, que es como el de los dedos cuando se les aprieta con un cáñamo. Veo que tienen los ojos abiertos, mucho más que los de un hombre; ansiosos y desorbitados, y que la piel parece ser de tierra apretada y húmeda. Creí que un muerto parecía una persona quieta y dormida y ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y rabiosa después de una pelea.

Mamá también se ha vestido como si fuera domingo. Se ha puesto el antiguo sombrero de paja que le cubre las orejas, y un vestido negro, cerrado arriba, con mangas hasta los puños. Como hoy es miércoles, la veo lejana, desconocida, y tengo la impresión de que quiere decirme algo mientras mi abuelo se levanta a recibir a los hombres que han traído el ataúd. Mamá está sentada a mi lado, de espaldas a la ventana clausurada. Respira trabajosamente cada instante se compone las hebras de cabello que le salen por debajo del sombrero puesto a la carrera. Mi abuelo ha ordenado a los hombres que pongan el ataúd junto a la cama. Solo entonces me he dado cuenta de que sí puede caber el muerto dentro de él. Cuando los hombres trajeron la caja tuve la impresión de que era demasiado pequeña para un cuerpo que ocupa todo el largo del lecho.

No sé por qué me han traído. Nunca había entrado en esta casa y hasta creí que estaba deshabitada. Es una casa grande, en esquina, cuyas puertas, creo, no han sido abiertas nunca. Siempre creí que, la casa estaba desocupada. Sólo ahora, después de que mamá me dijo: “Esta tarde no irás a la escuela”, y yo no sentí alegría porque me lo dijo con la voz grave y reservada; y la vi regresar con mi vestido de lana y me lo puso sin hablar y salimos a la puerta a juntarnos con mi abuelo; y caminamos las tres casas que separan ésta de la nuestra. Sólo ahora me he dado cuenta de que alguien vivía en esta esquina. Alguien que ha muerto y que debe ser el hombre a quien se refirió mi madre cuando dijo: «Tienes que estar muy juicioso en el entierro del doctor.» Al entrar no vi al muerto. Vi a mi abuelo en la puerta, hablando con los hombres, y lo vi después dándonos la orden de seguir adelante. Creí entonces que había alguien en la habitación, al entrar la sentí oscura y vacía. El calor golpeó el rostro desde el primer momento sentí este olor a desperdicios que era sólido y permanente al principio y que ahora, como el calor, llega en ondas espaciadas y desaparece.

Mamá me condujo de la mano por la habitación oscura y me sentó a su lado, en un rincón. Sólo después de un momento empecé a distinguir las cosas. Vi a mi abuelo tratando de abrir una ventana que parece adherida a sus bordes, soldada con la madera del marco, y lo vi dando bastonazos contra los picaportes, el saco lleno de polvo que se desprendía a cada sacudida. Volví la cara a donde se movió mi abuelo cuando se declaró impotente para abrir la ventana y sólo entonces vi que había alguien en la cama. Había un hombre oscuro, estirado, inmóvil. Entonces hice girar la cabeza hacia el lado de mamá, que permanecía lejana y seria, mirando hacia otro lugar de la habitación. Como los pies no me llegan hasta el suelo sino que quedan suspendidos en el aire, a una cuarta del piso, coloqué las manos debajo de los muslos, apoyadas las palmas contra el asiento, y empecé a balancear las piernas, sin pensar en nada, hasta cuando recordé que mamá me había dicho: «Tienes que estar muy juicioso en el entierro del doctor.» Entonces sentí algo frío a mis espaldas, volví a mirar y no vi sino la pared de madera seca y agrietada. Pero fue como si alguien me hubiera dicho desde la pared: «No muevas las piernas, que el hombre que está en la cama es el doctor y está muerto.» Y cuando miré hacia la cama, ya no lo vi como antes. Ya no lo vi acostado sino muerto.

Desde entonces, por mucho que me esfuerce por no mirarlo, siento como si alguien me sujetara la cara hacia ese lado. Y aunque haga esfuerzos por mirar hacia otros lugares de la habitación, lo veo de todos modos, en cualquier parte, con los ojos desorbitados y la cara verde muerta en la oscuridad.

No sé por qué no ha venido nadie al entierro. Hemos venido mi abuelo, mamá y los cuatro guajiros que trabajan para mi abuelo. Los hombres han traído una bolsa de cal y la han vaciado dentro del ataúd. Si mi madre no estuviera extraña y distraída, le preguntaría por qué hacen eso. No entiendo por qué tienen que echar cal dentro de la caja. Cuando la bolsa quedó vacía, uno de los hombres la sacudió sobre el ataúd y todavía cayeron unas últimas virutas, más parecidas al aserrín que a la cal. Han levantado al muerto por los hombros y los pies. Tiene un pantalón ordinario, sujeto a la cintura por una correa ancha y negra, y una camisa gris. Sólo tiene puesto el zapato izquierdo. Está, como dice Ada, con un pie rey y el otro esclavo. El zapato derecho está tirado a un extremo de la cama. En el lecho parecía como si el muerto estuviera con dificultad. En el ataúd parece más cómodo, más tranquilo, y el rostro que era el de un hombre vivo y despierto después de una pelea, ha adquirido una vuelta reposada y segura. El perfil se vuelve suave; y es como si allí, en la caja, se sintiera ya en el lugar que le corresponde como muerto. Mi abuelo ha estado moviéndose en la habitación. Ha cogido algunos objetos y los ha colocado en la caja. He vuelto a mirar a mamá con la esperanza de que me diga por qué mi abuelo está echando cosas en el ataúd. Pero mi madre permanece imperturbable dentro del traje negro, y parece esforzarse por no mirar hacia el lugar donde está el muerto. Yo también quiero hacerlo, pero no puedo. Lo miro fijamente, lo examino. Mi abuelo echa un libro dentro del ataúd, hace una señal a los hombres y tres de ellos colocan la tapa sobre el cadáver. Sólo entonces me siento liberado de las manos que me sujetaban la cabeza hacia ese lado y empiezo a examinar la habitación.

Vuelvo a mirar a mi madre. Ella, por la primera vez desde cuando vinimos a la casa, me mira y sonríe con una sonrisa forzada, sin nada por dentro; y oigo a lo lejos el pito del tren que se pierde en la última vuelta. Siento un ruido en el rincón donde está el cadáver. Veo que uno de los hombres levanta un extremo de la tapa, y que mi abuelo introduce en el ataúd el zapato del muerto, el que se había olvidado en la cama. Vuelve a pitar el tren, cada vez más distante, y pienso de repente: «Son las dos y media.» Y recuerdo que a esta hora (mientras el tren pita en la última vuelta del pueblo) los muchachos están haciendo filas en la escuela para asistir a la primera clase de la tarde.

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