La hojarasca (5 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Narrativa

El cuarto no tenía dueño. Nadie se preocupó por hacer efectivos sus derechos "ni sobre el terreno ni sobre los materiales de construcción. Cuando llegó el primer párroco se alojó donde una de las familias acomodadas de Macondo. Luego fue trasladado a otra parroquia. Pero en esos días (y posiblemente antes de que se fuera el primer párroco) una mujer con un niño de pecho había ocupado el cuartito, sin que nadie supiera cuándo llegó a él, ni dónde, ni cómo hizo para abrir la puerta. Había en un rincón una tinaja negra y verde de musgo y un jarro colgado de un clavo. Pero ya no quedaba cal en las paredes. En el patio, sobre las piedras, se había formado una costra de tierra endurecida por la lluvia. La mujer construyó una enramada para protegerse del sol. Y como no tenía recursos para ponerle techo de palma, teja o zinc, sembró una mata de parra junto a la enramada y colgó un atadillo de sábila y un pan en la puerta de la calle, para preservarse contra los maleficios.

Cuando se anunció la llegada del nuevo párroco, en 1903, la mujer seguía viviendo en el cuarto con el niño. Media población .salió al camino real a esperar la llegada del sacerdote.

La banda rural estuvo tocando piezas sentimentales hasta cuando vino un muchacho, jadeante, reventando, a decir que la mula del párroco estaba en la última vuelta del camino. Entonces los músicos cambiaron de posición e iniciaron una marcha. El encargado del discurso de bien: venida subió al parapeto improvisado y aguardó a que apareciera el párroco para iniciar el saludo. Pero un momento después se suspendió la pieza marcial, el orador descendió de la mesa, y la multitud, atónita, vio pasar un forastero, montado en una mula en cuyas ancas viajaba el baúl más grande que se había visto jamás en Macondo. El hombre pasó de largo hacia el pueblo, sin mirar a nadie. Aunque el párroco se hubiera vestido de civil para hacer el viaje, a nadie habría podido ocurrírsele que aquel viajero broncíneo, con polainas de militar, era un sacerdote vestido de civil.

Y no lo era en realidad, porque a esa misma hora, por el atajo, al otro lado del pueblo, vieron entrar un sacerdote extraño, pasmosamente 'flaco, de rostro seco y estirado, a horcajadas en una mula, la sotana levantada hasta las rodillas y protegido del sol por un paraguas descolorido y maltrecho. El párroco preguntó en las inmediaciones del templo en dónde quedaba la casa cural, y debió de preguntárselo a alguien que no tenía la menor idea de nada, porque le fue respondido: «Es el cuartito que está detrás de la iglesia, padre.» La mujer había salido, pero el niño jugaba adentro, detrás de la puerta entreabierta. El sacerdote descabalgó, rodó hasta el cuarto una maleta hinchada, medio abierta y sin cerraduras, asegurada apenas por un cinturón de cuero distinto al de la propia maleta, y después de haber examinado el cuartito hizo entrar la mula y la amarró en el patio, a la sombra de los sarmientos. Luego abrió la maleta, extrajo una hamaca que debía tener la misma edad y el mismo uso del paraguas, la colgó diagonalmente en el cuarto, de horcón a horcón, se quitó las botas y trató de dormir, sin preocuparse del niño que lo miraba con los redondos ojos espantados.

Cuando la mujer regresó debió sentirse desconcertada ante la extraña presencia del sacerdote, cuyo rostro era tan inexpresivo que en nada se diferenciaba de una calavera dé vaca. La mujer debió atravesar en puntillas la habitación. Debió de rodar el catre plegadizo hasta la puerta y hacer un atado con su ropa y los trapos del niño y salir de la habitación, confundida, sin preocuparse siquiera de la tinaja y el jarro, porque una hora después, cuando la comitiva recorrió el pueblo en sentido inverso, precedida por la banda que tocaba el aire marcial entre un montón de rapaces fugados de la escuela, encontraron al párroco solo en el cuartito, tirado a la bartola en la hamaca, la sotana desabrochada, y sin zapatos. Alguien debió llevar la noticia al camino real, pero a nadie se le ocurrió preguntar qué hacía el párroco en aquel cuarto. Debieron pensar que tenía algún parentesco con la mujer, así como ésta debió de abandonar el cuartito porque creyó que el párroco tenía orden de ocuparlo o era de propiedad de la iglesia o simplemente por temor de que se le preguntara por qué había vivido más de dos años en un cuarto que no le pertenecía, sin pagar alquiler y sin autorización de persona alguna. Tampoco se le ocurrió a la comitiva pedir explicaciones, ni en ese momento ni en ninguno de los posteriores, porque el párroco no aceptó los discursos, colocó los presentes en el suelo y se limitó a saludar a hombres y mujeres con frialdad, a la carrera, pues, según dijo, «no había pegado el ojo en toda la noche».

La comitiva se disolvió ante aquel frío recibimiento del sacerdote más extraño que habían visto nunca. Se observaba que el rostro parecía una calavera de vaca, que tenía el cabello gris, cortado al rape y que no tenía labios, sino una abertura horizontal que no parecía estar en el lugar de la boca desde el nacimiento, sino hecha posteriormente, de una cuchillada sorpresiva y única. Pero esa misma tarde se le encontró parecido con alguien. Y antes del amanecer todos sabían de quién era. Recordaron haberle visto con la honda y la piedra, desnudo, pero con zapatos y sombrero, en los tiempos en que Macondo era un humilde caserío de refugiados. Los veteranos recordaron sus actuaciones en la guerra civil del ochenta y cinco. Recordaron que había sido coronel a los diecisiete años y que era intrépido, terco y antigobiernista. Sólo que en Macondo no se había vuelto a saber de él hasta ese día en que regresaba a hacerse cargo de la parroquia. Muy pocos recordaban su nombre de pila. En cambio la mayoría de los veteranos recordaba el que le puso su madre (porque era voluntarioso y rebelde) y que fue el mismo con que después lo conocieron sus compañeros en la guerra. Todos lo llamaban El Cachorro. Y así se le siguió llamando en Macondo hasta la hora de su muerte: —Cachorro, Cachorrito.

Así que este hombre llegó a nuestra casa el mismo día y casi a la misma hora en que El Cachorro a Macondo. Aquél por el camino real, cuando nadie lo esperaba ni se tenía la menor idea acerca de su nombre o de su oficio; el párroco por el atajo, cuando en el camino real lo aguardaba todo el pueblo.

Yo regresé a casa después de la recepción. Acabábamos de sentarnos a la mesa —un poco más tarde que de costumbre— cuando Meme se acercó a decirme: «Coronel, coronel, en la oficina lo solicita un forastero.» Yo dije: «Que pase adelante.» Y Meme dijo: «Está en la oficina y dice que necesita verlo con urgencia.» Adelaida dejó de darle la sopa a Isabel (entonces ella no tenía más de cinco años) y fue a atender al recién llegado. Un momento después regresó visiblemente preocupada:

—Estaba dando vueltas en la oficina —dijo.

La vi caminar detrás de los candelabros. Luego volvió a darle la sopa a Isabel. «Lo hubieras hecho pasar», dije, sin dejar de comer. Y ella dijo: «Era lo que iba a hacer. Pero estaba dando vueltas en la oficina cuando llegué y le dije, buenas tardes, y él no contestó porque estaba mirando en la repisa la bailarinita de cuerda. Y cuando yo le iba a decir otra vez buenas tardes, él se puso a darle cuerda a la bailarinita, la paró en el escritorio y se quedó mirando cómo bailaba. Yo no sé si fue la musiquita lo que no le permitió oír cuando yo le dije de nuevo buenas tardes y me quedé parada frente al escritorio sobre el cual estaba inclinado, viendo a la bailarina que todavía tenía cuerda para rato.» Adelaida estaba dándole la sopa a Isabel. Yo le dije: «Debe estar muy interesado en el juguete.» Y ella, todavía dándole la sopa a Isabel: «Estaba dando vueltas en la oficina, pero después, cuando vio la bailarinita, la bajó como si supiera de antemano para qué servía, como si conociera su funcionamiento. Le estaba dando cuerda cuando yo le dije buenas tardes por primera vez, antes que la musiquita empezara a sonar. Entonces la puso en el escritorio y se quedó mirándola, pero sin sonreír, como si no estuviera interesado en el baile sino en el mecanismo.»

Nunca me anunciaban a nadie. Casi todos los días llegaban visitas: viajeros conocidos que dejaban las bestias en la caballeriza y se acercaban con entera confianza, con la familiaridad de quien espera encontrar, siempre, un puesto desocupado en nuestra mesa. Yo le dije a Adelaida: «Debe ser que trae un recado o algo.» Y ella dijo: «De todos modos tiene un comportamiento raro. Él mirando a la bailarinita hasta que se le acaba la cuerda y mientras tanto yo, parada frente al escritorio, sin saber qué decirle, porque sabía que no iba a contestarme mientras la musiquita estuviera sonando. Después, cuando la bailarinita dio el saltito que da siempre cuando se le acaba la cuerda, todavía él se quedó mirándola con curiosidad, inclinado sobre el escritorio pero sin sentarse. Entonces me miró y yo me di cuenta de que sabía que yo estaba en la oficina, pero que no se había ocupado de mí porque quería saber cuánto tiempo estaría bailando la bailarinita. Pero entonces yo no le volví a decir buenas tardes, sino que le sonreí cuando me miró porque vi que tiene los ojos enormes, con las pepas amarillas, y que miran de una vez todo el cuerpo. Cuando le sonreí, él siguió serio, pero hizo una inclinación de cabeza muy formal, y dijo: "¿El coronel? Es al coronel que necesito." Tiene la voz honda como si pudiera hablar con la boca cerrada. Es como si fuera ventrílocuo.»

Ella estaba dándole la sopa a Isabel. Yo seguí almorzando, porque creí que sólo se trataba de un recado; porque no sabía que esa tarde estaban comenzando las cosas que hoy concluyen.

Adelaida siguió dándole la sopa a Isabel y dijo: «Al principio estaba dando vueltas en la oficina.» Entonces comprendí que el forastero la había impresionado de una manera poco común y que tenía un interés especial en que lo atendiera. Sin embargo, seguí almorzando mientras ella le daba la sopa a Isabel y hablaba. Dijo: «Después, cuando dijo que quería ver al coronel, fue que le dije, tenga la bondad de pasar al comedor, y él se estiró donde estaba, con la bailarina en la mano. Entonces levantó la cabeza y se puso rígido y firme como un soldado, me parece, porque tiene botas altas"* y un vestido de género ordinario con la camisa abotonada hasta el cuello. Yo no sabía qué decirle cuando no contestó nada y se quedó quieto, con el juguete en la mano, como si estuviera esperando que yo saliera de la oficina para darle cuerda otra vez. Fue de pronto cuando se me pareció a alguien, cuando me di cuenta de que es un militar.»

Yo le dije: «Entonces tú crees que es algo grave.» La miré por encima de los candelabros. Ella no me miraba. Estaba dándole la sopa a Isabel. Dijo:

—Fue que cuando llegué estaba dando vueltas en la oficina, así que no podía verle la cara. Pero después, cuando se quedó parado en el fondo tenía la cabeza tan levantada y los ojos tan fijos que me parece que es un militar y le dije: usted quiere ver al coronel, en privado, ¿no es eso? Y él afirmó con la cabeza. Entonces vine a decirle que se parece a alguien, o mejor dicho, que es la misma persona a quien se parece, aunque no me explico cómo ha venido.

Yo seguí almorzando, pero la miraba por encima de los candelabros. Ella dejó de darle la sopa a Isabel. Dijo:

—Estoy segura de que no es un recado. Estoy segura que no se parece, sino que es el mismo a quien se parece. Estoy segura, mejor dicho, que es un militar. Tiene un bigote negro y punteado y la cara como de cobre. Tiene las botas altas y estoy segura de que no es que se parece, sino que es el mismo a quien se parece.

Ella hablaba en un tono igual, monótono, persistente. Hacía calor y quizá por eso empecé a sentirme irritado. Le dije: «Ahá, ¿a quién se parece?» Y ella dijo: «Cuando estaba dando vueltas en la oficina no le vi la cara, pero después.» Y yo, irritado con la monotonía y la persistencia de sus palabras: «Bueno, bueno, voy a verlo cuando acabe de almorzar.» Y ella, otra vez dándole la sopa a Isabel: «Al principio no pude verle la cara porque estaba dando vueltas en la oficina. Pero después, cuando le dije tenga la bondad de pasar adelante, él se quedó quieto contra la pared, con la bailarinita en la mano. Entonces fue que me acordé a quién se parece y vine a avisarte. Tiene los ojos enormes e indiscretos y cuando me di vuelta para salir, sentí que me estaba mirando directamente a las piernas.»

Guardó silencio de pronto. En el comedor quedó vibrando el tintineo metálico de la cuchara. Yo acabé de almorzar y prensé la servilleta debajo del plato.

En eso se oyó, en la oficina, la musiquita festiva del juguete de cuerda.

4

En la cocina de la casa hay un viejo asiento de madera labrada, sin travesaños, en cuyo fondo roto mi abuelo pone a secar los zapatos, junto al fogón.

Tobías, Abraham, Gilberto y yo abandonamos la escuela, ayer a esta hora, y fuimos a las plantaciones con una honda, un sombrero grande para echar los pájaros y una navaja nueva. Por el camino yo me iba acordando del asiento inservible, arrimado a un rincón de la cocina, que en un tiempo sirvió para recibir visitas y que ahora es utilizado por el muerto que todas las noches se sienta, con el sombrero puesto, a contemplar las cenizas del fogón apagado.

Tobías y Gilberto caminaban hacia el final de la nave oscura. Como había llovido durante la mañana, sus zapatas resbalaban en la hierba enlodada. Uno de ellos silbaba y su silbo duro y recto resonaba en el socavón vegetal, como cuando uno se pone a cantar dentro de Un tonel. Abraham venía atrás, conmigo. Él con la honda y la piedra lista para ser disparada. Yo con la navaja abierta.

De repente el sol rompió la techumbre de hojas apretadas y duras y un cuerpo de claridad cayó aleteando en la hierba, como un pájaro vivo. «¿Lo viste?», dijo Abraham. Yo miré hacia adelante y vi a Gilberto y a Tobías al final de la nave. «No es un pájaro», dije. «Es el sol que ha salido con fuerza.»

Cuando llegaron a la orilla empezaron a desvestirse y se tiraban fuertes patadas de esa agua crepuscular que parecía no mojarles la piel. «No hay un solo pájaro esta tarde», dijo Abraham. «Cuando llueve no hay pájaros», dije. Y yo mismo lo creí entonces. Abraham se echó a reír.

Su risa es tonta y simple y hace un ruido como el de un hilo de agua en una pila. Se desvistió.

«Me meteré en el agua con la navaja y llenaré el sombrero de pescados», dijo.

Abraham estaba desnudo frente a mí con la mano abierta, esperando la navaja. Yo no respondí en seguida. Tenía la navaja apretada y sentía en la mano su acero limpio y templado. Yo voy a darle la navaja, pensé. Y se lo dije: «No voy a darte la navaja. Apenas me la dieron ayer y voy a tenerla toda la tarde.» Abraham siguió con la mano extendida. Entonces le dije:..

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